Homilía en la eucaristía de toma de posesión del Obispado Castrense
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Homilía en la eucaristía de toma de posesión del Obispado Castrense

Catedral Castrense de Santiago de Chile, 12 de septiembre de 2015

Fecha: Sábado 12 de Septiembre de 2015
Pais: Chile
Ciudad: Santiago
Autor: Mons. Santiago Silva Retamales

Agradecimientos…

Estimados hermanos y hermanas en la fe.

En el mes de mayo, el Papa Francisco me pidió asumir el servicio de obispo Castrense de Chile. Lo he aceptado con gusto, aunque no sin sorpresa, confiando en el Señor Jesús que podremos construir cada vez más un presbiterio de capellanes y agentes pastorales en comunión para la misión.

Desde que se dio la noticia (7 de julio recién pasado) hasta hoy, no he recibido sino una grata acogida de mis hermanos capellanes y de los miembros de las Fuerzas Armadas y Carabineros de Chile con quienes me he encontrado. Agradezco la disposición de todo el personal del Obispado castrense para abordar el hermoso desafío de anunciar la vida nueva que el Resucitado nos ofrece.

En la persona del General Humberto Oviedo Arriagada, Comandante en Jefe del Ejército, quien me acogió con gran espíritu fraterno y, gracia a él, recibí mi primera y necesaria inducción para integrarme al servicio militar como Obispo, permítanme dar las gracias de corazón a los Comandantes en Jefe de la Armada, de la Fuerza Área y de Carabineros de Chile por los deseos de caminar en comunión, buscando con ahínco el desarrollo creciente de unas Fuerzas Armadas y Carabineros garantes de la paz y al servicio de la unidad y de la identidad de nuestra querida patria.

Enseñanza de Jesús en el Evangelio de hoy…

El pasaje del Evangelio de Lucas que hemos proclamado (Lc 6,43-49) nos presenta a un Jesús Maestro del todo original y sorprendente. Con este pasaje bíblico, el Nazareno finaliza su enseñanza sobre el Sermón de la llanura, que en Mateo, en cambio, recibe el nombre de Sermón de la Montaña. Para aproximarnos a la enseñanza de Jesús recordemos el contexto inmediato. Jesús viene instruyendo a sus discípulos y a la gente sobre el valor a los ojos de Dios de pobres, hambrientos y desvalidos, y de todos aquellos que son odiados por los hombres. Ellos, afirma, serán los primeros en recibir el Reino de un Padre que procura una sociedad justa, en paz y en verdad. Estas afirmaciones debieron sonar extrañísimas al pueblo israelita de aquella época que tenía la prosperidad y el bienestar material como bendiciones de Dios.
Su Padre Dios, anuncia Jesús, obrará en la historia por lo que acaecerá lo inesperado: los llenos de sí quedarán vacíos, los satisfechos pasarán hambre, los que ríen morirán de pena. El Evangelio va a contracorriente: genera lo que nadie espera, lo que explica la inmensa sorpresa de los contemporáneos del Maestro de Nazaret.

Además, Jesús pide disposiciones que no formaban parte de la espiritualidad de los israelitas del siglo I: amar a los enemigos y hacer el bien a quien nos odia. No eran pocas las corrientes de pensamiento del mundo judío del tiempo de Jesús que propiciaban el rechazo y el odio a los enemigos del pueblo de Dios y el alejamiento de los paganos para no contaminarse. Muchos Salmos son testigo de lo primero, y Pablo y sus cartas, de lo segundo. Según la Ley de Moisés el enemigo no es un “prójimo” por lo que cabe rechazarlo.

Jesús pide una conducta que, venciendo disposiciones naturales y más allá de la legalidad y costumbres vigentes, expresa en dos claras normas: «Traten a los demás como ustedes quieren que ellos los traten» y «Sean misericordiosos así como el Padre de ustedes es misericordioso» (Lc 6,31.36).

En aquella comunidad del siglo I a la que Lucas le recuerda estas normas de Jesús, la crítica y el reprocha es fuerte, la estigmatización por errores y defectos no se hace esperar, los prejuicios y los juicios se anteponen a la misericordia y al perdón, y lo que de “juez” lleva cada uno le gana el lugar a una mirada considerada y una la palabra que anime y perdone. La división en la comunidad se manifiesta en que el grupo de “los buenos”, de aquellos que se tienen por perfectos, mira con malos ojos a los débiles, cuando –en realidad– éstos son los preferidos de Jesús.

Luego, tres sentencias de carácter sapiencial refuerzan la invitación a vivir la normas cristianas de tratar a los demás como a uno le guste que lo traten y a ser misericordioso como el Padre celestial. Estas sentencias anteceden inmediatamente al texto del Evangelio de hoy: «No juzguen y Dios no los juzgará»; la segunda: «Perdonen y Dios los perdonará», y la tercera: «Porque la misma medida que usen para los demás, Dios la usará con ustedes» (Lc 6,37-38). Las dos comparaciones siguientes invitan al discernimiento y a la prudencia en las acciones respecto de los otros: ¿Es que un ciego puede guiar a otro ciego? (6,39-40), ¿es que tú puedes reprocharle al otro la astilla que tiene en su ojo, cuando tú cargas un tronco en el tuyo? (6,41-42).

Las sentencias de Jesús de nuestro pasaje bíblico se refieren a los frutos que se espera de la comunidad y, a la vez, son criterios de discernimiento para distinguir el bien del mal. Así como un árbol bueno da frutos buenos, y uno malo, frutos malos, ¿acaso no se conoce a la persona por el tipo de fruto que su vida produce? El “corazón”, lugar de pensamientos, sentimientos y opciones, se manifiesta en las palabras y los actos del ser humano.

Jesús nos invita con la metáfora de la casa construida sobre roca a mirar los cimientos de nuestra existencia cristiana y comunitaria. La “escucha atenta” es el cimiento firme. Quien no escucha, no pone ningún cimiento, sino que construye sobre arena, es decir, sobre su propio proyecto y caprichos. Pero no se trata de cualquier escucha, sino de las enseñanzas del Señor. “Escuchar”, en griego, tiene la misma raíz que obedecer; son, en realidad, verbos mellizos. De aquí que escuchar las palabras de Jesús signifique obedecerlas; es, pues, un mismo e indivisible acto de discipulado escuchar y poner en práctica. Por eso, Jesús previene a aquellos que dicen «“¡Sí, Señor!”, pero no hacen lo que digo» (Lc 6,46) o, en palabras de Mateo: «No todo el que me dice: “¡Sí, Señor!”, entrará en el Reino de los cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre que está en los cielos» (Mt 7,21).


Creo en Jesucristo, fuente de misericordia y de paz…

A la luz de lo reflexionado sobre el texto de Lucas de nuestra Eucaristía y teniendo presente el encargo pastoral que asumo, permítanme finalizar con una profesión de fe.

Creo que Jesucristo es el Hijo de Dios que, al hacerse ser humano como nosotros, nos reveló las preferencias de su Padre Dios por los pobres, los desvalidos, los que sufren, por la naturaleza humana dañada que ansía salvación. Ellos, porque son los preferidos de su Padre, son la preocupación más importante de Jesús. A nosotros, sus discípulos, nos pide acciones fraternas que muestren nuestra cercanía, que nos lleven a compartir con ellos los bienes de la tierra y del país y el gozo de creer en el Resucitado que venció todo egoísmo.

Con la Iglesia, creo en la misericordia que recibimos de Dios y que debemos ofrecer al próximo, particularmente al enemigo y a quien nos odia. La misericordia o la compasión es la única fuerza que, establecida la verdad y la justicia, hace realidad la reconciliación y suscita conductas y sistemas sociales al servicio de débiles y desposeídos.

Creo que tenemos un solo Juez, Dios Padre, que conoce la intimidad de nuestra conciencia y que su juicio no es para condenarnos, sino para levantarnos. Ese Juez, por su Hijo Jesús, ya pagó por nuestros pecados. Su Hijo ahora vive resucitado para ofrecernos siempre segundas oportunidades que con su Vida nueva hagan nueva nuestra vida.

Como miembro de la Iglesia, creo en la fuerza transformadora de la gracia de Dios que recrea a seres humanos, a familias y comunidades, cimentándolos en valores radicalmente humanos: la paz edificada sobre la justicia y la equidad; el valor incuestionable de la vida humana en cuanto don de Dios; el respeto irrestricto por el otro y su derecho a ser escuchado. Creo en la fuerza humanizadora del Evangelio.

Creo con esperanza que los frutos malos de una persona, pueden llegar a ser buenos, pues el corazón, el que sea, puede escuchar a Dios y cambiar. Creo en la sinceridad de su arrepentimiento, en la restitución que restaura la justicia quebrantada y en el compromiso por el bien de todos. Creo en vidas y familias que, luego de tempestades, vuelven a reconstruir sus relaciones en cimientos que resisten la cotidianidad de la vida, buscando caminos de manifestación renovada de su cariño y de realización de su proyecto familiar.

Tengo la certeza que las Fuerzas Armadas y Carabineros de Chile están preparados para luchar con la más poderosa de las armas: el servicio a la paz y a la integridad de la identidad nacional. Así como Jesús nos pide, no se trata sólo de palabras, sino de acciones concretas en servicio de la ciudadanía, manifestando con hechos el deseo de vivir de cara a las necesidades de la gente, particularmente de aquella que sufre por catástrofes naturales. Tengo la certeza de que en la familia castrense de Chile existe el compromiso irrenunciable de servir a la patria en todo momento y situación y –para quienes creemos en Jesucristo– de hacerlo siguiendo a Aquel que dijo que su vida se explicaba, porque vino a darla para servir y no para ser servido (Mt 20,26-28).

Así como acostumbra a pedir el Papa Francisco, también yo quiero rogarles con insistencia que oren por mí y mi servicio como Obispo Castrense, servicio que pongo junto a todas las Fuerzas Armadas y Carabineros al cuidado de la Santísima Virgen del Carmen, Madre y Reina de Chile, Patrona y Generala de las Fuerzas Armadas y Carabineros.

Que el Señor Jesús sea conocido como fuente de vida nueva y causa de nuestra esperanza. A Él sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén.

+ Santiago Silva Retamales
Obispo Castrense de Chile

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