Lo que vamos viendo, lo que vamos entendiendo, lo que sufrimos y nos indigna, son entrañas heridas en cada mujer que es agredida, violentada y asesinada. Ya van siendo muchas como para pensar que son sólo estadísticas coyunturales: un intento de suicidio, un aborto clandestino, un marido que golpea, un trabajo mal pagado, un abuso y un engaño, una violación de años, un abandono para siempre, una botella que interrumpe soledades, una herida que no cesa y una entraña que no sana, un sistema que adormece y que retrasa, unos hijos que no entienden y no crecen, una madre que visita desde la tumba reclamando y hostigando, una casa vacía, unas calles grises y frías que conversan cada noche, niñas sin padres, con hambre y fríos, soledades, menosprecios, insultos y miedos...sobre todo el miedo.
Y nos preguntamos ahora: ¿Por qué tanta alma herida? ¿Por qué esas mujeres? ¿Por qué esos ojos muertos, esas bocas secas y esos cuerpos mutilados?
En realidad lo que vemos, y muchos parecen que no quieren ver, son rostros sádicos que reflejan las miserias de los siglos que se han ido acumulando hasta pudrirse en violencia. Son polvo de rencor y menosprecio hacia la mujer, que con su sola presencia les niega a sus verdugos la exclusiva forma del crear, del sentir, del pensar y contra lo que vuelcan la fuerza oscura y cobarde de la impotencia.
Pero ahí estamos de alguna manera, todos y todas involucrados: por la crianza, las escuelas, las leyes laborales, las normas morales, las doctrinas de iglesias y Estados, las costumbres, la cultura y la complicidad del miedo de los vecinos y los amigos. Aunque no queramos aceptarlo, aunque le demos mil explicaciones, las marcas en sus almas y en sus cuerpos son tan reales como la sed y como el hambre, como la sangre derramada en cada mujer golpeada.
La vivencia del dolor de tantas mujeres es siempre clandestina; nadie puede decir públicamente que es maltratada, que su jefe la explota o la relega, que la familia la minusvalora o la desprecia. Esas cosas tan sólo se saben, pero no se dicen; esos infiernos solo lo reflejan las miradas y estas solidaridades del abrazo que, como corrientes subterráneas, fluyen en los adentros de la vida y de la cultura de nuestro pueblo.
Dicen que el amor es la razón última de la vida, por eso el desamor es su mayor infierno.
Nos retumban nombres y se encienden rostros, estallan sentimientos que no podemos expresar bien, pero seguiremos luchando cada día, por cada mujer que vive en los trances de la frontera de la muerte.
Hoy tenemos más preguntas que respuestas, pero de lo que estamos seguros es de que la fuerza resiste en cada mujer, en cada niña, en cada joven, en la vida que sostienen y en su esperanza ante la injusticia y la muerte.
¿Dónde está el Dios de Jesús en Aysén ante todas estas situaciones?
Está en las mujeres que sufren, que denuncian, en nuestra responsabilidad por acción o por omisión, etc. Y nuestra misión es estar presentes en las fronteras existenciales, como dice el Papa Francisco y acompañar desde la ternura, fortaleza y amor, en una escucha que manifiesta que el Dios de Jesús se hace mujer en estos días para nosotros y nosotras.
