Homilía en la celebración del Te Deum - Los Ángeles
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Homilía en la celebración del Te Deum - Los Ángeles

Catedral Santa María de los Ángeles

Fecha: Viernes 18 de Septiembre de 2020
Pais: Chile
Ciudad: Los Ángeles
Autor: Mons. Felipe Bacarreza Rodríguez

Primera Lectura: 1 Jn 4,7–16
Salmo: 127,1–5
Evangelio: Jn 15,1–5


Aniversario N. 210 de la Patria

¿Cómo lo habríamos celebrado en situación normal?

En cambio, ¡qué limitados estamos! No podemos gozar de la fiesta con nuestros seres queridos y amigos.

Esperamos y anhelamos que «vuelva la alegría y la fiesta después de este momento de prueba», un momento que ya se prolonga por varios meses y que parece no tener fecha de término.

¿Quién iba a sospechar el año pasado en esta misma fiesta que un año después todo el mundo y también nuestra patria habría cambiado tanto? Si alguien nos hubiera dicho entonces, no lo habríamos creído.

¿Quién iba a sospechar que un mes después seríamos víctimas de un así llamado «estallido social» que tuvo una componente de rabia que se expresó en destrucción de los bienes públicos y también privados?

En el Te Deum del año pasado, después de hacer ver la belleza de esta tierra que Dios nos dio, donde Él quiso que nosotros viviéramos y de compararla con el Edén, como dice nuestro Himno patrio –copia feliz del Edén– , y que el igual como hizo Dios con Adán, también a nosotros nos dio esta tierra para que la «cultiváramos y cuidáramos», yo agregaba: «Es necesario que cobremos conciencia del precioso don que Dios nos ha dado para que lo cuidemos con cariño, evitando todo lo que pueda dañarlo».

Pero, después de un mes, estabamos quemando y destruyendo.

Nuestras ciudades están blindadas como para protegerse contra el ataque de un enemigo. Y ¿quién es este enemigo? Los mismos ciudadanos.

Cuando uno recorre las calles de nuestra misma ciudad, temprano, antes de que comience la actividad y mira todo recubierto de zinc, le da la impresión de una ciudad asediada.

Luego, todo cambió y comenzó otro flagelo, esta vez contra todo el mundo, que tampoco podíamos imaginar.

Todos los planes quedaron frustrados y suspendidos; las relaciones de afecto, enfriadas por la distancia y la sospecha, la necesidad de protegernos unos de otros; los rostros cubiertos que impiden la expresión facial, que, junto con la palabra es la más propia de los seres humanos.

Si todo esto se nos vino encima, sin que nadie pudiera preverlo y en poco tiempo cambió la faz de la tierra, ¿quién puede librarnos?

Los cristianos confesamos que sólo puede hacerlo Dios, el Creador, el mismo que «en el principio creó el cielo y la tierra», el que todo lo dispone con su Palabra poderosa y que puso orden y belleza en la creación por medio de su Espíritu: «Creó Dios el cielo y la tierra… La tierra era un caos. Pero el Espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas». Y resultó la tierra de una belleza y de una armonía que a cada paso nos sorprende.

Por eso ya los antiguos oraban: «Envía tu Espíritu, Señor, y todas las cosas serán creadas y renovarás la faz de la tierra».

Debemos volvernos a Dios y pedirle que su Espíritu también hoy renueve la faz de la tierra.

Expresemos, por lo menos, una sospecha: ¿No será que estamos sufriendo todo esto porque hemos querido construir un mundo sin Dios, o más bien, un mundo en que el ser humano quiere ser Dios?

Y, ¿Por qué importa tanto Dios? Dios importa por lo que dice el apóstol Juan: «Amemonos unos a otros…». Pero, atención, el amor es de Dios… Dios es amor.

«Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene, y hemos creído en él. Dios es Amor y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él».

Si excluimos a Dios, excluimos el amor fraterno y establecemos como norma nuestra el egoísmo, cada uno tratando de gozar al máximo, sin preocupación por el otro.

¿Cómo se explica la delincuencia, el querer apoderarme de los bienes de otro con violencia y sin importarme el daño que le causo? ¿Cómo se explica que los lugares públicos están sucios…

El amor no hace mal al prójimo, el amor busca el bien del otro.

«En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados».

La demostración máxima de amor, la novedad del amor es que Cristo murió por nosotros. Antes de Cristo, el mundo no conocía el amor. Si excluimos a Cristo, excluimos el amor.

«Queridos, si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros». ¿De qué manera nos amó? Nos dio a su Hijo para que el mundo se salve por Él.

Dios y el amor van juntos, no se puede tener uno sin el otro: «Dios es Amor y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él».

Así se explica la afirmación absoluta de Jesús:

«Yo soy la vid, ustedes los sarmientos». «Separados de mí, ustedes no pueden hacer nada».

Es Cristo el único que nos puede salvar.

Lo declaraba ya desde el principio Pedro reivindicando, ante las autoridades judías, su derecho a anunciar a Jesús: «No se nos ha dado bajo el cielo otro Nombre por el cual nosotros podamos ser salvados».

Jesucristo es esencial, porque de Él depende nuestra salvación.

Él se quedó con nosotros en la forma más estrecha posible: se hizo nuestro alimento para la vida eterna: «Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida; el que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y Yo en él». Está en Cristo como el sarmiento en la vid. Éste recibe la fuerza para amar.

Privados de este alimento no podemos nada: «El que no come mi carne y no bebe mi sangre no tiene vida». No puede hacer nada, entendiendo que donde falta el amor, no hay nada. «Si yo no tengo amor… nada soy».

Por eso, la Iglesia enseña: «En la sagrada Eucaristía está contenido todo el bien espiritual de la Iglesia, Cristo mismo». Mayor bien no existe.

Para nosotros la Eucaristía es Cristo mismo que se nos da como alimento de vida eterna. Para nosotros es un Bien absolutamente esencial.

Esta es nuestra fe, que la Constitución de nuestro país nos reconoce el derecho de profesar, nuestra Constitución cautela ese derecho.

No puede homologarse la participación de los creyentes en la Eucaristía con su participación en otras actividades no esenciales, actividades deportivas, culturales, restaurantes, etc. La Eucaristía es esencial, porque es Cristo mismo, verdadero Dios y verdadero hombre, y Cristo es esencial: No se nos ha dado otro Nombre por el cual podamos ser salvados.

La participación en el culto, para un creyente, debe compararse con otras actividades esenciales, como es la provisión de alimentos en supermercados y ferias libres o la provisión de la salud corporal en hospitales.

Dada nuestra necesidad de Cristo, ahora más que nunca, porque sólo Él puede salvar el mundo de la pandemia y de todos los males, reivindicamos nuestro derecho a participar en la Eucaristía, sin más limitaciones que las necesarias para resguardar la salud, las mismas que rigen en supermercados, ferias libres y hospitales.

Si suprimimos la participación en la Eucaristía damos un mensaje falso, damos el mensaje de que Cristo no es esencial. Esto es contrario a nuestra fe y a la palabra clara de Jesús: «Separados de mí no pueden nada».

Si dejamos fuera a Cristo, mientras hacemos largas filas para entrar en los supermercados, estaremos dejando fuera al único que puede salvarnos. Estaremos procurando lo que Jesús llama «añadidura» y dejando fuera lo real y esencial: «Todo eso se les dará por añadidura». «Busquen primero el Reino de Dios». El Reino de Dios es Cristo en medio de nosotros.

Así le vamos a cantar en el himno propio de esta fiesta patria, el Te Deum: «A ti, oh Dios, te alabamos,
a Ti como Señor te reconocemos».

«Tú, oh Cristo, eres el Rey de la gloria.
Tú eres el Hijo eterno del Padre».

«Te rogámos que socorras a tus siervos,
que con tu preciosa Sangre redimiste».

«Salva, Señor, a tu pueblo, bendice a tu heredad;
rígelos y engrandécelos para siempre».

Nos vamos a poner también en este día de nuestra patria a la que hemos declarado su Madre y Reina, la Virgen del Carmen. Que ella nos conserve siempre bajos su amparo, como lo ha hecho a lo largo de nuestra historia cada vez que hemos recurrido a su intercesión. Ella es poderosa para obtener de su Hijo divino cuanto pide en favor de sus hijos.


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