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Consagración de Vírgenes
Catedral Metropolitana de la Arquidiócesis de Santiago
3 de mayo de 2003


1ª lectura: Oseas 2, 162 y 21s.
Salmo 44, 11s, 14s, 16s.
2ª lectura: Filipenses 3, 8-14.
Evangelio: Juan 17, 20-26.


Homilía del Cardenal Arzobispo de Santiago, monseñor Francisco Javier Errázuriz O.


1. Como primera lectura hemos escuchado uno de los textos más hermosos de la antigua alianza, una visión de futuro que nos ofrece el profeta Oseas. Es Dios mismo quien revela su plan de amor. Son palabras que Él puso en los labios y el corazón del profeta, para consolar al pueblo escogido que vivía en el cautiverio de Babilonia.

Después de quejarse por la infidelidad del pueblo, que quemaba incienso a los ídolos, olvidando la generosidad y el amor de su Señor, y después de purificarlo, nos revela lo que él ha resuelto, su santo propósito. Marca fuertemente el contraste entre los extravíos de la comunidad de los escogidos y la inconmovible fidelidad de Dios. Anuncia: “Por eso yo la seduciré, la llevaré al desierto y hablaré a su corazón”. Por eso “yo”, que sólo tengo designios de paz y de bien, que una y otra vez tomo la iniciativa para buscar a la humanidad e invitarla a retomar los caminos que la conducen a la felicidad; yo, que quiero alejarla de la tristeza, la infidelidad y la muerte. Por eso yo, que no soy como los hombres, que soy fiel y sólo abrigo sentimientos de amor ... dejaré atrás sus múltiples extravíos, y la llevaré al desierto, al lugar de la conversión y la intimidad, y le susurraré palabras de amor. Ella me responderá como en los días de su juventud.

La revelación continúa. El que ha creado los cielos y la tierra, el Soberano de todo el universo, el que ha formado un pueblo de su propiedad, el que ha sacado a su primogénito con brazo poderoso de las tierras del Faraón, el que ha asumido el trabajo de purificarlo, llevándolo al cautiverio de Babilonia, el que más tarde revelaría su inconmensurable amor en Jesucristo, proclama en esa hora de gracias por boca de Oseas su santa voluntad, lo que ser humano alguno se habría atrevido a soñar: “Yo te desposaré conmigo para siempre; te desposaré conmigo en justicia y en derecho, en amor y en compasión; te desposaré en fidelidad, y tú conocerás a Yahvé”.

2. Éste es el asombroso horizonte espiritual de nuestra celebración. Éste es el misterio de predilección que da vida a la Iglesia, el Pueblo de Dios de la Nueva Alianza. En él, todo lo que ocurre en bien de las personas es iniciativa del Señor. Él lleva al desierto. Él habla al corazón. Suya es la justicia, la compasión y la fidelidad. Él suscita la respuesta definitiva, cuando retorna el amor ilusionado y pleno, como en los días de la juventud. Con razón decía San Juan que nosotros lo amamos, porque él nos amó primero. Con razón describía el profeta Jeremías su propia experiencia con estas palabras: “Me has seducido, Yahvé, y me dejé seducir” (20, 7). Con razón lo alaba el salmo que hemos meditado: “¡Que llega el esposo, salid a recibir a Cristo el Señor!” Es verdad, no somos nosotros los que llegamos a sus puertas por propia iniciativa. La experiencia fundante de la alianza es otra. Es Él quien llega, Cristo, el Esposo y Rey. Con razón invita el Evangelio a las doncellas a salir a su encuentro, porque Dios quiere celebrar una fiesta de bodas. Desde lo más profundo de nuestro ser osamos llamarlo con mucha confianza: “¡Ven, Señor Jesús!”.

3. Es cierto, cuando el Apocalipsis nos habla de estas realidades, lo hace invitándonos a contemplar el cielo. La muchedumbre inmensa canta Aleluya, y proclama que “la salvación, la gloria y el poder son de nuestro Dios”. La visión revelada agrega: “Con alegría y regocijo démosle gloria, porque han llegado las bodas del Cordero, y su Esposa se ha engalanado, y se le ha concedido vestirse de lino de deslumbrante blancura” (Apoc 19, 1, 7s).

La Iglesia en este mundo no goza todavía de todos los frutos de las bodas de Dios con la humanidad, pero sale a su encuentro, al encuentro de su Esposo. Y Dios, en su infinita misericordia, invita a criaturas suyas para que sean, ya ahora, un recuerdo vivo en medio de sus hermanos de esta vocación nuestra, la más profunda, la más hermosa, la que llena nuestro corazón de paz y de alegría: la vocación de pertenecerle enteramente a nuestro Dios y Señor con corazón indiviso, de contemplar su hermosura y su bondad, de acoger toda la sabiduría de su Palabra, de entregarle a Él todo nuestro amor y nuestra fidelidad, de alabar su infinito poder y su generosidad, de ofrecerle sin condiciones nuestra disponibilidad para colaborar con él en la construcción de su Reino y en el servicio a su Iglesia.

La Exhortación apostólica sobre la vida consagrada se expresa así: “El papel de signo escatológico propio de la vida consagrada (...) lo realiza sobre todo la opción por la virginidad, entendida siempre por la tradición como una anticipación del mundo definitivo, que ya desde ahora actúa y transforma al hombre en su totalidad. Las personas que han dedicado su vida a Cristo, viven necesariamente con el deseo de encontrarlo ya en esta vida para estar finalmente y para siempre con Él.” (VC 26) Lo cual es una muestra de la condescendencia de Dios para con nosotros, como lo dice la misma Exhortación, ya que “la vida consagrada se convierte en una de las huellas concretas que la Trinidad deja en la historia, para que los hombres puedan descubrir el atractivo y la nostalgia de la belleza divina”. (VC 20)

4. Y ahora me dirijo a Uds., queridas hermanas en la elección del Señor. Seguramente Uds. son las primeras en sorprenderse por el designio de Dios de escogerlas para abrir este camino de consagración en nuestra Arquidiócesis. Seguramente repasan con profundo asombro la historia de su vocación, colmada de horas luminosas, con amaneceres y algunos crepúsculos, en las cuales Uds. se han sentido irresistiblemente atraídas por el amor de Dios. ¡Qué misterio! se dirán Uds. mismas. Pensarán que a lo largo de su vida conocieron a tantas otras personas que pudieron haber sido llamadas. Y, sin embargo, el Señor ha querido actualizar nuevamente su palabra de predilección. Cuando convocó a los apóstoles, no llamó a los letrados o a los poderosos. Llamó a la gente sencilla que Él quiso. Así también ahora. En efecto, Él quiso dirigir a Uds. esta hermosa vocación, mediante la cual se ha propuesto “hacer visibles las maravillas que realiza en la frágil humanidad de las personas llamadas”. Para que testimonien “estas maravillas más que con palabras, con el lenguaje elocuente de una existencia transfigurada, capaz de sorprender al mundo”, con la misión de responder al asombro de los hombres con el anuncio de los prodigios de gracia que el Señor realiza en quienes Él ama. (ver VC 20)

5. Queridas hermanas, nuestra Iglesia arquidiocesana no encuentra las palabras adecuadas para agradecerle al Señor por la gracia que le ha concedido, llamándolas en esta hora de su historia. En efecto, ¡qué vocación más hermosa, la de proclamar silenciosamente en medio de nuestro mundo, la forma de vida y la fidelidad de María Santísima por los caminos del Evangelio, acogiendo el amor infinito y sorprendente del Padre, dejándose guiar por el Espíritu Santo sin reservas, acompañando siempre a Jesús y colaborando con Él en la construcción de la Familia de Dios, y dedicándose con ilimitada disponibilidad al servicio de sus hijos, sobre todo de los más necesitados! Dios nos regala un nuevo camino para evangelizar el corazón de la gran ciudad.

6. ¡Y qué vocación más necesaria para los tiempos que corren! Mientras muchos se afanan, buscando su propio provecho, Uds. responden con alegría al llamado de dedicarse al provecho de los demás: con especial predilección, de los niños, los jóvenes, los que pasan por noches oscuras, los que buscan la cercanía de Dios, los hogares en dificultad, los encarcelados y los moribundos. Mientras tantos se fatigan en la construcción de la sociedad, alejándose del querer de Dios, Uds. dan testimonio de la indecible alegría que las embarga, por hacer las cosas que son del agrado de nuestro Padre, Dios. Mientras los habitantes de la gran ciudad corren, se cansan y no hallan tiempo para las necesidades del alma, Uds. dan primacía al encuentro con Dios, y desde muy temprano están junto a Él, disfrutando de su sabiduría, rezando con toda la Iglesia, y participando de la celebración de los misterios que nos permiten recorrer con María los caminos dolorosos y gloriosos de Cristo, y recibir el alimento de vida que nos alienta y nos envía. Mientras muchos esperan que otros los sirvan, Uds. se ponen al servicio de los demás, recuperando el valor de la gratuidad, dando gratuitamente lo que han recibido gratis. Así, en medio de los suyos y de su trabajo, Uds. le abren camino a la paz y la felicidad: a Cristo, que es nuestra Paz y nuestra Alegría. ¡Qué vocación más fecunda, para los tiempos que corren! ¡Con cuánta razón se alaba la maternidad espiritual de quienes asumen la vocación de la virginidad consagrada!

7. Queridos hermanos y hermanas en el Señor, estas hermanas nuestras que hoy van a ser consagradas por la Iglesia como vírgenes, han salido del Pueblo santo de Dios. Provienen de sus familias, es decir, de las iglesias domésticas que configuraron sus padres con la gracia de Dios. En efecto, para algunos de ustedes son sus hijas, hermanas o parientes. O bien están unidas a ustedes por la vecindad, por el trabajo, por formar parte de las mismas comunidades cristianas o de valiosos equipos pastorales. Todos vamos a ser testigos de su santo propósito, y de su voluntad de seguir a Cristo, amando a la Iglesia y construyendo el Reino de Dios. Ellas quieren vivir entre nosotros la comunión con el Padre y con Cristo, su Esposo, en la fuerza del Espíritu Santo, conforme a la oración de Jesús que escuchamos en el evangelio. Quieren ser instrumentos de esperanza y de comunión. Como escribe San Pablo a los Filipenses, quieren dejar atrás todo lo que les impida ir al encuentro de su Señor, porque sólo anhelan conocerlo y amarlo. Esperan hacer propios sus sentimientos y ser entre nosotros sal, luz y levadura, como la Sma. Virgen. Como ella quieren ser nuestras hermanas y servir con abnegación, para que muchos crezcan en la fe, gracias a la maternidad espiritual que Dios les regala.

Nuestra presencia en esta hora de gracias nos compromete. Que nuestra oración las acompañe siempre, y que el lugar que ocupen en nuestras comunidades corresponda a la vocación que Dios les ha confiado. Démosle el apoyo de nuestra esperanza y de nuestra solidaridad, para que Dios lleve a buen término lo que en ellas ha iniciado. Amén.