Iglesia.cl - Conferencia Episcopal de Chile

Comentarios del Evangelio Dominical


Domingo 09 de Abril de 2017

Mt 21,1-11; 26,14 – 27,66
La prueba de que Dios nos ama

La Iglesia celebra este domingo el ingreso de Jesús en Jerusalén, donde va a enfrentar su pasión y muerte en la cruz. Adopta, sin embargo, el nombre «Domingo de Ramos», por una circunstancia secundaria, pero popular, que señala el Evangelio de Mateo (siguiendo a Marcos): «La gente, muy numerosa, extendió sus mantos en el camino; otros cortaban ramas de los árboles y las tendían en el camino». Esas ramas no pueden ser sino de olivos, porque son los árboles que hay allí y dan su nombre al lugar de donde parte Jesús: «Llegado Jesús a Betfagé junto al Monte de los Olivos...». Por eso, hoy en la procesión de ingreso al templo los fieles acompañan al sacerdote agitando ramos de olivo. Puede parecer, entonces, extraño que el sacerdote mismo lleve, en cambio, una rama de palmera. Esto responde a lo que especifica el Evangelio de Juan: «Tomaron ramas de palmera y salieron al encuentro de Jesús gritando: "¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor, el Rey de Israel!"» (Jn 12,13). De aquí toma su nombre este domingo en otras partes: «Dominica in Palmis».

Es claro que Jesús quiso entrar en Jerusalén montado en asno con la intención de poner un signo. Y así fue interpretado: «Esto sucedió para que se cumpliese el oráculo del profeta: “Decid a la hija de Sión: He aquí que tu Rey viene a ti, manso y montado en un asna y un pollino, hijo de animal de yugo”». Así lo entienden los presentes que no sólo extienden sus mantos en el camino, sino que lo aclaman: «¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas!».

Y, sin embargo, en el relato de la Pasión, que caracteriza la Liturgia de la Palabra de este domingo, es claro que Jesús va a cumplir una misión en la cual está solo. Es la misión que ya había anunciado el ángel a José, antes del nacimiento de Jesús: «Le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,21). Y no existe otro medio para ese fin que entregando su vida, como lo afirma en la última cena: «Esta es mi sangre... que es derramada por muchos para perdón de los pecados» (Mt 26,28). Ningún ser humano puede colaborar con él en esta misión, porque todos están bajo el dominio del pecado y necesitan ser salvados. Mientras él lucha contra su naturaleza humana –«Padre mío, si esta copa no puede pasar sin que yo la beba, hagase tu voluntad» (Mt 26,42)–, sus discípulos están completamente ajenos, dormidos: «¿No han podido velar una hora conmigo?» (Mt 26,40).

Después de ese momento de lucha –agonía– en ese Monte de los Olivos, Jesús va decididamente a enfrentar su pasión y muerte. En ese mismo relato queda en evidencia la maldad humana. Uno de sus discípulos, Judas, lo traiciona; los sumos sacerdotes lo acusan falsamente y piden su muerte por envidia; Pilato lo entrega a la muerte, sabiendo que es inocente; finalmente, el primero de sus discípulos, Pedro, demuestra la inconsistencia del ser humano, negandolo tres veces –niega siquiera haberlo conocido–, después de haber asegurado: «Aunque tenga que morir contigo, yo no te negaré» (Mt 26,35). Y los demás discípulos no son más fuertes: «Lo mismo dijeron todos los discípulos» (Ibid.). En la cruz Jesús está solo, incluso ¡abandonado de su Padre! Tomó sobre sí el pecado hasta las últimas consecuencias, más que la misma muerte corporal: «¡Elí, Elí! ¿lemá sabactaní?», esto es: “¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado?”» (Mt 27,46). Esa es la reparación que tuvo que ofrecer para obtenernos a nosotros el perdón de los pecados. ¿Cómo se explica todo esto? ¿A quién interesa? Se explica solamente por el amor, que es completamente desinteresado. Lo dice San Pablo: «La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros» (Rom 5,8). Por su parte, Juan escribe: «En esto hemos conocido lo que es el amor: en que él dio su vida por nosotros» (1Jn 3,16).

La muerte de Jesús en la cruz fue ciertamente un espectáculo de amor jamás visto y de un efecto infinito: «Jesús, dando de nuevo un fuerte grito, exhaló el Espíritu» (Mt 27,50). No sabemos el contenido de ese grito; pero debió ser tal que hiciera exclamar al centurión y a los que estaban con él: «Verdaderamente éste era Hijo de Dios». Un crucificado es lo más distinto que se pueda imaginar de un Hijo de Dios. ¿Por qué puede concluir eso el centurión? Porque percibió el amor. Lo único que nos puede hacer hijos de Dios es el amor: «El amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios» (1Jn 4,7).

Con su muerte en la cruz, Jesús nos obtuvo la salvación y la elevación a hijos de Dios. Debemos exclamar: «¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?» (Sal 116,12). No hay ningún modo en que nosotros podamos hacerlo de manera que alcance a Dios. Sólo Jesús puede dar gracias de manera proporcional al don, y lo hace en la Eucaristía (Acción de gracias), que por eso se llama así. Así se explica la respuesta del salmista: «Alzaré la copa de la salvación invocando el nombre del Señor» (Sal 116,13). Nuestra gratitud llega a Dios si la incorporamos a Cristo en la Eucaristía. Quien no participa de la Eucaristía dominical declara tácitamente que no tiene nada que agradecer a Dios. Después de leer el relato de la pasión y muerte de Jesús, tanta ingratitud nos produce inmenso dolor.

Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de los Ángeles