Domingo 30 de Abril de 2017
En el Evangelio del domingo pasado veíamos que Tomás, uno de los Doce, después de la muerte de Jesús en la cruz, se alejó de tal manera del escenario de los hechos, que no pudo ser convocado para reunirse con los demás apóstoles en la tarde de aquel primer día de la semana en que Jesús salió vivo del sepulcro que había recibido a su cuerpo retirado de la cruz. En este Domingo III de Pascua Lucas nos presenta el estado de ánimo de dos discípulos de Jesús, que aunque no son de los Doce -uno de ellos se llama Cleofás- se alejan de Jerusalén desilusionados por el fin que tuvo Jesús.
«Aquel mismo día iban dos de ellos a un pueblo llamado Emaús, que distaba sesenta estadios de Jerusalén, y conversaban entre sí sobre todo lo que había ocurrido». Sabemos que la entrada de Jesús en Jerusalén y con mayor razón su muerte ocurrida pocos días después conmovió a toda la Ciudad santa, hasta el punto de que esos dos discípulos se extrañan de que el desconocido que se acerca a ellos en el camino ignore todo: «¿Eres tú el único residente en Jerusalén que no sabe las cosas que estos días han ocurrido en ella?». Ellos van recordando lo enseñado por Jesús y los milagros obrados por él: «Fue un profeta poderoso en obras y palabras delante de Dios y de todo el pueblo». Pero todo quedaba en nada después de su trágico fin: «Nosotros esperabamos que sería él quien iba a liberar a Israel; pero, con todas estas cosas, llevamos ya tres días desde que esto pasó».
Estaba ocurriendo con Jesús lo que en esos días el fariseo Gamaliel recordaba acerca de otros movimientos religiosos: : «Hace algún tiempo se levantó Teudas, que pretendía ser alguien y que reunió a su alrededor unos cuatrocientos hombres; fue muerto y todos los que lo seguían se dispersaron y todo quedó en nada… Después se levantó Judas el Galileo, que arrastró al pueblo en pos de sí; también éste pereció y todos los que lo habían seguido se dispersaron» (Hech 5,36.37). Jesús el Galileo estaba teniendo la misma suerte que Judas el Galileo, de quien no conservamos recuerdo alguno fuera del nombre y nada sabemos sobre lo que enseñó.
El desconocido les reprocha, no el hecho de que ellos se dispersen vista la cruenta muerte de Jesús en la cruz, sino su incapacidad de entender la Escritura, según lo cual debía ser así: «¡Oh insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que dijeron los profetas! ¿No era necesario que el Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?». Partiendo por Moisés, que se consideraba el autor de todo el Pentateuco (los primeros cinco libros de la Biblia), Jesús debió explicarles que al Cristo se refería Dios cuando, después del pecado original dice a la serpiente: «Él (que es la descendencia de la mujer) te pisoteará la cabeza» (Gen 3,15). Debió explicarles que Isaac, cargando la leña para su propio sacrificio, era imagen de Cristo; que Dios había detenido la mano de Abraham, dispuesto a sacrificar a su hijo, porque no acepta sacrificios humanos, que no logran expiar el pecado del ser humano (cf. Gen 22,1-12), pero había aceptado el de su propio Hijo ofrecido para el perdón de los pecados. Este desconocido debió explicarles que el sacrificio y comida del Cordero Pascual no logra la unión con Dios, pero es figura y anuncio del sacrificio de Cristo, verdadero Cordero Pascual inmolado que quita el pecado del mundo. Debió explicarles que los Cantos del Siervo del Señor del profeta Isaías se referían al Cristo: «Despreciado, marginado, conocedor del dolor…eran nuestras dolencias las que él llevaba y nuestros dolores los que soportaba… Él ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas… El Señor descargó sobre él la culpa de todos nosotros… fue llevado como un cordero al degüello… Justificará mi Siervo a muchos y las culpas de ellos él soportará...» (Is 53,3.4.5.6.7.11).
Esta explicación entusiasmaba a aquellos discípulos. Pero seguían alejandose camino de Emaús. Ya nada habría podido detener y aun revertir la dispersión de ellos y de todos los discípulos excepto un encuentro con Jesús vivo. Y eso es lo que ocurrió. El desconocido aceptó la invitación a quedarse con ellos y cenar con ellos. «Y sucedió que, cuando se puso a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando. Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron, pero él desapareció de su lado». Comprendieron que hay una relación esencial entre el gesto de partir el pan y el encuentro con Jesús resucitado presente en ese pan partido. Entonces el proceso de dispersión se convirtió en un proceso de unificación: «Levantandose inmediatamente volvieron a Jerusalén». El anuncio de que Jesús está vivo no admite dilación. Encontraron reunidos a los Once y a los que estaban con ellos. Todos se habían reunido por el mismo motivo: «¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!». Los dos discípulos, por su parte contaron su experiencia recalcando cómo «lo habían reconocido en la fracción del pan.
La fe cristiana se hace viva y operante solamente en el encuentro personal con Cristo resucitado. Esta experiencia crea la Iglesia. El Evangelio de este domingo nos enseña que ese encuentro se produce en la Eucaristía. En la proclamación de la Palabra es Cristo quien nos explica las Escrituras y en la fracción del pan lo reconocemos, lo confesamos presente y se nos da como alimento de vida eterna. El cristiano debe vivir cada semana la experiencia de los discípulos de Emaús. La continuación del relato es precisamente la presentación de Jesús resucitado a todos los discípulos reunidos: Estaban hablando de estas cosas, cuando él se presentó en medio de ellos y les dijo: “La paz con vosotros”».
Felipe Bacarreza Rodriguez
Obispo de Santa Maria de los Ángeles
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