Iglesia.cl - Conferencia Episcopal de Chile

Comentarios del Evangelio Dominical


Domingo 20 de Agosto de 2017

Mt 15,21-28
Jesús, el pan de los hijos

El evangelista San Lucas nos transmite dos parábolas de Jesús con las cuales nos enseña que la oración perseverante obtiene de Dios todo lo que pide. La primera es la del amigo importuno que a medianoche acude a su vecino, cuando ya está acostado, para pedirle tres panes, porque no tiene qué ofrecer a un amigo que ha llegado a su casa: «Les aseguro, que si no se levanta a darselos por ser su amigo, al menos se levantará por su importunidad, y le dará cuanto necesite» (Lc 11,8). La segunda parábola la expuso Jesús «para inculcarles que era necesario orar siempre sin desfallecer». Se trata de una viuda que va continuamente al juez con la petición de justicia contra su adversario, sin que el juez la atienda, hasta que accede diciendo: «Le voy a hacer justicia para que no venga continuamente a importunarme» (Lc 18,5). En el Evangelio de este Domingo XX del tiempo ordinario tenemos la misma enseñanza, pero esta vez de manera más impactante, porque se trata, no ya de una parábola, sino de un episodio de la vida real.

El evangelista Mateo comienza reportando el único viaje que hizo Jesús fuera de los límites de Israel durante su vida pública: «Saliendo de allí, Jesús se retiró hacia la región de Tiro y de Sidón». El mismo viaje es referido por Marcos: «Partiendo de allí, Jesús se fue a la región de Tiro, y entrando en una casa, quería que nadie lo supiese» (Mc 7,24). Se trata de la región costera al norte de Israel. Ninguno de los evangelistas nos informa sobre los motivos de este insólito viaje. Nos informan, sin embargo, sobre lo que allí ocurrió: «Una mujer cananea, que había salido de aquel territorio, gritaba diciendo: "¡Ten misericordia de mí, Señor, hijo de David! Mi hija está gravemente endemoniada"».

El gentilicio con que Mateo describe a la mujer –«una mujer cananea»– es completamente anacrónico. El relato paralelo de Marcos, que debió servir como fuente a Mateo, decía con más precisión: «La mujer era helénica, sirofenicia de nacimiento» (Mc 7,26). ¿Cuál es la intención de Mateo? Los cananeos eran los habitantes de la tierra prometida que encontraron los israelitas, después de su salida de Egipto y de peregrinar cuarenta años en el desierto. Estamos hablando del siglo XII a.C (según otros, siglo XIV a.C.). Después de una larga guerra de ocupación, los cananeos fueron exterminados, de manera que el autor anónimo del Génesis, relatando la llamada de Abraham dice: «En ese tiempo estaban los cananeos en el país» (Gen 12,6), indicio claro de que, en ese momento (cuando fue escrito el Génesis), ya no estaban. Al hablar de «una mujer cananea», Mateo quiere caracterizarla como lo más distinto posible de un judío. Agrega: «... que había salido de aquel territorio». Se refiere al antiguo territorio de Canaán.

La mujer tiene una información exacta sobre Jesús. Sabe que él se compadece de los que sufren y que tiene poder para expulsar demonios. Pero, sobre todo, sabe que él cumple las promesas hechas a David y, así como David llama al prometido «mi Señor», aunque es su hijo –«Dijo el Señor (Yahweh) a mi Señor» (Sal 110,1)–, ella también lo llama así: «Ten misericordia de mí, Señor, hijo de David». Cada vez que alguien invoca la misericordia de Jesús en esa forma es socorrido. Por eso, la actitud de Jesús en este caso nos sorprende: «Él no le respondió palabra», como si no escuchara. La explicación la da a continuación a sus discípulos, cuando ellos, también desconcertados, intervienen en favor de la mujer. Jesús explicó: «No he sido enviado más que a las ovejas perdidas de la casa de Israel». Es verdad. Él es el Ungido prometido a Israel, el hijo de David, como lo llama la mujer. Es interesante observar que para Jesús todos los miembros del pueblo de Israel son «ovejas perdidas». Todos necesitan la salvación, como declara la conclusión del gran Salmo 119: «Me he extraviado como oveja perdida; ven en busca de tu siervo» (Sal 119,176).

La mujer no se desalienta: «Ella vino a postrarse ante él y le dijo: "¡Señor, socórreme!"». Jesús le explica ahora a ella por qué no lo puede hacer: «No está bien tomar el pan de los hijos y echarselo a los perritos». Sabemos que para los judíos de entonces todos los demás pueblos merecían el apelativo de «perros». Jesús lo suaviza diciendo «perritos», pero mantiene la idea. No está bien darles «el pan de los hijos». La mujer no desfallece: «Sí, Señor, pero también los perritos comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos». Ella, a pesar de las negativas, no deja de confiar tanto en el poder de Jesús como en su infinita bondad. Pero él no puede hacer algo que «no está bien», como él mismo lo define. Existe una sola posibilidad: que la mujer merezca ese pan de los hijos, es decir, que ella acceda a la condición de «hija». Y esto es lo que ocurre, gracias a su fe: «Mujer, grande es tu fe; que te suceda como deseas». La mujer impresionó a Jesús por su fe; demostró tener más fe que los mismos judíos. Se cumplió en ella lo que dice el Evangelio: «A cuantos lo recibieron (a la Palabra de Dios hecha carne) les dio el poder de ser hijos de Dios, a cuantos creen en su Nombre» (Jn 1,12). La fe de la mujer le obtuvo eso.

La finalidad de este Evangelio es, no sólo mostrar la misericordia y el poder de Jesús –que siempre es algo consolador– sino también revelar que, incluso en su vida terrena, él fue el Salvador de todo el mundo, que la Salvación obrada por él traspasa los límites de Israel y alcanza a todo el género humano. Este episodio está ubicado en el centro de un Evangelio que comienza con la adoración al Niño Jesús de los magos venidos de muy lejos –de Oriente– y concluye con la misión universal: «Vayan y hagan discípulos de todos los pueblos». De esta manera el evangelista quiere acentuar la universalidad de Cristo. Todos los seres humanos están llamados a ser hijos de Dios, por la fe en el Hijo de Dios hecho hombre.

Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de los Ángeles