Domingo 17 de Septiembre de 2017
En el Evangelio de este Domingo XXIV del tiempo ordinario Jesús sigue dando instrucciones a sus discípulos para la vida comunitaria en su Iglesia. En el Evangelio del domingo pasado se trataba del modo de proceder ante un hermano que peca contra Dios: «Contra ti, solo contra ti, pequé; cometí lo que es malo a tus ojos» (Sal 51,6), o como confiesa el hijo pródigo: «Padre, he pecado contra el cielo (se entiende contra Dios) y ante ti» (Lc 15,18). En estos casos, nada que el ser humano haga es suficiente para merecerle el perdón de Dios. Ese perdón lo mereció sólo Cristo para todos los seres humanos, derramando su sangre en la cruz: «Este es el cáliz de mi sangre... que será derramada para el perdón de los pecados». El mismo Cristo entregó a su Iglesia el poder de conceder ese perdón del cielo: «En verdad les digo,... lo que ustedes desaten en la tierra, queda desatado en el cielo» (Mt 18,18).
Este domingo se trata de las ofensas que cometemos los seres humanos unos contra otros. Este tipo de ofensas permanece en el nivel humano y en este nivel pueden ser perdonadas. En efecto, la gravedad de la ofensa se mide por la dignidad del ofendido. Por ejemplo, si un niño le dice a su compañero: «Estúpido», no es tan grave y al poco rato se ha olvidado; pero si ese niño le dice: «Estúpido», al profesor, ya no basta ese nivel y tiene que intervenir ofreciendo excusas el padre del niño, que es del mismo nivel que el profesor. Ya hemos dicho que en el pecado contra Dios tuvo que ofrecer reparación Jesús, que es del nivel de Dios.
La enseñanza de Jesús en el Evangelio de este domingo toma pie de una pregunta de Pedro. Pedro no pregunta si debe perdonar al hermano que peca contra él. Eso ya lo sabe Pedro, porque lo ha enseñado Jesús con bastante insistencia, incluso haciendolo parte de la oración propia de sus discípulos: «Padre nuestro... perdonanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores... Porque si ustedes perdonan a los hombres sus ofensas, los perdonará también a ustedes el Padre celestial de ustedes; pero si no perdonan a los hombres, tampoco el Padre de ustedes perdonará sus ofensas» (Mt 6,12.14-15). No sólo prohíbe pedir cualquier reparación, sino que pide ir mucho más allá: «Al que te abofetee en la mejilla derecha ofrecele también la otra; al que quiera pleitear contigo para quitarte la túnica dale también el manto... Amen a sus enemigos y rueguen por sus perseguidores» (Mt 5,39-40.43).
Pedro lo que quiere saber es si el perdón tiene algún límite: «Señor, ¿cuántas veces pecará mi hermano contra mí y yo lo perdonaré? ¿Hasta siete veces?». Formula su pregunta con un matiz de provocación –«siete» es el número de la plenitud–, esperando que Jesús lo considere excesivo. La respuesta de Jesús es su enseñanza para todos los cristianos, no sólo para Pedro: «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete». Y para explicar la razón de esta conducta en sus discípulos les expone una parábola.
Un siervo debía a su señor diez mil talentos. El siervo suplica que se le conceda una prórroga y promete pagar. Todos los que escuchan sabían que esa deuda le era imposible pagarla. Entonces el señor, compadecido, le perdonó toda la deuda. Por su parte ese mismo siervo tenía un colega que le debía cien denarios, una cantidad perfectamente saldable. Pero no quiso darle prórroga y lo arrojó a la cárcel hasta que pagara. El punto de la parábola es la desproporción entre lo que el siervo debe a su señor –diez mil talentos– y lo que le debe a él su colega –cien denarios–. Un denario era lo que ganaba un obrero en un día; lo que su colega le debía era el salario de cien días. Un talento era lo que ganaba un obrero en veinte años, es decir, en 7.300 días. Diez mil talentos equivalen a 73 millones de días de trabajo (La vida de un hombre que vive cien años es de 36.500 días). Esta era la deuda que debía el siervo a su señor; una deuda 730.000 veces más grande que lo que su colega le debía. Lo que Jesús quiere expresar con la parábola es que habría que perdonar el prójimo esa misma cantidad de veces para igualar lo que Dios nos ha perdonado a nosotros. Dentro de la parábola, el señor dice al siervo: «Siervo malvado, yo te perdoné a ti toda aquella deuda porque me lo suplicaste. ¿No debías tú también tener misericordia de tu compañero, del mismo modo que yo tuve misericordia de ti?». La parábola concluye: «Y encolerizado su señor, lo entregó a los verdugos hasta que pagase todo lo que le debía».
Ya respondió Jesús la pregunta de Pedro diciendole que nosotros debemos perdonar siempre a quien nos ofende. Ahora agrega una advertencia, retomando la conclusión de la parábola: «Esto mismo hará con ustedes mi Padre celestial, si no perdonan de corazón cada uno a su hermano». Todos hemos estado en el caso del siervo de la parábola, porque a todos nos ha perdonado Dios, sin distinción, como lo afirma San Pablo: «Dios encerró a todos los hombres en la rebeldía para usar con todos ellos de misericordia» (Rom 11,32). A todos nos dice Dios: «¿No debes tener tú misericordia de tu prójimo como la tuve yo de ti?». En estos días en que celebramos las fiestas patrias, pedimos que no se escuchen nunca más en la escena pública palabras como las del siervo sin misericordia: «Que pague hasta el final... que se seque en la cárcel...» y otras semejantes, que expresan en realidad un deseo de venganza. Que todos, como hermanos, podamos decir con verdad la oración de los hijos de Dios: «Perdonanos nuestras ofensas, como nosotros perdonamos a los que nos ofenden».
Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de los Ángeles
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