Domingo 24 de Septiembre de 2017
El Evangelio de este Domingo XXV del tiempo ordinario nos presenta la parábola de un hombre dueño de casa que, a distintas horas del día, contrató obreros para trabajar en su viña. El evangelista Mateo introduce esta parábola como explicación de una sentencia de Jesús: «Muchos primeros serán últimos y muchos últimos, primeros» (Mt 19,30). Esta misma sentencia, aunque invirtiendo los términos, es la conclusión de la parábola: «Así, los últimos serán primeros y los primeros, últimos» (Mt 20,16). Según la técnica semita de composición, la parábola queda entonces incluida entre dos repeticiones de la enseñanza que, supuestamente, se quiere transmitir.
Sin embargo, esta circunstancia más bien dificulta la comprensión, porque aunque ese punto –primeros y últimos– está en la parábola, es sólo marginal y no es su enseñanza principal. Con esta parábola Jesús quiere revelarnos cómo es Dios en su relación con el ser humano. Es una enseñanza nueva, esencial de la fe cristiana, por la cual se distingue y se distancia de la comprensión judía. No hay palabras mejores para explicar la enseñanza de la parábola que las de San Pablo, que nos dan la garantía de ser Palabra de Dios: «Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos a causa de nuestros pecados, nos vivificó juntamente con Cristo –por gracia ustedes han sido salvados– y con él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús, a fin de mostrar en los siglos venideros la sobreabundante riqueza de su gracia, por su bondad para con nosotros en Cristo Jesús. Pues ustedes han sido salvados por gracia mediante la fe; y esto no viene de ustedes, sino que es un don de Dios; tampoco viene de las obras, para que nadie se gloríe» (Efesios 2,4-9).
En nuestra relación con Dios todo es don gratuito de su bondad; nosotros no podemos exhibir ante Dios ningún mérito nuestro, ninguna obra buena nuestra, que no sea ella misma un don de Dios. Nadie puede gloriarse ante Dios; nadie puede reivindicar derechos ante Dios; sólo nos corresponde agradecer, como nos recuerda constantemente el Prefacio de la Misa: «En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar, Señor Padre santo, Dios Todopoderoso y eterno». Pensamos que al menos los grandes santos canonizados podrían merecer algo ante Dios. Sí, pero precisamente sobre ellos, dirigiendonos a Dios, decimos en el Prefacio de la Misa que celebramos en su memoria: «Cuando coronas sus méritos, coronas tu propia obra».
¿Cómo enseña esto la parábola de Jesús? Un propietario salió a primera hora de la mañana (6 AM) a contratar obreros para trabajar en su viña. Se trata de una jornada de trabajo que se extiende hasta la hora duodécima (6 PM). Ellos negociaron con el señor e hicieron un contrato: les deberá pagar un denario por el trabajo del día. En virtud de ese contrato adquirieron un derecho que podrán hacer valer; no se les puede pagar menos que un denario al día. Ellos establecen con el señor una relación comercial. Pero el señor salió después a la plaza de la ciudad, sucesivamente, a la hora tercia, a la hora sexta, a la hora nona y ¡a la hora undécima!, cuando faltaba sólo una hora para que terminara la jornada, y habiendo encontrado cada vez a otros que estaban cesantes los mandó a trabajar a su viña, diciendoles: «Vayan también ustedes a mi viña y yo les daré lo que sea justo». Con éstos no se firma un contrato, ellos ponen ninguna condición. La relación que ellos establecen con el señor es de confianza; ellos confían en que el señor es justo y, como no merecían nada, porque nadie los contrataba, se contentan con lo que el señor les querrá dar.
Terminada la jornada, el señor ordenó que se pagara a los obreros, comenzando por estos últimos, que habían trabajado una hora, hasta los primeros, que habían trabajado todo el día. Sólo aquí entra el tema de los primeros y los últimos. A los que habían trabajado una hora se les pagó un denario, ¡el salario de todo un día! Podemos imaginar que, ante su perplejidad, se les aclaró que se trataba de un regalo del señor para ellos; lo mismo recibieron los que habían trabajado tres horas y los que habían trabajado seis horas, etc. Cuando llegó el turno de los primeros, los que se habían contratado por un denario al día, ellos recibieron lo que habían exigido, lo que según ellos merecían por su trabajo: un denario. Ellos quisieron tener una relación comercial, y la tuvieron. Cuando protestan porque a ellos los hayan igualado con los que sólo habían trabajado una hora, el señor responde a uno de ellos: «Amigo, no te hago ninguna injusticia. ¿No te ajustaste conmigo en un denario? Pues toma lo tuyo y vete. Por mi parte, quiero dar a este último lo mismo que a ti. ¿Es que no puedo hacer con lo mío lo que quiero? ¿O va a ser tu ojo malo porque yo soy bueno?». El «ojo malo» es una expresión semita para indicar la envidia, esa pasión humana oscura que nos amarga al considerar el bien de otro. Es contraria a la caridad, porque «la caridad no es envidiosa» (1Cor 13,4).
«Yo soy bueno», dice el señor. Sabemos que para Jesús, «nadie es bueno, sino sólo Dios» (Mc 10,18; Mt 19,17); lo ha dicho poco antes. Los obreros que confiaron en la bondad del señor entenderán lo que repite el Salmo 136 y otros Salmos: «Den gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia». La parábola trata de hacer comprender, como lo decía San Pablo, «la sobreabundante riqueza de la gracia de Dios, por su bondad para con nosotros en Cristo Jesús». Para experimentar esa bondad es necesario que nosotros tengamos con Dios una relación de amor filial, de total abandono y de absoluta entrega a su voluntad.
Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de los Ángeles
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