Iglesia.cl - Conferencia Episcopal de Chile

Comentarios del Evangelio Dominical


Domingo 10 de Diciembre de 2017

Mc 1,1-8
Él los bautizará con Espíritu Santo

El Evangelio de este II Domingo de Adviento nos remite a la primera venida de Jesucristo, más precisamente, a su aparición pública, precedida por Juan el Bautista. Todos los testigos saben que, después de treinta años de vida oculta en Nazaret, cuando llegó la hora de comenzar su ministerio público, Jesús acudió al bautismo de Juan y de entre los discípulos de Juan llamó a sus primeros seguidores. San Pedro, que era uno de ellos, cuando resume el ministerio de Jesús ante el centurión Cornelio y su casa, indica la sucesión con el bautismo de Juan: «Ustedes saben lo sucedido en toda Judea, comenzando por Galilea, después que Juan predicó el bautismo; cómo Dios ungió a Jesús de Nazaret con el Espíritu Santo y con poder, y cómo él pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el Diablo, porque Dios estaba con él» (Hech 10,37-38). En los Domingos II y III de Adviento la liturgia nos invita a ponernos en la situación de los discípulos de Juan que esperaban la aparición pública de Jesús. En el IV Domingo de Adviento, que precede a la Navidad, el personaje esencial es su Madre, la Virgen María.

Antes de la presentación del Precursor, Marcos da un título a su escrito: «Comienzo del Evangelio de Jesús, el Cristo, Hijo de Dios». Se discute si este «comienzo» se refiere sólo al capítulo sobre Juan Bautista o si el evangelista llama a toda su obra «comienzo del Evangelio». En este caso el Evangelio propiamente tal sería lo que viene después, a saber, el anuncio de Jesús resucitado y vivo como fuerza de salvación en el mundo. De hecho, Marcos concluye su obra antes de narrar las apariciones de Jesús resucitado a sus discípulos, dejandola abierta al futuro: «Ellas (las mujeres que fueron al sepulcro de Jesús) salieron huyendo del sepulcro, pues un gran temblor y espanto se había apoderado de ellas, y no dijeron nada a nadie porque tenían miedo...» (Mc 16,8). Otra mano sintió pronto la necesidad de completar y agregó el último capítulo (Mc 16,9-20), narrando esas apariciones y, sobre todo, agregando el mandato universal de Jesús resucitado: «Vayan a todo el mundo y proclamen el Evangelio a toda la creación» (Mc 16,15). El Evangelio es anuncio de que Jesús ha vencido a la muerte y comunicación de su vida divina a los que creen. Es anuncio y realización; es «fuerza de Dios para salvación de todo el que cree» (Rom 1,16), como lo define San Pablo.

«Evangelio de Jesús, el Cristo, Hijo de Dios». El Evangelio es el anuncio que tiene a Jesús como sujeto ­lo anunciado por él­; pero, sobre todo, después de su resurrección y de la efusión del Espíritu Santo, es el anuncio que tiene a Jesús como objeto, lo anuncia a él. Y lo anuncia como «Cristo e Hijo de Dios». Antes del juicio ante el sanhedrín ­el tribunal judío­, nadie confiesa a Jesús como Cristo, excepto Pedro, que recibe la orden de no decirlo a nadie; y nadie lo confiesa como Hijo de Dios, excepto los espíritus inmundos, que saben que él viene a destruirlos. Pero ante el sanhedrín, a la pregunta del Sumo Sacerdote: «¿Eres tú el Cristo, el Hijo del Bendito?», Jesús respondió: «Yo soy» (Mc 14,61-62). En ese instante solemne Jesús declara que él es el Cristo, el Hijo de Dios.

Inmediatamente después del título de su obra, Marcos presenta a Juan como el que estaba anunciado por los profetas: «Como está escrito en el profeta Isaías..., apareció Juan bautizando en el desierto y proclamando un bautismo de conversión para perdón de los pecados». Bautismo significa «baño de agua». Puede parecer extraño este rito en el desierto. Por eso, el evangelista aclara: «Eran bautizados por él en el río Jordán, confesando sus pecados». La fama de Juan era grande: «Acudía a él gente de toda la región de Judea y todos los de Jerusalén». El mismo Jesús se vale de su inmenso prestigio, cuando pregunta a los sumos sacerdotes, escribas y ancianos: «El bautismo de Juan, ¿era del cielo o de los hombres?». Ellos, a pesar de que no creyeron en Juan, no se atreven a responder que su bautismo era de los hombres, porque «tenían miedo a la gente; pues todos sostenían que Juan era realmente un profeta» (Mc 11,30.32).

Las profecías hablaban de un mensajero, enviado delante del Señor a prepararle el camino. Es lo que hacía Juan llamando a la conversión, sellada con la confesión de los pecados y con ese baño con agua, definido como un «bautismo». Pero él se valía de su poder para anunciar a otro, al esperado: «Detrás de mí viene el que es más fuerte que yo; yo no soy digno de desatarle, inclinándome, la correa de sus sandalias. Yo los he bautizado con agua, pero él los bautizará con Espíritu Santo». Aun no estaba revelado el Espíritu Santo como una Persona divina; pero todos sabían que el Espíritu de Dios ­el Soplo de Dios­ era la fuerza de Dios que había hecho del hombre un ser vivo e inmortal; que era el medio por el Dios crea el mundo y da vida a todo viviente: «Les retiras su espíritu, y expiran y vuelven al polvo; envías tu Espíritu y son creados, y renuevas la faz de la tierra» (Sal 104,29-30). Juan define al que ha de venir como aquel que bautiza con ese Espíritu. Por eso, no hay comparación. Él no es digno ni siquiera de prestarle el servicio de un esclavo, como era desatar las sandalias de sus pies. A ese mismo nosotros lo conocemos y hemos recibido su Bautismo en el Espíritu. El tiempo del Adviento nos invita a vivir movidos por ese Espíritu.

Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de los Ángeles