Iglesia.cl - Conferencia Episcopal de Chile

Comentarios del Evangelio Dominical


Domingo 07 de Enero de 2018

Mt 2,1-12
Yo soy la luz del mundo

La Navidad pone ante nuestros ojos el gran misterio del nacimiento del Hijo de Dios hecho hombre. Este evento es el más importante de la historia humana. Por eso, se impuso como el centro de la historia, como el hecho que ordena todos los demás eventos en antes o después. Cada vez que se indica una fecha, está implícita una referencia el nacimiento de Jesucristo. Si hoy, al firmar un cheque o cualquier otro documento, ponemos la fecha 7 de enero de 2018, esta última cifra indica que han transcurrido esos años desde el nacimiento de Cristo. Este domingo celebra la Iglesia la fiesta de la Epifanía del Señor, que es su primera manifestación a los pueblos lejanos, representados por los magos venidos de Oriente. Ellos nos representan también a nosotros.

¿Quién fue el personaje tan poderoso que decidió ubicar el centro de la historia en el nacimiento de Cristo y logró poner de acuerdo a toda la humanidad? Lo decidió la importancia misma de ese hecho. Quien tuvo esa intuición fue un monje de nombre Dionisio el Exiguo, que murió en Roma en el año 544 d.C. Él tuvo la idea de contar los años transcurridos a partir del nacimiento de Cristo, ubicado para este cómputo en el año cero. Anteriormente, los acontecimientos se ordenaban según los años del emperador romano, como lo vemos en el mismo Evangelio: «En el año quince del imperio de Tiberio César... fue dirigida la palabra de Dios a Juan, hijo de Zacarías, en el desierto» (Lc 3,1.2). Jesús mismo habría nacido en el año 15 del emperador Augusto. En una época en que las comunicaciones eran lentas y difíciles y era imposible poner en línea a todo el mundo, la decisión del pequeño monje se impuso porque era verdadera. Nada más importante que el nacimiento de Cristo ha ocurrido en la historia.

En su momento, nadie tuvo conocimiento de ese misterio, excepto pocos personajes, que recibieron una revelación particular. Es el caso del anciano Simeón, que había recibido del Espíritu Santo la certeza de que no moriría sin haber visto la salvación de Dios (cf. Lc 2,25-32). Pero ni él mismo sabía qué forma tendría esa salvación, hasta que, impulsado por el Espíritu Santo, se dirigió al templo y coincidió allí con José y María que venían a consagrar el Niño Jesús al Señor, después de cuarenta días de su nacimiento, como prescribía la Ley de Moisés para los hijos primogénitos. Entonces, vio en ese Niño la salvación esperada y dijo: «Ahora, Señor, según tu palabra, puedes dejar a tu siervo irse en paz, porque mis ojos han visto tu salvación» (Lc 2,29-30). Y llama a ese Niño «luz para iluminar a las naciones». Es también el caso de la anciana Ana, que es definida como una «profetisa», porque al ver al Niño comenzó a alabar a Dios y a hablar sobre ese Niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén (cf. Lc 2,36-38).

Estos dos personajes –Simeón y Ana– están dentro del pueblo de Israel y esperaban la salvación anunciada por los profetas. Pero hemos visto que el anciano Simeón define a ese Niño como una salvación que supera los límites de Israel: «Luz para iluminar a las naciones». Esta es la luz que recibieron esos magos que llegaron entonces a Jerusalén, provenientes del Oriente, preguntando: «¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Pues hemos visto su estrella en el Oriente y hemos venido a adorarlo». Para llegar al punto preciso en que estaba el rey nacido no bastó la indicación de la estrella y debieron recibir también la luz de las profecías: «En Belén de Judea, porque así está escrito por medio del profeta: “Y tú, Belén, tierra de Judá, no eres, de ninguna manera, la menor entre los principales clanes de Judá; porque de ti surgirá un caudillo que apacentará a mi pueblo Israel”».

La identidad del niño, que se les había manifestado por medio de la estrella y que esos magos esperaban encontrar, quedó expresada en los regalos que le trajeron. Ya han dicho que buscan a un rey y en consecuencia traen oro, que es regalo real; pero traen también incienso que se quema sólo a Dios; y también mirra, que es ungüento para embalsamar a los difuntos. Tres rasgos en cierto sentido contradictorios: un rey de condición divina y mortal. Sólo Jesucristo ha reunido en su Persona esos rasgos. Por eso, lo reconocen en ese Niño, cuando llegan donde él: «Vieron al Niño con María su madre y, postrandose, lo adoraron; abrieron luego sus cofres y le ofrecieron dones de oro, incienso y mirra».

Fue un destello de su luz. Esto es lo que significa la palabra griega «epifanía». En efecto, ese Niño iba a permanecer oculto hasta su edad adulta, cuando comenzó su ministerio público y su misión de dar a conocer al mundo su Persona, que reúne en sí la naturaleza divina y la naturaleza humana. Es inmortal en cuanto Dios; pero debía ser hombre mortal para poder ofrecerse en sacrificio por la salvación del mundo. La epifanía es un admirable anticipo de quien, sobre sí mismo, declara: «Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no camina en tinieblas» (Jn 8,12). Esta definición no corresponde sino a Dios mismo: «Dios es Luz; en Él no hay tiniebla alguna» (1Jn 1,5).

Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de los Ángeles