Iglesia.cl - Conferencia Episcopal de Chile

Comentarios del Evangelio Dominical


Domingo 21 de Enero de 2018

Mc 1,14-20
Llamó a los que quiso para que estuvieran siempre con él

En este Domingo III del tiempo ordinario comenzamos la lectura del Evangelio de Marcos, que seguiremos leyendo continuadamente este año en que se proclaman las lecturas del ciclo B. Los ciclos de lecturas son tres: A, B y C. Es muy fácil saber qué ciclo se lee cada año: Ciclo A en los años múltiplos de tres + 1; ciclo B en los años múltiplos de tres + 2; ciclo C en los años múltiplos de tres.

«Después que Juan fue entregado, vino Jesús a Galilea proclamando el Evangelio de Dios». El Evangelio de Marcos ya nos ha presentado a Juan y su misión de preparar el camino del Señor, caracterizada por un bautismo de penitencia en el río Jordán; nos ha narrado el bautismo del mismo Jesús, que vino donde Juan y, luego, su ayuno y las tentaciones que sufrió durante cuarenta días en el desierto. El lector no sabe, sin embargo, que Juan haya «sido entregado» y tampoco el motivo. Lo sabrá más adelante (cf. Mc 6,17-29).

Hasta aquí Marcos ha usado dos veces el término «evangelio». Lo hace en el título de su obra –«Principio del Evangelio de Jesús Cristo Hijo de Dios» (Mc 1,1)– y en la expresión que hemos citado más arriba: «Jesús proclamaba el Evangelio de Dios». El evangelio es un «buen anuncio», que tiene un sujeto –el que anuncia– y un objeto –el que es anunciado–. Hemos usado la traducción «anuncio», porque es la que mejor corresponde al original griego. Un «nuncio» es un enviado a entregar un mensaje, que toma el nombre de «anuncio». En el caso de Evangelio, el «nuncio» es Jesús –«proclamaba del Evangelio»– y el «anuncio», el mensaje, es Jesús Cristo Hijo de Dios. Dado que él es el anunciado y él es Dios hecho hombre, se puede decir también: «Evangelio de Dios». Según Jesús, que es su sujeto y su objeto, el Evangelio es un anuncio que requiere de la fe: «Conviertanse y crean en el Evangelio». La única realidad que requiere de la fe, entendida como obsequio total de la inteligencia y la voluntad, es Dios: «La fe es ante todo una adhesión personal del hombre a Dios» (Catecismo N. 150).

El Evangelio de este domingo tiene una segunda parte en que se nos narra el llamado de los primeros cuatro discípulos de Jesús: los hermanos Simón y Andrés y los hermanos Santiago y Juan. Los cuatro eran pescadores y estaban ocupados en las faenas de la pesca. «Bordeando el mar de Galilea, vio a Simón y Andrés, el hermano de Simón, largando las redes en el mar, pues eran pescadores. Jesús les dijo: “Vengan conmigo”. Al instante, dejando las redes, lo siguieron». Lo mismo ocurre un poco más adelante con Santiago y Juan: «Los llamó. Y ellos, dejando a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros, se fueron tras él».

Al lector que medita atentamente el Evangelio dos cosas pueden parecer extrañas: que estos cuatro pescadores dejen todo para seguir a un desconocido que ven por primera vez y que se repita lo mismo que leíamos en el Evangelio de Juan el domingo pasado, al menos, respecto a Andrés y su hermano Simón y también respecto de otro discípulo anónimo, que la tradición ha identificado con el apóstol Juan, hermano de Santiago. En realidad, ellos no siguen a un desconocido, sino a quien ya consideran que es «el Mesías, que traducido se dice Cristo» (Jn 1,41). Además, hasta ahora, aunque han encontrado a Jesús, todavía no han sido llamados por él a seguirlo.

Es necesario fijarse que ambos episodios ocurren en tiempos diversos. El primer encuentro de esos hombres con Jesús ocurrió como consecuencia del testimonio de Juan que dijo indicando a Jesús: «He ahí el Cordero de Dios» (Jn 1,36-37). Juan no había sido entregado aún. En esa ocasión, el seguimiento fue por iniciativa de ellos, tanto que Jesús se vuelve y les pregunta: «¿Qué buscan?» (Jn 1,38). Y no fue para siempre, sino sólo aquel día: «Permanecieron junto a él aquel día» (Jn 1,39). En cambio, Marcos nos relata la llamada de ellos por parte de Jesús, que ocurrió tiempo después: «Después que Juan fue entregado». Ahora, la iniciativa la tiene Jesús –«los llamó»– y el seguimiento responde a una elección de Jesús y es para siempre: «Dejandolo todo lo siguieron». No siguen a un desconocido, sino a uno que es definido por Andrés ante su hermano Simón como el Cristo: «”Hemos encontrado al Cristo”. Y lo llevó a Jesús» (Jn 1,41.42). Lo mismo se puede decir del otro par de hermanos, si se considera que aquel «otro discípulo» es Juan, hermano de Santiago.

Esos cuatro primeros discípulos, aunque ya creían que Jesús era el prometido por Dios por medio de los profetas, no podían seguirlo por su propia iniciativa, antes de ser llamados. La llamada de Cristo es una elección suya de predilección: «No me han elegido ustedes a mí; soy yo quien los ha elegido a ustedes» (Jn 15,16). Y esta llamada no es por un día, ni por una semana o un mes de voluntariado; es para siempre: «Llamó a los que quiso... para que estuvieran siempre con él y para enviarlos a predicar» (Mc 3,13.14).

En nuestro contexto actual, en que son tan pocos los que responden al llamado de Cristo, detengamonos a considerar la trascendencia del acto de esos primeros cuatro, sobre todo, de Pedro. ¿Cómo habría sido la historia, si Pedro hubiera rechazado el llamado y hubiera preferido permanecer «pescador de peces» con su barca y sus redes? Habría sido un desconocido y no estaríamos hablando de él ahora (más bien, escribiendo); el plan de salvación habría sufrido un traspié, que Dios habría tenido que resolver de otra manera. ¡Cuánto tenemos que agradecer la generosidad de Pedro, sobre quien todos estamos fundados: «Sobre esta Piedra edificaré mi Iglesia» (Mt 16,18)! Y ¡cuánto es de lamentar los casos que han rechazado la llamada de Dios! Por amor a las cosas de este mundo han dejado de ser tal vez grandes santos y predicadores del Evangelio de Dios.

Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de los Ángeles