Iglesia.cl - Conferencia Episcopal de Chile

Comentarios del Evangelio Dominical


Domingo 11 de Febrero de 2018

Mc 1,40-45
Quiero, queda limpio

Como hemos visto en los domingos anteriores, ya en el primer capítulo de su Evangelio, Marcos nos presenta diversas facetas del ministerio de Jesús. Lo presenta llamando a sus primeros cuatro discípulos; luego, enseñando en la sinagoga de Cafarnaúm, dejando a todos admirados por la autoridad de su palabra; lo presenta liberando a un endemoniado de la posesión de un espíritu inmundo; luego, curando a la suegra de Pedro de la fiebre que la tenía postrada. El evangelista resume su actividad diciendo: «Le trajeron todos los enfermos y endemoniados... Jesús curó a muchos que se encontraban mal de diversas enfermedades y expulsó muchos demonios» (Mc 1,32.34). Para completar ese cuadro le faltaba al evangelista presentar a Jesús ante un tipo de mal que la Escritura no cataloga como enfermedad ni tampoco como posesión demoníaca, pero que afectaba profundamente la vida de los hombres: la lepra. Es lo que trata en los últimos seis versículos de ese primer capítulo, que leemos en este Domingo VI del tiempo ordinario.

«Viene hacia él un leproso suplicandole y diciendole, de rodillas: “Si quieres, puedes limpiarme”». Un leproso –como decíamos– no era considerado un enfermo ni un endemoniado. Comparte, sin embargo, algo de ambos. Comparte con el enfermo el hecho de sufrir el deterioro de su cuerpo; comparte con el endemoniado el hecho de estar afectado de impureza y de sufrir, por tanto, el extrañamiento respecto de Dios. Un enfermo no se consideraba impuro y podía, por tanto, participar en el culto y, de esta manera, tener relación con Dios. Un leproso, en cambio, era considerado impuro; no podía participar en el culto y debía estar segregado, para no comunicar su impureza a otros, como mandaba la ley: «El sacerdote examinará la llaga... Si se trata de un leproso, es impuro. El sacerdote lo declarará impuro... El afectado por la lepra... irá gritando: “¡Impuro, impuro!”. Todo el tiempo que dure la llaga, quedará impuro. Es impuro y habitará solo; fuera del campamento tendrá su morada» (Lev 13,43.44-46).

Un leproso tiene en común con un endemoniado –poseído por un espíritu inmundo– el extrañamiento respecto de Dios, por causa de la impureza. Pero hay una gran diferencia. En efecto, el hombre poseído por un espíritu inmundo no puede acercarse al Dios santo, porque el espíritu que lo posee y que domina su voluntad se lo impide. Es lo que ocurrió en la sinagoga de Cafarnaúm cuando un endemoniado, movido por el espíritu inmundo que lo poseía, se puso a gritar en la cercanía de Jesús: «¿Qué tenemos en común nosotros contigo, Jesús de Nazaret?... Sé quién eres tú: el Santo de Dios» (Mc 1,24). El leproso, en cambio, tiene libre su voluntad para anhelar la cercanía de Dios y también para participar en la vida comunitaria; pero se lo impide una circunstancia ajena a su voluntad. Por eso, vemos que el leproso, aunque lo hace infringiendo la ley, se acerca a Jesús, y se pone al alcance de su mano.

El evangelista dice que el leproso, ante Jesús, «le suplicaba y le decía de rodillas...». En realidad, el hombre no le pide nada; hace una afirmación que expresa plena confianza en el poder de Jesús: «Si quieres, puedes purificarme». En todo caso, no habla de curación, como habría hecho un enfermo; habla de purificación. Esto es lo nuevo, porque ya hemos visto que Jesús tiene poder para sanar enfermos y para expulsar demonios. El leproso expresa su convicción de que ese poder se extiende también a la purificación de la lepra.

«Jesús extendió su mano, lo tocó y le dijo: “Quiero; queda limpio”». Según la ley de Moisés, quien tocaba a un leproso, contraía la impureza y debía someterse a un proceso complicado de purificación. Por eso, los leprosos debían vivir segregados y no podían acercarse a la gente. La frase: «Lo tocó», subrayada por el evangelista, debió impactar fuertemente a los lectores. El evangelista quiere enseñar que el poder de Jesús es tal, que él no sólo no contrae la impureza tocando al leproso, sino que le comunica su santidad haciendolo puro: «Al instante, le desapareció la lepra y quedó puro».

Dado que en el caso de lepra era el sacerdote quien la declaraba, debía ser también el sacerdote quien declarara la purificación del afectado y el fin de su extrañamiento. Por eso, Jesús manda al hombre ya purificado: «Muestrate al sacerdote y haz por tu purificación la ofrenda que prescribió Moisés para que les sirva de testimonio».

La conclusión del relato es un testimonio de la extraordinaria paciencia de Jesús. Él había mandado al leproso ya purificado: «Mira, no digas nada a nadie». Pero el mismo hombre, que ya había infringido la ley y se había encontrado con la misericordia de Jesús, ahora infringe el mandato de Jesús: «Se puso a pregonar con entusiasmo y a divulgar la noticia». Jesús comprende que lo hace por malentendido celo, creyendo hacerlo mejor. Pero no dejó de complicarlo y ponerle una dificultad: «Jesús ya no podía presentarse en público en ninguna ciudad, sino que se quedaba a las afueras, en lugares solitarios».

El evangelista nos ha mostrado a Jesús liberando a los endemoniados, curando las enfermedades, purificando los leprosos. Pero queda aun por presentarlo ante el mal extremo, que es la causa de todos los demás: el pecado. Es lo que nos presenta el evangelista a continuación (cf. Mc 2,1-12) y que habríamos visto el domingo próximo, si no fuera ya el Domingo I de Cuaresma, cuyo Evangelio trata del ayuno de cuarenta días de Jesús y de las tentaciones a las que fue sometido.

Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de los Ángeles