Iglesia.cl - Conferencia Episcopal de Chile

Comentarios del Evangelio Dominical


Domingo 25 de Marzo de 2018

Mc 11,1-11
Hosanna en las alturas

La Iglesia celebra hoy en todo el mundo el Domingo de Ramos, que conmemora la entrada de Jesús en Jerusalén aclamado por la multitud. El nombre de este domingo –en latín, «Dominica in Palmis»– procede de un detalle que nos conserva el Evangelio de Juan: «Al enterarse la numerosa muchedumbre... de que Jesús se dirigía a Jerusalén, tomaron ramas de palmera y salieron a su encuentro gritando: “¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor, el Rey de Israel!”» (Jn 12,12-13). Los ramos de olivo, que los fieles agitan hoy provienen del hecho que Jesús entra en la ciudad santa procedente del monte de los Olivos y eran ramas de estos árboles los que la gente tenía más a mano: «Extendían a su paso ramas cortadas de los campos».

La parte más importante del episodio consiste ciertamente en la aclamación de la multitud al paso de Jesús: «¡Bendito el Reino que viene, de nuestro padre David!». Por eso, al lector de hoy le extraña la importancia que adquiere la búsqueda de un asno para que Jesús entre montado en él, hasta el punto de que Jesús manda decir a sus dueños que es una necesidad: «El Señor lo necesita». Si el Evangelio de Marcos no nos explica por qué lo necesita Jesús, es porque lo da por sabido. Los evangelistas Mateo y Juan intentan explicarlo recurriendo a una antigua profecía: «Esto sucedió para que se cumpliese el oráculo del profeta: “Digan a la hija de Sión: He aquí que tu Rey viene a ti, manso y montado en un asna y un pollino, hijo de animal de yugo”» (Mt 21,4-5). Mateo ve en ese gesto, una explicación de la mansedumbre de Jesús: corresponde al Rey prometido a Israel, que es muy distinto a todos los demás reyes.

¿Qué es lo que da por sabido Marcos? Marcos escribe para lectores que conocen bien la historia de Israel, tal como se relata en los libros históricos de la Biblia: Josué, Jueces, 1 y 2 Samuel, 1 y 2 Reyes. Da por conocido el episodio de la sucesión del rey David, es decir, del rey a quien Dios prometió: «Cuando tus días se hayan cumplido y te acuestes con tus padres, afirmaré después de ti la descendencia que saldrá de tus entrañas, y consolidaré el trono de su realeza... Yo seré para él padre y él será para mí hijo... no apartaré de él mi amor... Tu casa y tu reino permanecerán para siempre ante mí; tu trono estará firme, eternamente» (2Sam 7,12.14.15.16). Es claro que en su entrada a Jerusalén Jesús es aclamado como ese descendiente de David que ha sido prometido y cuyo reino no tendrá fin: «¡Bendito el Reino que viene, de nuestro padre David!».
Los lectores de este relato deben recordar entonces lo que ocurrió en la sucesión de David: «Cuando tus días se hayan cumplido...». Cuando David ya era anciano, habiendo muerto sus dos hijos mayores Amnón y Absalón, intentó hacerse con el trono su hijo siguiente Adonías. Pero el rey había prometido que su sucesor sería Salomón. Entonces dispuso todo para que, a pesar de que ya estaban proclamando rey a Adonías, el pueblo conociera la decisión del rey: «Hagan montar a mi hijo Salomón sobre mi propia mula y bajenlo a Guijón. El sacerdote Sadoq y el profeta Natán lo ungirán allí como rey de Israel, tocarán el cuerno y gritarán: "Viva el rey Salomón”. Subirán luego detrás de él, y él vendrá a sentarse sobre mi trono y él reinará en mi lugar» (1Re 1,33-35). Se hizo como el rey David mandó y así entró Salomón a la ciudad montado en una mula: «Subió después todo el pueblo detrás de él; la gente tocaba las flautas y manifestaba tan gran alegría que la tierra se hendía con sus voces» (1Re 1,40). Esto es lo que quiere evocar Marcos en su relato y por eso se considera que es necesario que Jesús entre en Jerusalén montado en esa cabalgadura. Tenía que ser un asno que nadie había montado aún.

Debemos considerar, además, que Jesús ciertamente entró en la ciudad por la Puerta Dorada, que es la que enfrenta el Monte de los Olivos. Esa puerta permanece hoy clausurada porque los judíos afirman que a través de ella sólo puede entrar el Mesías en su venida (usamos la palabra hebrea para decir «Ungido»), que ellos aún esperan.

La gente aclamaba a Jesús gritando: «¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Bendito el reino que viene, de nuestro padre David! ¡Hosanna en las alturas!». Son las mismas expresiones que nosotros usamos en la liturgia eucarística para aclamar a Jesús que se va a hacer presente en el altar en medio de su pueblo. ¿Qué significa la palabra «Hosanna», que el evangelista usa sin traducir? Esta expresión la transmiten igual los demás evangelista, excepto Lucas que, dado que escribe para un público gentil, la traduce: «Bendito el Rey que viene en nombre del Señor! Paz en el cielo y gloria en las alturas» (Lc 19,38). La traducción, sin embargo, no es literal. La palabra «Hosanna» (en hebreo suena: «Hoshia-na»), es una forma imperativa del verbo hebreo «jasha», que significa «salvar». Este verbo está en el nombre de Jesús: «Jehoshua, Jahve salva». A esa forma imperativa se agrega la partícula exhortativa: «na». La traducción de «Hosanna» es, por tanto: «¡Salva, pues!». Y se dirige a Dios. Dado que el nombre de Dios es inefable, se dice: «Hosanna en las alturas». Por eso es un error, queriendolo hacer mejor, decir: «Hosanna en el cielo y hosanna en la tierra». Ningún judío habría lanzado ese grito a la tierra, esperando la salvación de algún líder humano por muy poderoso que sea. Nosotros lanzamos ese grito «a las alturas», a Dios, y sabemos que se realiza en Jesús: «el salvará a su pueblo». Esto es lo que nos asegura el impresionante relato de la Pasión, que leemos este domingo en la liturgia de la Palabra.

Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de los Ángeles