Iglesia.cl - Conferencia Episcopal de Chile

Comentarios del Evangelio Dominical


Domingo 29 de Abril de 2018

Jn 15,1-8
Si no tengo amor, soy nada

A pesar de la discontinuidad que hay entre los capítulos 14 y 15 del Evangelio de Juan, el evangelista introduce la alegoría de Jesús sobre «la vid y los sarmientos», que leemos en este Domingo V de Pascua, entre sus discursos de despedida, durante la última cena con sus discípulos antes de su muerte y resurrección. Todos esos discursos hay que leerlos bajo esta introducción: «Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo. Durante la cena... sabiendo que el Padre le había puesto todo en sus manos y que de Dios había salido y a Dios volvía...» (Jn 13,1.2.3).

El Evangelio de hoy se abre con una de esas afirmaciones de Jesús en «Yo soy...», con las cuales revela su identidad en relación con el mundo y sus discípulos. Esta vez incluye también a Dios: «Yo soy la vid verdadera y mi Padre es el viñador». Se trata claramente de una metáfora que Jesús sigue desarrollando: «Todo sarmiento en mí que no da fruto, lo corta, y todo el que da fruto, lo limpia, para que dé más fruto». Es la conducta obvia de todo viñador con su viña. Pero hasta aquí no sabemos a dónde quiere llegar. Agrega una afirmación que ya ha hecho antes: «Ustedes están ya limpios, gracias a la Palabra que les he anunciado». Poco antes, Jesús había lavado los pies a sus discípulos y les había dicho: «El que se ha bañado, no necesita lavarse; está del todo limpio. Y ustedes están limpios...» (Jn 13,10). Se completa así el medio eficaz para la purificación e inserción en Cristo, a saber, el Bautismo, que es un baño unido a la Palabra, según el magistral comentario de San Agustín: «Jesús dice: "Ustedes están limpios por la palabra que les he hablado", porque en el agua es la palabra la que limpia. Quita la palabra y ¿qué es el agua sino agua? Se une la palabra al elemento y se hace un Sacramento, el mismo como si fuera una palabra visible» (Comentario a Juan 80,3).

Recién en la frase siguiente Jesús aclara la alegoría y la parte que tienen en ella sus discípulos: «Permanezcan en mí, como yo en ustedes. Lo mismo que el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid; así tampoco ustedes si no permanecen en mí». Esto es así, porque, repite: «Yo soy la vid, ustedes los sarmientos». A esto hay que agregar: «Mi Padre es el viñador».

Esa afirmación de Jesús es una revelación asombrosa, que nos debe llenar de gozo. Nuestra relación con el Hijo de Dios hecho hombre es estrecha y vital: ¡Compartimos la misma vida! Él mismo afirma la reciprocidad: «El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto». Con razón agrega: «Les he dicho estas cosas para que mi gozo esté en ustedes y el gozo de ustedes sea colmado» (Jn 15,11).

Si la unión vital con Cristo es fuente de inmenso gozo, la separación nuestra respecto de él es la máxima frustración: «Separados de mí no pueden hacer nada». Esta es una declaración absoluta, que no admite excepción. Todo lo que el ser humano hace separado de Cristo, en una ecuación, habría que poner: igual a cero, nada. Ningún ser humano puede declararse imprescindible, excepto Jesús, porque él es el Dios único y verdadero. Cuando se trata de dar frutos que permanezcan para siempre, frutos eternos, el ser humano no es autónomo; separado de Cristo no puede. El ser humano ha sido creado por Dios para dar esos frutos, que Dios, el viñador, espera. Si no los da, no es indiferente; queda para siempre frustrado, y no sólo en algún aspecto particular, sino en todo su ser, en su fin mismo: «Si alguno no permanece en mí, es arrojado fuera, como el sarmiento, y se seca; luego los recogen, los echan al fuego y arden».

¿En qué consiste el fruto que Dios espera de nosotros? Más adelante, Jesús aclara: «Los he destinado para que vayan y den fruto y el fruto de ustedes permanezca» (Jn 15,16). «Permanezca», se entiende, eternamente. ¿Qué puede hacer el ser humano que permanezca eternamente? Nada, excepto el amor. El amor es eterno. Por eso San Pablo, tomando la alegoría de Jesús, aunque en modo menos vivo, dice lo mismo: «Si yo no tengo amor, soy nada... El amor nunca cesará» (1Cor 13,2.8). Este amor es eterno, porque tiene su origen en Dios y es imposible que un ser humano lo tenga separado de Cristo. Lo dice también San Juan: «Amemonos unos a otros, porque el amor es de Dios... El que ama, ha nacido de Dios y conoce a Dios..., porque Dios es amor» (1Jn 4,7.8).

Si Dios es el viñador, entonces podemos entender la conclusión del Evangelio de hoy: «La gloria de mi Padre está en que ustedes den mucho fruto, y sean mis discípulos». Dar mucho fruto –ya sabemos de qué fruto habla Jesús– y ser discípulos suyos es lo mismo. De esta manera, nosotros, pobres creaturas, esta «partícula de tu creación» (San Agustín, Confesiones I,1), puede dar gloria a Dios. Notemos que no basta con dar fruto; es necesario dar «mucho fruto». En efecto, pues al sarmiento que da fruto, el Viñador «lo limpia, para que dé más fruto».

Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de los Ángeles