Iglesia.cl - Conferencia Episcopal de Chile

Comentarios del Evangelio Dominical


Domingo 27 de Mayo de 2018

Mt 28,16-20
Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo

«El misterio de la Santísima Trinidad es el misterio central de la fe y de la vida cristiana. Es el misterio de Dios en sí mismo. Es, pues, la fuente de todos los otros misterios de la fe; es la luz que los ilumina» (Catecismo N. 234). La Solemnidad de la Santísima Trinidad, que celebramos hoy, se ubica muy convenientemente el domingo siguiente a la Solemnidad de Pentecostés, porque con el envío del Espíritu Santo, que «procede del Padre y del Hijo», se completa la revelación del Dios verdadero, Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Es cierto que la revelación del Dios verdadero –Uno en la sustancia divina, Trino en las Personas– fue la obra del Hijo hecho hombre, que habló en nuestro lenguaje humano. Él es la Palabra con la cual Dios se expresó exhaustivamente (cf. Jn 1,1.14). Pero todo lo que Él dijo e hizo adquirió sentido y fue puesto por escrito solamente después de la venida del Espíritu Santo al corazón de sus discípulos. Lo había anunciado así Jesús: «Cuando venga Él, el Espíritu de la verdad, Él los llevará a la verdad completa... Él tomará de lo mío y lo anunciará a ustedes» (Jn 16,13.14). Y no es que esto haya ocurrido solamente hace veinte siglos cuando el Hijo de Dios hecho hombre caminó por nuestra tierra y cuando vino el Espíritu Santo en aquel día de Pentecostés; esta revelación de la Santísima Trinidad está aconteciendo hoy y todo cristiano debe acceder a ella por la fe. Así se explica la promesa de Jesús resucitado: «Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin de los tiempos». No hay ningún tiempo de la historia humana, ni lo habrá, que esté vacío de su presencia.

El Evangelio que nos propone la liturgia este domingo es la conclusión del Evangelio de Mateo. Nos relata la única aparición de Jesús resucitado a sus discípulos: «Los once discípulos fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Y al verlo lo adoraron». Con este gesto lo están confesando como el único Dios, el mismo que había dado a su pueblo este mandamiento, el que Jesús cita para rechazar la tentación de Satanás: «Está escrito: “Al Señor tu Dios adorarás, y sólo a Él darás culto”» (Mt 4,10; cf. Deut 6,13-14). Adorando a Jesús, ellos están confesando que Jesús es ese Dios, el único al cual se debe adorar.

Jesús confirma ese gesto de adoración de los discípulos diciendoles: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra». «Cielo y tierra» expresa todo lo existente. Esa plenitud de poder sobre todo lo existente no la tiene sino Dios. Pero en esa misma expresión –«Me ha sido dado»– está insinuado Otro como agente. Si preguntamos a Jesús: «¿Quién te lo ha dado?», la respuesta sería: «Mi Padre». Ya en la última cena declaraba Jesús: «Todo lo que tiene el Padre es mío» (Jn 16,15). Hemos dicho que Jesús es ese único Dios al cual los judíos tenían el mandato de adorar. Pero Él revela que su Padre es ese mismo Dios. En efecto, discutiendo con los judíos, Jesús declara: «Es mi Padre quien me glorifica, de quien ustedes dicen: "Él es nuestro Dios"» (Jn 8,54).

Nada de esto podría ser vivido por el ser humano, si no se lo concediera la acción del Espíritu Santo. Si el Espíritu Santo puede llevar a la verdad plena sobre Dios es porque también Él es ese mismo y único Dios. Lo dice San Pablo: «Nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el Espíritu de Dios» (1Cor 2,11).

Tenemos así completo el misterio de la Santísima Trinidad: la sustancia divina –Dios– es una sola; pero esa sustancia la poseen por igual tres Personas distintas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Dios es una Trinidad de Personas; cada una de esas Personas es el mismo y único Dios.

La condición de discípulo de Cristo consiste en tener con cada una de esas Personas una relación personal y vital. Por eso Jesús manda hacer discípulos a todas las gentes –sin exclusión de ningún ser humano– «bautizandolas en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo». Esta es la fórmula más explícita que tenemos en el Evangelio del misterio de la Trinidad. El Catecismo explica: «Los cristianos son bautizados en “el Nombre” del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo y no en “los Nombres” de éstos, pues no hay más que un solo Dios, el Padre todopoderoso y su Hijo único y el Espíritu Santo: la Santísima Trinidad». El Nombre único está en el lugar del Dios único; pero Éste es una Trinidad de Personas. Por eso, en la antigua doxología (el Gloria), queriendo hacerlo mejor, se incurre en un error, diciendo: «Gloria al Padre, gloria al Hijo, gloria al Espíritu Santo...». La forma tradicional es la correcta: «Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo».

El bautizado manifiesta con su vida su relación de filiación respecto del Padre, por su incorporación al Hijo y por acción del Espíritu Santo; en la vida del bautizado debe reproducirse la imagen del Hijo hecho hombre. Por eso Jesús agrega: «Enseñandoles a guardar todo lo que yo les he mandado». Lo que nos ha mandado es fácil decirlo, porque se resume en un solo precepto: «Lo que les mando es que ustedes se amen los unos a los otros» (Jn 15,17). No se puede enseñar a guardar este precepto sino guardandolo. El amor concede la filiación divina y el conocimiento de Dios y es también su manifestación: «El que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios» (1Jn 4,7), en particular, conoce el misterio del Dios Uno y Trino.

Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de los Ángeles