Iglesia.cl - Conferencia Episcopal de Chile

Comentarios del Evangelio Dominical


Domingo 01 de Julio de 2018

Mc 5,21-43
La niña no está muerta, está dormida

El Evangelio de este Domingo XIII del tiempo ordinario nos presenta dos episodios que pueden definirse como una catequesis sobre la fe en Cristo y la estrecha relación de esa fe con la vida y la muerte del ser humano. Jesús establece esa relación cuando declara: «En verdad, en verdad les digo: el que escucha mi Palabra y cree en el que me ha enviado, tiene vida eterna... ha pasado de la muerte a la vida... El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá para siempre» (Jn 11,25-26). Los dos episodios que nos relata el Evangelio de hoy –la resurrección de la hija de Jairo y la curación de la mujer que sufre flujo de sangre– nos revelan la mente de Jesús sobre la vida y la muerte. Es fundamental comprenderlos para que se cumpla en nosotros lo que afirma San Pablo sobre todo cristiano: «Nosotros tenemos la mente de Cristo» (1Cor 2,16).

En el primer episodio se nos presenta un hombre notable por su fe en el poder de Jesús: «Se reunió en torno a Jesús una gran multitud... Llegó uno de los jefes de la sinagoga (arquisinagogo), llamado Jairo, y al verlo, cayó a sus pies, y le suplicaba con insistencia diciendo: “Mi hija está a punto de morir; ven, impón tus manos sobre ella, para que se salve y viva”». Es poco común que el Evangelio indique el nombre de alguien y detalle también su oficio. Jairo lo merece por su fe en el poder de Jesús. Él cree en la relación de Jesús con la vida plena: si Jesús impone las manos sobre su hija agonizante, ella vivirá. Jesús no vacila en acoger esa súplica hecha con tanta fe: «Se fue con él».

¿Quién es Jairo? Es presentado como un judío fiel, jefe de la sinagoga, donde se reúnen los judíos todos los sábados a leer la Palabra de Dios. Cuando este episodio se puso por escrito en el Evangelio de Marcos –estamos hablando de los años 60 d.C.–, Jairo era ciertamente un cristiano fiel, conocido en la comunidad por este testimonio sobre Jesús. Si ya creía en Jesús en vida de Él, ¡cuánto más después de su resurrección de entre los muertos! También su hija debió ser conocida.

El segundo episodio nos presenta una mujer de fe. Ella sufría una enfermedad –pérdida continua de sangre– que la hacía impura y esta condición se trasmite a las personas que tienen trato con ella. Por eso, su mal había cortado su relación con otras personas. Podríamos decir que estaba socialmente muerta. Por otro lado, según la convicción del tiempo, la vida de los seres vivos está en la sangre. La pérdida de sangre era como una muerte continua. Pero ella sobresale por su fe en Jesús: «Habiendo oído lo que se decía de Jesús, se acercó por detrás entre la gente y tocó su manto. Pues decía: “Si logro tocar, aunque sólo sea sus vestidos, me salvaré”. Al instante se le secó la fuente de sangre y sintió en su cuerpo que quedaba sana del mal». En el contacto con Jesús, gracias a su fe, al instante recobró la plenitud de vida.

Si el mismo Jesús no hubiera querido destacar la fe de esa mujer, el episodio habría permanecido desconocido para nosotros. ¿Quién sabe cuántos de estos hechos milagrosos obrados por Jesús no conocemos? Pero en este caso, Jesús quiso dar a la mujer algo mayor; quiso concederle un trato personal con él y una experiencia de su bondad: «Jesús, dándose cuenta de la fuerza que había salido de él, se volvió entre la gente y decía: “¿Quién me ha tocado los vestidos?”». La mujer, al ser descubierta, se acerca temerosa. ¿Por qué teme? Teme, porque ha hecho algo indebido; se ha metido entre la multitud debiendo estar segregada y ¡ha tocado a Jesús! Pero Jesús es la fuente de toda pureza; Él no puede quedar impuro, que, como hemos dicho, tiene algo de muerte. Él vence toda impureza; en contacto con Él es la mujer quien queda pura. Ella mereció recibir esta palabra: «Hija, tu fe te ha salvado; vete en paz y queda curada de tu enfermedad». Es la única mujer en el Evangelio a la cual Jesús llama: «Hija». Ciertamente, también ella fue en adelante una ferviente cristiana. Desgraciadamente, el Evangelio no nos transmite su nombre. Ella debe encarnar a toda mujer de fe.

Con este relato, el lector recibe la impresión de que Jesús está siendo demorado y podemos imaginar el nerviosismo de Jairo. Con razón, pues, en efecto, entretanto su hija murió: «Llegan de la casa del jefe de la sinagoga unos diciendo: “Tu hija ha muerto; ¿a qué molestar ya al Maestro?”». Afirman: «Ha muerto». Pero cuando Jesús llega a la casa de Jairo, a pesar de ver que ya los ritos fúnebres han comenzado, declara: «La niña no ha muerto; está dormida». Se expone a las burlas, porque la niña estaba muerta. Muerta, en el concepto de los hombres; viva, según la mente de Jesús. Y, para demostrarlo, le habla (nadie habla a un muerto): «Talitá kum». Impresionante debió ser para que se conserven sus mismas palabras arameas (pocas de éstas nos conserva el Evangelio, como un tesoro). El evangelista las traduce, para sus lectores de lengua griega: «Muchacha, a ti te lo digo, levántate». Imaginemos la expectación. ¿Son palabras de un iluso o de alguien que bien sabe lo que dice? Lo que ocurrió fue esto: «La muchacha se levantó al instante y se puso a andar, pues tenía doce años».

El ser humano está llamado a poseer dos tipos de vida; una natural, que dura poco –«70 u 80 años, si hay vigor» (Sal 90,10)–, y una sobrenatural, que es vida divina. Ésta la tiene el ser humano ya en esta tierra; pero es eterna. Para Jesús, está muerto quien carece de esta vida; está vivo quien la posee. Por eso, para Él la niña «no está muerta». Y al joven que le pide licencia para ir a enterrar a su padre, responde: «Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el Reino de Dios» (Lc 9,60). A esta vida eterna se refiere Jesús cuando pregunta: «¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si pierde su vida? O ¿qué puede dar el hombre a cambio de su vida?» (Mt 16,26). Nada se compara con la vida eterna, ni siquiera esta vida terrena mortal. Por eso, muchos cristianos han entregado esta vida mortal para conservar la vida eterna. Este es el valor absoluto, que eleva al ser humano al nivel de Dios, haciéndolo hijo de Dios.

Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de los Ángeles