Iglesia.cl - Conferencia Episcopal de Chile

Comentarios del Evangelio Dominical


Domingo 16 de Septiembre de 2018

Mc 8,27-35
Los pensamientos de Dios

El Evangelio de este Domingo XXIV del tiempo ordinario nos transmite la sentencia más severa que Jesús dirige contra alguien; y lo hace ¡contra Pedro!: «¡Quítate de mi vista, Satanás! porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres». Jesús, que ha dado a Simón el nombre de Pedro (Piedra), lo llama ahora «Satanás» y explica por qué. Es que Pedro, movido por pensamientos de hombres, está poniendo a Jesús un obstáculo en el cumplimiento de la misión que le ha sido encomendada por Dios. Para entender la misión de Jesús hay que tener los pensamientos de Dios.

Todo ocurrió cuando Jesús, de camino hacia los pueblos de Cesarea de Filipo, a solas con sus discípulos, les hace una pregunta a doble nivel. La primera es: «¿Quién dicen los hombres que soy yo?». Las respuestas que dan los discípulos dan cuenta del gran prestigio que tiene Jesús entre la gente: «Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que uno de los profetas». Jesús era considerado un profeta a la altura de Juan el Bautista, que había atraído multitudes que salían al desierto a escucharlo, o de Elías, de quien la Escritura hace un gran elogio: «Surgió el profeta Elías como fuego; su palabra abrasaba como antorcha... ¡Qué glorioso fuiste, Elías, en tus portentos! ¿Quién puede jactarse de ser igual que tú?» (Sir 48,1.4).

Jesús escucha lo que opina la gente sobre él sin hacer ningún comentario. Son opiniones que demuestran aprecio y admiración; pero están muy por debajo de la verdadera identidad de Jesús. Su única reacción es hacer la misma pregunta a sus discípulos: «Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?». La respuesta la da Pedro, a nombre de todos: «Tú eres el Cristo». Esta identidad es verdadera y corresponde al nombre que damos también nosotros a Jesús. Lo que Pedro quiere decir es que Jesús es el Ungido (Mesías), el hijo que Dios prometió a David, por medio del profeta Natán: «Afirmaré después de ti la descendencia que saldrá de tus entrañas, y consolidaré el trono de su reino. El construirá una casa para mi Nombre y yo consolidaré el trono de su reino para siempre. Yo seré para él padre y él será para mí hijo» (2Sam 7,12.13.14). Esta profecía, formulada diez siglos antes, había mantenido la esperanza de Israel. Pero el anunciado, el Cristo (el Mesías), había adquirido rasgos que lo hacían un personaje ambiguo, como se percibe en el mismo Evangelio. Juan el Bautista, el enviado a prepararle el camino, lo describe en términos contradictorios. Por un lado, dice: «Ya está el hacha puesta a la raíz de los árboles; y todo árbol que no dé buen fruto será cortado y arrojado al fuego... En su mano tiene la horqueta para limpiar su era y recoger el trigo en su granero; pero la paja la quemará con fuego que no se apaga» (Lc 3,9.16-17). Pero él mismo lo señala diciendo: «He ahí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29.36). El «Cordero de Dios» era la víctima de un sacrificio. Por su parte, el evangelista Mateo afirma que de él escribió el profeta Isaías: «He aquí mi Siervo, a quien elegí, mi Amado, en quien mi alma se complace. Pondré mi Espíritu sobre él... No disputará ni gritará, ni oirá nadie en las plazas su voz. La caña cascada no la quebrará, ni apagará la mecha humeante» (Mt 12,18-20).

¿Cuál de estas nociones del Cristo tienen Pedro y los demás discípulos? Mientras no se aclare, Jesús «les mandó enérgicamente que a nadie hablaran acerca de él». En ese momento Jesús comienza a exponer un nuevo antecedente sobre su misión: «Comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar a los tres días». Jesús se identifica con el Siervo del Señor, que «ha venido a servir y a entregar su vida en rescate por muchos» (Mc 10,45). ¡No coincide con la noción del Cristo que tiene Pedro! En efecto, «Pedro, llevandolo aparte, se puso a reprenderlo», se entiende, a disuadirlo de seguir ese camino. Jesús lo ve como un obstáculo, que ciertamente le trajo a la memoria las tentaciones de Satanás (cf. Mt 4,1-10), y reprende a Pedro, de modo que los demás discípulos escuchen, con la frase que hemos citado más arriba: «¡Ponte detrás de mí, Satanás!».

El evangelista amplía el auditorio para citar una sentencia que Jesús dice para todos: «Llamando a la gente junto con sus discípulos, les dijo: “Si alguno quiere venir en pos de mí, nieguese a sí mismo, tome su cruz y sigame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará”». Jesús ha anunciado su muerte y ahora define como discípulo suyo quien lo sigue hasta ese punto: «Tome su cruz y sigame». Los pensamientos de los hombres son «salvar su vida»; los pensamientos de Dios son «perder la vida por Jesús y su Evangelio». Pero Jesús agrega: «La salvará», porque la meta final también es la de Jesús: «Al tercer día resucitará». Si los pensamientos de los discípulos en esa lejana región de Cesarea de Filipo eran los de los hombres, más tarde, adquirieron los pensamientos de Dios, porque todos ellos entregaron su vida por Cristo y por el Evangelio. Todo nuestro esfuerzo en este mundo debe ser adquirir esos pensamientos de Dios.

Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de los Ángeles