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Comentarios del Evangelio Dominical


Domingo 07 de Octubre de 2018

Mc 10,2-16
A ustedes se les ha dicho... Pero Yo les digo..

Aunque se trata de textos narrativos, Marcos nos presenta el Evangelio de este Domingo XXVII del tiempo ordinario como una enseñanza de Jesús, introduciendolo de esta manera: «De nuevo multitudes vinieron donde Él y, como era su costumbre, de nuevo les enseñaba» (Mc 10,1). Siguen dos episodios: la ley de Jesús sobre el matrimonio y su enseñanza sobre los niños.

«Se acercaron unos fariseos y, para ponerlo a prueba, le preguntaron si está permitido al hombre repudiar a su mujer». El hecho de que esta pregunta se presente como un «ponerlo a prueba» (textual: tentarlo), sugiere que, sobre este punto, la enseñanza de Jesús ya era conocida como distinta que la práctica oficial. La respuesta de Jesús, formulada en forma de pregunta, los remite a la doctrina ortodoxa: «¿Qué les mandó Moisés?». Sabemos, como dice San Juan en el Prólogo de su Evangelio, que «la Ley fue dada por medio de Moisés» (Jn 1,17). Los fariseos responden refiriendose a un texto del Deuteronomio, que daba sustento legal al divorcio en Israel: «Moisés permitió escribir un acta de divorcio y repudiarla». Jesús no niega que exista ese texto; pero explica su origen: «Por la dureza de corazón de ustedes les escribió ese mandamiento». Queda así expresada la postura de Jesús contra el divorcio. En efecto, la expresión «dureza del corazón» define una situación generalizada de pecado, difícil de modificar; es necesaria una conversión radical. La ley de Moisés, a la cual se refieren los fariseos, decía: «Si un hombre toma una mujer y se casa con ella, y resulta que esta mujer no halla gracia a sus ojos, porque descubre en ella algo que le desagrada, le redactará un libelo de repudio, se lo pondrá en su mano y la despedirá de su casa» (Deut 24,1).

¿No conocía Jesús esa ley? Ciertamente, la conocía. Pero él, con su pregunta sobre lo mandado por Moisés, se refiere a un texto de la Ley más fundamental, formulado antes del relato del pecado de Adán y Eva. Lo cita él mismo: «Desde el comienzo de la creación, Él los hizo hombre y mujer. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y los dos se harán una sola carne». Lo que es uno no puede dividirse, como concluye Jesús: «De manera que ya no son dos, sino una sola carne». En la Biblia el término «carne», a menudo designa la persona. Lo que Jesús quiere decir es que el hombre y la mujer son complementarios y ni uno ni otro son plenos, sino en la unión de ambos de cuerpo y alma. Luego Jesús formula su ley, esa que a menudo introduce diciendo: «A ustedes se les ha dicho... Pero Yo les digo...» (cf. Mt 5,21ss). Esta ley es la que debe observar todo cristiano: «Lo que Dios unió, no lo separe el hombre». Aquí se puede aplicar lo que agrega San Juan en la frase de su Prólogo que hemos citado más arriba: «La ley fue dada por medio de Moisés; pero la gracia y la verdad ocurrieron a través de Jesucristo» (Jn 1,17). Él es la verdad.

La cosa parecía zanjada. Pero, en realidad, el divorcio estaba tan arraigado, que la ley de Jesús fue incomprensible para los mismos discípulos de Jesús: «Ya en casa, los discípulos le volvían a preguntar sobre esto». ¿Qué significa que el hombre no pueda separar lo que Dios unió? Jesús introduce el concepto de adulterio, que es la unión sexual de un hombre con la esposa de otro, un pecado que en la ley de Moisés tenía pena de muerte: «Quien repudie a su mujer y se case con otra, comete adulterio contra aquélla; y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio». En Israel no se contemplaba la posibilidad de que una mujer repudiara a su marido. La simetría de la situación del hombre y la mujer en este texto es uno de los argumentos que se usan para demostrar que este Evangelio de Marcos fue escrito en Roma, donde la ley permitía también a la mujer divorciarse de su marido. Aunque la ley de los hombres –de los legisladores humanos– formulen leyes de divorcio, el cristiano debe regirse por la ley de Cristo. La ley de Cristo es la ley de vida: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10,10).

El segundo relato se introduce así: «Le presentaban unos niños para que los tocara; pero los discípulos los reñían». Los padres de esos niños consideraban un bien para sus hijos el contacto con Jesús. La unión de amor con Jesús es el bien máximo para ellos, y para todo ser humano. Jesús corrige la actitud de sus discípulos: «Dejen que los niños vengan a mí, no se lo impidan». Y aprovecha la ocasión para formular una norma que es necesaria para entender su enseñanza: «De los que son como niños es el Reino de Dios. En verdad les digo: el que no reciba el Reino de Dios como un niño, no entrará en él». ¿Qué relación tiene este episodio con el anterior?

Ambos episodios tienen una relación estrecha. El mayor bien que Jesús ha procurado a los niños es su ley de indisolubilidad del matrimonio. Todo el sufrimiento de los niños consiste en carecer de un padre y una madre que sean «una sola carne». Por otro lado, Jesús declara que hay que ser como niño para entender su enseñanza sobre el matrimonio. Los niños no entienden el divorcio; ellos sólo entienden la unidad y amor entre su padre y madre. Ellos entienden por instinto, pero claramente, que proceden de un solo principio, que ellos ven en la unión de su padre y madre. Es difícil medir el daño cierto producido en un niño, cuando la separación de sus padres contradice esa percepción instintiva que ellos tienen. Para qué decir los abandonos de los niños y los abusos a que están expuestos cuando se introduce en la intimidad del hogar un hombre que no es su padre.

Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de los Ángeles