Domingo 03 de Febrero de 2019
El Evangelio de este Domingo IV del tiempo ordinario nos relata el desenlace de la intervención de Jesús en la sinagoga de su propio pueblo, cuando Él vino a Nazaret, después de iniciado su ministerio público.
En esa ocasión, entrando en la sinagoga el sábado, –leíamos el domingo pasado– Jesús «se levantó para hacer la lectura». Esto, que a nosotros puede parecer normal, debió causar una gran impresión. En efecto, en ese tiempo no era habitual que alguien supiera leer. Hay que considerar que había poco material de escritura, pues aun no existía el papel y menos aun la imprenta y los textos, escritos sobre pergamino (cuero de animales), se conservaban sólo en la sinagoga. No sólo esto; nadie podía leer, si no conocía el texto previamente, pues la escritura era prácticamente una ayuda-memoria. Al abrir ese rollo, donde encontró un pasaje del profeta Isaías, Jesús vio solamente una serie de consonantes del alfabeto (más bien, «alefato») hebreo, sin vocales y sin signos de puntuación. Además, se trataba de una lengua arcaica, siendo el arameo la lengua hablada. El lector tenía que conocer el texto casi de memoria para poder introducir en la lectura las vocales y todas las pausas e inflexiones de la voz, para las cuales no encontraba en la escritura alguna indicación.
A esto se agrega el hecho de que nadie podía leer la Palabra de Dios con la autoridad y las acentuaciones que le daba Jesús, siendo Él mismo la Palabra viva de Dios. Así lo dice en otra ocasión a los judíos: «Ustedes escrutan las Escrituras, pues creen tener en ellas vida eterna; ellas son las que dan testimonio de mí; y ustedes no quieren venir a mí para tener vida» (Jn 5,39-40). En esa sinagoga de Nazaret estaba, entonces, el mismo que es el contenido de toda la Escritura santa. Así se explica la expectativa que se creó después que Jesús concluyó la lectura.
«Enrollando el volumen lo devolvió al ministro, y se sentó» (Lc 4,20). Esto no significa que haya concluido su intervención. Al contrario, en ese ambiente, sentarse es la actitud del maestro que va a pronunciar una enseñanza. El lugar donde se sienta el maestro se dice en griego «cátedra». Para decir que una enseñanza es esencial, se dice que ha sido pronunciada «ex cathedra». De esta manera, va a hablar Jesús en esa sinagoga. Por eso, «los ojos de todos en la sinagoga estaban fijos en Él».
El modo como Jesús leyó y la explicación que dio del texto del profeta Isaías: «El Espíritu del Señor sobre mí, por cuanto me ha ungido», se resume en esta afirmación suya: «Hoy se ha cumplido esta Escritura, que ustedes acaban de oír». Jesús ha revelado a esos hombres de Nazaret que ese Ungido por Dios y lleno del Espíritu Santo para evangelizar a los pobres es Él mismo.
En un primer momento la reacción de los presentes fue positiva: «Todos daban testimonio de él y estaban admirados de las palabras llenas de gracia que salían de su boca». Se decían unos a otros lo que sabían sobre Él, en particular, lo que habían oído que había hecho en Cafarnaúm y otros lugares de la Galilea. Pero, sobre todo, estaban «admirados por sus palabras llenas de gracia». ¿Qué significa la expresión «palabras llenas de gracia»? Algunos las interpretan como llenas de belleza y atractivo, como en la expresión: «Tiene mucha gracia para hablar». Pero en realidad se refiere más bien a lo que Él ha leído como su propia misión: «El Señor me ha enviado a proclamar un Año favorable del Señor». Jesús se refiere a la institución de la Ley judía del Jubileo. En el Año Jubilar (cada cincuenta años) todos los esclavos israelitas debían recobrar su libertad y todas las tierras que habían sido enajenadas debían volver a sus antiguos dueños. Pero el año que Jesús proclama con su venida es «un Año del Señor». Él viene a remitir todos los pecados contra Dios. En este sentido sus palabras son «llenas de gracia», llenas del perdón de Dios. La misma impresión tuvo Pedro y los Doce, cuando dicen a Jesús: «Señor, ¿dónde quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6,68).
Pero todo cambió cuando se acordaron de que Jesús era uno de ellos en ese mismo pequeño pueblo de Nazaret: «¿No es éste el hijo de José?». Entra la envidia y se cierran al hecho de que Él pueda ser el anunciado y prometido por Dios a su pueblo. Jesús percibe el cambio de actitud y declara: «En verdad les digo: ningún profeta es aceptado en su patria». Y agrega como ejemplo el caso de dos grandes profetas de la historia de Israel: Había muchas viudas en Israel en el tiempo del profeta Elías; pero él fue enviado a una viuda de Sarepta de Sidón, y había muchos leprosos en Israel en el tiempo del profeta Eliseo; pero fue curado Naamán, el sirio. Esto hizo que los testimonios favorables y la admiración se volvieran rechazo y odio: «Escuchando esto, todos se llenaron de ira en la sinagoga y levantandose, lo arrojaron fuera de la ciudad, y lo llevaron a una altura escarpada del monte sobre el cual estaba edificada su ciudad, para despeñarlo». Debió ser muy doloroso para Él experimentar el odio y el rechazo de su propio pueblo, donde Él se había criado. Es una reproducción en pequeño del rechazo de su pueblo de Israel, como lo declara San Pedro, el mismo día de Pentecostés: «Ustedes lo mataron clavandolo en la cruz» (Hech 2,23), y más aun, del rechazo de toda la humanidad: «En el mundo estaba, y el mundo fue hecho por Él, y el mundo no lo conoció. Vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron» (Jn 1,10-11).
Pero no era aún su hora. Por eso, a pesar de la ira y del número de sus opositores, llegó el momento en que Jesús retoma su autoridad. Es como si hubiera dicho: ¡Basta! En efecto: «Él, pasando por medio de ellos, se fue». No tenemos noticia de que Jesús haya vuelto a visitar Nazaret. Él no toma represalias; su represalia es ir a otro lugar, y así nos enseña con su ejemplo lo mismo que pide a sus apóstoles: «Cuando los persigan en una ciudad huyan a otra, y si también en ésta los persiguen, vayan a otra» (Mt 10,23).
Toda nuestra preocupación en esta vida debe ser acoger a Jesús, pues siempre será verdad que «a cuantos lo acogieron les dio poder de ser hijos de Dios» (Jn 1,12).
Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de los Ángeles
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