Iglesia.cl - Conferencia Episcopal de Chile

Comentarios del Evangelio Dominical


Domingo 24 de Febrero de 2019

Lc 6,27-38
Amen a sus enemigos, hagan el bien sin esperar nada a cambio

Si el Evangelio del domingo pasado hacía nueve años que no se proclamaba en la Eucaristía dominical, el de este Domingo VII del tiempo ordinario se proclamó por última vez en el año 2007, hace doce años. Contiene un mandamiento absolutamente nuevo de Jesús, que es esencial al cristianismo.

Jesús comienza poniendo una condición necesaria para recibir su mandamiento: «Pero a ustedes digo, los que escuchan». Es necesario tener una disposición de escucha, como la que pedía Moisés a Israel, cuando le entregó el primero de todos los mandamientos: «Escucha, Israel: el Señor, nuestro Dios, es el único Señor» (Deut 6,4). Y sigue el mandamiento: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza». Sabemos que a este mandamiento Jesús agrega un segundo, haciendo de ambos uno solo: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mt 22,39). La disposición de escucha, que Jesús espera, la expresó más claramente en la parábola del sembrador, que distingue cuatro tipos de reacción ante su Palabra y concluye con la única que da fruto: «(La parte de la semilla) que cayó en buena tierra, son los que, después de haber escuchado, conservan la Palabra con corazón bueno y recto, y dan fruto con perseverancia» (Lc 8,15). Esta es la actitud que caracteriza a su Madre: «María guardaba todas estas cosas (textual: palabras) y las meditaba en su corazón» (Lc 2,19.51). Es la actitud que establece un parentesco estrecho con Jesús: «Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen» (Lc 8,21). Para entender el mandamiento de Jesús, Él nos advierte: «Miren, pues, ustedes cómo escuchan» (Lc 8,18). Es lo que tenemos que hacer nosotros ahora para entender su mandamiento.

«Amen a sus enemigos». Hasta aquí no había llegado nadie. Es cierto que David, cuando tuvo en su poder la vida de Saúl, que lo perseguía, no lo mató, como leemos en la primera lectura de este domingo. Pero, en realidad, lo hizo por un motivo religioso: «¿Quién atentó contra el ungido del Señor y quedó impune?» (1Sam 26,9). Jesús manda amar a los enemigos, es decir, excusarlos, apreciarlos y hacerles todo el bien que podamos. Y para que no parezca una sentencia aislada o mal comprendida, continúa: «Hagan bien a quienes los odien, bendigan a quienes los maldigan, rueguen por quienes los difamen. Al que te hiera en una mejilla, presentale también la otra; y al que te quite el manto, no le niegues la túnica». Hay que llegar hasta el extremo de considerar que quien me golpea en una mejilla tiene una muy buena razón para hacerlo y, por eso, es justo que me golpee también en la otra. Nosotros vivimos en un país cristiano, que confiesa a Jesús como a su Dios. Pero probablemente nunca hemos visto a alguien hacer eso que Él tan seriamente nos manda. La pregunta obvia es esta: ¿Es posible hacer eso, que Jesús manda? La respuesta la dio Jesús a sus apóstoles: «Para los hombres es imposible, pero para Dios todo es posible» (Mt 19,26). Es posible para el ser humano que está movido por el Espíritu de Dios. Porque «el amor es de Dios» (1Jn 4,7) y «el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rom 5,5). Nadie puede presumir de cumplir la ley de Cristo por su propio esfuerzo; si cumple la ley de Cristo, es porque le ha sido concedido por Dios.

Jesús establece una clara diferencia entre los criterios de acción de los seres humanos y los de Dios. Los seres humanos se mueven por el propio interés; para adquirir dinero, poder y fama son capaces de grandes sacrificios. Pero, en el fondo, es siempre una transacción: «Si ustedes aman a quienes los aman, ¿qué mérito tienen? Pues también los pecadores aman a quienes los aman. Si hacen el bien a quienes lo hacen a ustedes, ¿qué mérito tienen? También los pecadores hacen otro tanto. Si prestan a aquellos de quienes esperan recibir, ¿qué mérito tienen? También los pecadores prestan a los pecadores para recibir lo correspondiente». Y contrapone a esas transacciones el criterio de Dios: «Ustedes amen a sus enemigos; hagan el bien, y presten sin esperar nada a cambio; y la recompensa de ustedes será grande, y serán hijos del Altísimo, porque él es bueno con los ingratos y los perversos». Para ser «hijos de Dios», si esta expresión no ha de ser vacía, es necesario compartir con Él su misma naturaleza divina, cuyo dinamismo propio es el amor. Esto es lo que nos ha dado Dios por medio de Jesucristo: «Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron; pero a quienes lo recibieron, les dio el poder llegar a ser hijos de Dios, a los que creen en su Nombre» (Jn 1,11-12). Para recibir la filiación divina, hay que acoger a Jesús en la propia vida como lo absoluto y creer en su Nombre, es decir, en su identidad de Hijo único de Dios, hecho hombre.

Cumplida esta condición, se puede entender el mandato siguiente que Jesús nos impone: «Sean misericordiosos, como es misericordioso el Padre de ustedes». Como hemos dicho, no hay ninguna posibilidad de que el ser humano pretenda cumplir este mandato, si no comparte con Dios su misma naturaleza. Esto es lo que expresa Jesús llamando a Dios: «El Padre de ustedes». Nadie puede llamar a alguien «hijo», si no tiene la misma naturaleza. El misterio admirable, que contemplaremos por toda la eternidad, es que esto se puede verificar entre Dios y el ser humano: «Miren qué amor nos ha dado el Padre para que nosotros seamos llamados “hijos de Dios”, pues ¡lo somos!... Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, porque lo veremos tal cual es» (1Jn 3,1.2). Un anticipo de esa semejanza con Dios se manifiesta cuando un ser humano ama a sus enemigos. Es lo que hizo Jesús en la cruz orando por sus verdugos: «Padre, perdonalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). Ver eso hizo exclamar al centurión: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios» (Mc 15,39).

Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de los Ángeles