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Comentarios del Evangelio Dominical


Domingo 28 de Abril de 2019

Jn 20,19-31
¿Porque me has visto has creído?

El Evangelio de hoy consta de dos partes bien indicadas por dos circunstancias temporales: «Al atardecer de aquel día, el primero de la semana... ocho días después». Aquel «primer día de la semana» es el día de la resurrección de Jesús; «ocho días después» es el último día de la Octava de Pascua, que corresponde a este Domingo II de Pascua. Por eso, en este Domingo se lee este mismo Evangelio todos los años, en los tres ciclos de lecturas A, B y C.

En ambos días, estando los discípulos de Jesús reunidos, con las puertas cerradas, por miedo a los judíos, según aclara el evangelista, «vino Jesús y se paró en el medio». El evangelista es cuidadoso en elegir la expresión con la cual describir el hecho. Las dos veces repite: «Vino Jesús y se paró en el medio». Evita la expresión «se apareció» o «se manifestó», que, en cambio, usa en la tercera ocasión: «Se manifestó Jesús otra vez a los discípulos a orillas del mar de Tiberíades. Se manifestó de esta manera... Esta fue la tercera vez que Jesús resucitado de entre los muertos se manifestó a sus discípulos» (Jn 21,1.14). Por este y otros motivos, muchos intérpretes consideran que ese Capítulo XXI de Juan, es ciertamente inspirado y Palabra de Dios, pero no sería del mismo autor que el resto del Evangelio.

¿Por qué evitaría Juan la expresión «se apareció» o «se manifestó»? Es claro que el evangelista está escribiendo para una comunidad cristiana que ya celebra el Día del Señor en el primer día de la semana, porque ese es el día de la Resurrección de Cristo. Por eso, presenta al grupo de los discípulos reunidos el primer día de la semana y el octavo, que es nuevamente el primero. Expresa lo que ocurre, no solamente, en esa primera semana, sino cada vez que la comunidad cristiana se reúne para celebrar el Día del Señor. En la celebración eucarística, Jesús, en realidad, no se aparece, ni se manifiesta a nuestros sentidos, pero realmente «viene y se pone en el medio». El evangelista quiere insinuar que, en la Eucaristía, aunque se celebre a puertas cerradas, como ha tenido que hacerlo la Iglesia en tiempos de persecución, siempre viene Jesús mismo y se pone en el medio y se nos da como alimento de vida eterna. Poco antes, la comunidad lo ha proclamado con las mismas palabras con que acogieron a Jesús en su entrada a Jerusalén: «Bendito el que viene en el Nombre del Señor» (Jn 12,13).

En ambas ocasiones Jesús repite: «Paz a ustedes». De esta manera, les concede el bien espiritual, que ellos habían perdido, porque lo habían negado –como lo hizo Pedro– y lo habían abandonado, cuando Él fue llevado a la crucifixión. Jesús no les hace ningún reproche, sino que les concede el perdón completo, revelandonos así su inmensa misericordia. Y, no sólo eso, sino que les concede a ellos el poder de hacer eso mismo con los demás hombres y mujeres, es decir, de administrar su misericordia: «Sopló sobre ellos y les dijo: “Reciban el Espíritu Santo. A quienes ustedes perdonen los pecados, les quedan perdonados; a quienes ustedes se los retengan, les quedan retenidos”». Por eso, con razón, quiso el Señor, como se lo expresa a Santa Faustina Kowalska que el domingo que se caracteriza por la lectura de este Evangelio sea declarado el Día de la Divina Misericordia.

Tomás, uno de los Doce, no estaba en esa primera ocasión con los demás discípulos. Es esto también un delicado reproche a quien se ausenta de la celebración dominical de la Eucaristía; se priva de una gracia infinita. No creyó a los demás cuando le dijeron: «Hemos visto al Señor». No nos extrañemos, que probablemente tampoco nosotros habríamos creído. No piensa que sus hermanos estén mentalmente desquiciados, sino que han tenido alguna ilusión visual. Por eso, él exige «tocar, meter su dedo en el agujero de los clavos y su mano en la llaga del costado» de Jesús. Y ¡Jesús se lo concede!

En la próxima ocasión en que se reúne la comunidad de los discípulos el primer día de la semana, está Tomás con ellos. Viene Jesús, se para en el medio y dice a Tomás: «Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente». Lo exhorta a creer lo que no ha visto, pero ha escuchado del testimonio de los demás y, sobre todo, del testimonio de las Escrituras: «No habían comprendido que, según las Escrituras, Jesús debía resucitar de entre los muertos» (Jn 20,9). Tomás, entonces, creyó y exclamó: «¡Señor mío y Dios mío!». Esta confesión de Tomás es la confesión de fe más explícita sobre la divinidad de Jesús que nos transmite todo el Nuevo Testamento. Así es Dios en sus dones: el más incrédulo resulta el más creyente. En verdad, los últimos serán los primeros.

La reacción de Jesús es una frase que tiene discusión textual: ¿Es una afirmación o una pregunta? Nuestro Leccionario lo pone como una afirmación: «Ahora crees, porque me has visto». Pero las mejores ediciones críticas del texto original griego lo ponen como una pregunta: «¿Porque me has visto has creído?». Jesús no esperó la respuesta. Pero habría sido esta: «No, yo no he podido ver tu divinidad. Creo, porque Dios me concedió la fe. Por eso, creo que Tú eres mi Señor y mi Dios». Tomás vio a Jesús resucitado, es más, tocó sus llagas y comprobó su resurrección en carne y hueso. Para él, la resurrección de Jesús –como también para los demás discípulos– fue verificada con los sentidos. Pero no pudo verificar con sus sentidos la divinidad de Jesús. Por eso, vio a Jesús resucitado y creyó y confesó su divinidad. Realmente, el acto de fe se concede con ocasión de algo que se ve. Pero lo que se ve es algo y lo que se cree trasciende infinitamente a lo que se ve y no se deduce lógicamente de ello. Lo que se cree no se opone a la razón humana; pero la trasciende. Si la fe pudiera obtenerse por razonamiento humano, todo sería mera ciencia natural y no podría hablarse de fe. Las verdades de fe son de otro orden. Estas verdades son las que dan sentido a todo.

Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de los Ángeles