Iglesia.cl - Conferencia Episcopal de Chile

Comentarios del Evangelio Dominical


Domingo 19 de Mayo de 2019

Jn 13,31-35
Los amó hasta el extremo

El Evangelio de este Domingo V de Pascua está tomado de los llamados «discursos de despedida», que pronuncia Jesús en la última cena con sus discípulos, y que el evangelista Juan introduce con estas palabras: «Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo. Durante la cena, habiendo puesto ya el diablo en el corazón de Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarlo..» (Jn13,1-2). Todos los comentaristas concuerdan en que aquí comienza una de las partes en que dividen el Evangelio de Juan. En efecto, antes de este punto, Jesús afirma constantemente: «Aún no ha llegado mi hora» (Jn 2,4; 7,30; 8,20); aquí, en cambio, la Palabra y la actuación de Jesús está determinada por su conciencia de que «había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre».

«Habiendo amado a los suyos, que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo». En esta afirmación el objeto del amor de Jesús es descrito como: «Los suyos, que estaban en el mundo». ¿Quiénes son? El evangelista usa la misma expresión que usa en el Prólogo de su Evangelio: «El Logos (Palabra)... vino a lo suyo y los suyos no lo recibieron» (Jn 1,11). «Lo suyo» es el mundo, porque «en el mundo estaba y el mundo fue hecho por Él» (Jn 1,10). «Los suyos, que estaban en el mundo» son todos los seres humanos. La precisión: «Que estaban en el mundo» se agrega para distinguirlos de los ángeles, que también son suyos, pues «en Él fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles, los Tronos, las Dominaciones, los Principados, las Potestades: todo fue creado por Él y para Él» (Col 1,16). Pero Él se hizo uno de nosotros, pues «ciertamente, no se ocupa de los ángeles, sino de la descendencia de Abraham; por eso, tuvo que asemejarse en todo a sus hermanos» (Heb 2,16).

En la afirmación del amor de Jesús hay dos tiempos: «Habiendo amado a los suyos... los amó hasta el extremo». El amor ya hecho es su encarnación, amor que Él comparte con el Padre: «Tanto amó Dios al mundo, que le dio a su Hijo único» (Jn 3,16). ¿Cuál es el amor hasta el extremo? Para responder debemos observar que «extremo» traduce la palabra griega «telos». Esta palabra vuelve a resonar, como la última que Jesús pronuncia, antes de entregar el Espíritu en la cruz: «Tetélestai. E inclinando la cabeza, entregó el Espíritu» (Jn 19,30). La última palabra de Jesús se puede traducir: «Está cumplido el extremo» y se refiere a su amor por nosotros. Es el amor hasta el extremo, porque «nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15,13).

Este es el ambiente en que se deben ubicar las palabras de Jesús en la última cena con sus discípulos. El Evangelio de hoy comienza con una circunstancia de tiempo: «Cuando Judas salió...». Con este hecho, que parece banal, comienza a desarrollarse la acción conducida por el diablo que llevará a la muerte de Jesús. Jesús, como hablan a menudo los profetas, lo ve como ya cumplido: «Ahora ha sido glorificado el Hijo del hombre y Dios ha sido glorificado en Él. Si Dios ha sido glorificado en Él, Dios también lo glorificará en sí mismo y lo glorificará pronto». La glorificación de Jesús es su crucifixión, porque este es el acto de amor llevado hasta el extremo –el más grande acontecido en la historia–, y su resurrección y regreso al Padre. Jesús, en efecto, llama a su crucifixión: «Ser levantado sobre la tierra» (Jn 12,32), elevación que llega hasta el cielo. También Dios es glorificado, porque ese acto lo cumple Jesús adhiriendo plenamente a la voluntad de su Padre: «He bajado del cielo no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado» (Jn 6,38). Pero agrega aun más gloria: «Dios lo glorificará en sí mismo (en Dios)». Esto es lo que pide Jesús en su oración sacerdotal: «Ahora, Padre, glorifícame Tú, junto a ti, con la gloria que tenía a tu lado antes que el mundo existiese» (Jn 17,5).

En este contexto, como hemos dicho, debe entenderse también el mandamiento único que Jesús deja a sus apóstoles: «Les doy un mandamiento nuevo: que se amen los unos a los otros. Que, como Yo los he amado, así se amen también ustedes los unos a los otros». Se preguntan los comentaristas, entre ellos San Agustín, en qué consiste la novedad. Consiste en la medida del amor –«como Yo los he amado»– y ya hemos visto esa medida; en la extensión a todo hombre y mujer, incluso los enemigos –«todos los suyos que están en el mundo»– y no sólo a los miembros del mismo pueblo, como era el precepto antiguo; y en la finalidad del amor: procurar que todos los seres humanos conozcan a Dios y gocen de Él eternamente: «Que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1Tim 2,4).

Este amor es el único testimonio cristiano que puede convertir al mundo: «En esto conocerán todos que ustedes son mis discípulos: si ustedes tienen amor los unos por los otros». Sabemos, entonces, cuál es la razón por la cual el mundo no se convierte y cree. Lo dice Jesús también de otra manera. El amor es unitivo; en cambio, el egoísmo y, con mayor razón, el odio el disyuntivo. Por eso, Jesús expresa el mandamiento del amor de otra manera, en forma de oración: «Padre, que todos sean uno... para que el mundo crea» (Jn 17,21). El individualismo y el egoísmo, el afán desmedido con que hoy se busca «pasarlo bien», con despreocupación por el otro, es la razón por la cual se ha desarrollado en el mundo actual el secularismo, la prescindencia de Dios, porque sólo donde hay amor, allí está Dios y con Él nos vienen todos los bienes y toda la felicidad.

Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de los Ángeles