Iglesia.cl - Conferencia Episcopal de Chile

Comentarios del Evangelio Dominical


Domingo 26 de Mayo de 2019

Jn 14,23-29
Vendremos a él y haremos morada en él

El Evangelio de este Domingo VI de Pascua comienza con la respuesta de Jesús a una pregunta que le hace Judas, no el Iscariote: «Le respondió Jesús: “Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él”». Ciertamente entendemos en esta respuesta el sentido de cada palabra; pero es imposible que le tomemos el peso y, sobre todo, que se haga realidad en nosotros, si no lo concede la acción en nosotros del Espíritu Santo.

Examinemos cuál fue la pregunta que la originó. Jesús había formulado ya el criterio esencial para discernir el amor hacia Él: «El que tiene mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ame, será amado por mi Padre; y yo lo amaré y me manifestaré a él» (Jn 14,21). ¿Está hablando de una manifestación privada? Los discípulos saben que Jesús vendrá de nuevo en la gloria y se manifestará a todos como Juez universal. Lo enseñó abiertamente: «Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria, acompañado de todos sus ángeles, se sentará en su trono de gloria y serán congregadas ante Él todas las naciones» (Mt 25,31-32). Lo afirmó durante su juicio ante el sanedrín (el tribunal judío): «Yo les declaro que a partir de ahora verán al Hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y venir sobre las nubes del cielo» (Mt 26,64). El Apocalipsis no excluye de esta visión a nadie: «Miren, viene con las nubes y todo ojo lo verá, incluso aquellos que lo traspasaron» (Apoc 1,7). Por eso, extrañado, Judas (Tadeo) le pregunta: «Señor, ¿cómo es que Tú te vas a manifestar a nosotros y no al mundo?» (Jn 14,22). Aquí comienza el Evangelio de hoy.

En realidad, como suele ocurrir en el Evangelio de Juan, cuando Jesús habla de «manifestarse», está usando una expresión que tiene un sentido doble: una es su manifestación gloriosa sobre las nubes, al fin de la historia, cuando «todo ojo lo verá» y que nosotros confesamos como artículo de fe: «De nuevo vendrá con gloria a juzgar a vivos y muertos»; y otra es su manifestación en el tiempo presente a quien lo ama y guarda su Palabra. De esta última está hablando Jesús y la aclara a Judas con estas palabras: «Vendremos a él (mi Padre y Yo) y haremos morada en él».

En este mismo Evangelio de hoy Jesús usa otra expresión de sentido doble: «Ustedes han oído que Yo les he dicho: “Me voy y vendré a ustedes”». Esa venida es la Parusía final –«de nuevo vendrá con gloria»– y también su venida en el tiempo presente, junto con el Padre, a hacer morada en quienes lo aman y guardan su Palabra.

Decíamos que era imposible tomar el peso a esa afirmación de Jesús con nuestro propio entendimiento. Ya en el Antiguo Testamento, después que los judíos comprendieron la trascendencia de Dios, el rey Salomón preguntaba respecto al templo de Jerusalén que había construido, considerado la morada de Dios entre ellos: «¿Es que verdaderamente habitará Dios con los hombres sobre la tierra? Si los cielos y los cielos de los cielos no pueden contenerte, ¡cuánto menos esta Casa que yo te he construido!» (2Sam 8,27). Nosotros preguntamos lo mismo: ¿Es posible que Dios haga su morada en el corazón de un ser humano? O ¿es que la condición que indicó Jesús para esto –«el que guarda mi Palabra»– es imposible de cumplir?

Es imposible a las fuerzas humanas, no sólo tomarle el peso, como hemos dicho, sino también cumplir la condición. En todo esto nos está faltando una tercera Persona divina, que es el mismo único Dios que el Padre y el Hijo. Justamente, de Él habla Jesús como quien permite realizar lo que Él ha prometido: «Les he dicho estas cosas estando entre ustedes. Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi Nombre, Él les enseñará todo y les recordará a ustedes todo lo que Yo les he dicho». El Espíritu «les enseñará». ¿Dónde enseña este maestro? Siendo «espíritu», no enseña con palabras materiales, que nuestros oídos puedan oír; enseña interiormente a nuestro espíritu; es un maestro interior. ¿Qué cosas enseña? No enseña un contenido nuevo; el «recuerda» todo lo que Jesús enseñó, en el sentido de concedernos tomarle el peso, caer en la cuenta de su inmensidad y poder hacerlo verdad en nosotros. Él nos concede ser verdadera morada de Dios.

Cuando Jesús hablaba a sus discípulos con palabras que son de nuestro lenguaje humano –«Les he dicho estas cosas estando entre ustedes»–, no esperaba que ellos por entonces comprendieran. Pero sabía que el Espíritu Santo les concedería eso, como lo dice más adelante en esta misma última cena: «Tengo todavía muchas cosas que decirles; pero ustedes no pueden cargar con ellas ahora. Cuando venga Él, el Espíritu de la verdad, Él los guiará a la verdad completa... Él tomará de lo mío y lo anunciará a ustedes» (Jn 16,12-13.14).

Una de esas cosas que Jesús dijo a sus discípulos y que el Espíritu Santo realiza en nosotros es la habitación en nosotros de la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Vivir este misterio es el gozo supremo de un ser humano. Aquí nos recuerda el Espíritu otras palabras de Jesús: «Les he dicho estas cosas para que mi gozo esté en ustedes y el gozo de ustedes sea colmado» (Jn 15,11). No hay un gozo mayor.

De paso, Jesús ha dado al Espíritu el nombre de «Paráclito». Pero este término se usa en un contexto de persecución y conflicto. Entonces se necesita un Paráclito (un Defensor). En efecto, Jesús no oculta que los discípulos serán sometidos a grandes tribulaciones y serán llevados ante los tribunales por causa de su Nombre, incluso a la muerte. Pero con ese Defensor, con ese Consolador, no deben temer nada: «Les dejo la paz; mi paz les doy... No se turbe el corazón de ustedes ni tenga miedo». Hemos visto en la historia muchos cristianos sufrir el martirio con plena paz y gozo. A esto se refiere Jesús. Son personas en las cuales habita la Santísima Trinidad. No temen nada.

Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de los Ángeles