Domingo 18 de Agosto de 2019
El Evangelio de este Domingo XX de tiempo ordinario comienza con una afirmación enigmática de Jesús: «He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido!». Y Él mismo la explica con otra afirmación más sorprendente aún: Con un bautismo tengo que ser bautizado y ¡qué angustiado estoy hasta que se cumpla!».
Ambas afirmaciones tienen en común la expresión de un anhelo profundo de Jesús. Pero el sentido de ese anhelo está velado por el uso de dos metáforas: el fuego y el bautismo. Sabemos, sin embargo, que, en todos estos capítulos del Evangelio de Lucas, Jesús va decididamente en camino hacia un destino y que allí tiene que cumplir una misión, antes de su partida (su éxodo) de este mundo: «Sucedió que, al cumplirse los días de su asunción, Jesús se afirmó en su voluntad de ir a Jerusalén» (Lc 9,51). Este es el tema de la conversación de Jesús con Moisés y Elías en aquel monte de la transfiguración, tal como lo refiere el evangelista, poco antes: «Mientras Jesús oraba, el aspecto de su rostro se mudó, y sus vestidos eran de una blancura fulgurante, y he aquí que conversaban con Él dos hombres, que eran Moisés y Elías; los cuales aparecían en gloria, y hablaban de su partida (lit. su éxodo), que iba a cumplir en Jerusalén» (Lc 9,29-31). Allí debía cumplirse ese bautismo que Él anhela. Pero sabemos que lo que Jesús tenía que cumplir en Jerusalén era el ofrecimiento de su vida en sacrificio en la cruz. Así lo deja entender, cuando vienen a decirle que huya, porque Herodes lo busca para matarlo: «Es necesario que yo siga adelante hoy y mañana y pasado, porque no puede ser que un profeta perezca fuera de Jerusalén» (Lc 13,33). Queda confirmado que esto era lo que tenía anhelo y urgencia de cumplir Jesús en Jerusalén, porque esta es su última palabra en la cruz: «Jesús dijo: “Está cumplido”. E inclinando la cabeza, entregó el espíritu» (Jn 19,30).
¿Por qué podría llamar Jesús a su muerte en la cruz «un bautismo»? Sabemos que el bautismo es un baño con agua. Pero Él habla de un bautismo particular, que consiste en el baño en su propia sangre, un bautismo de sangre, que es expresión de una muerte violenta. Ya había usado Jesús esa metáfora, cuando pregunta a los hijos de Zebedeo: «¿Pueden ustedes beber la copa que yo voy a beber, o ser bautizados con el bautismo con que yo voy a ser bautizado?» (Mc 10,38-39). La metáfora es difícil no sólo para nosotros, sino también para los demás evangelistas. En efecto, Lucas omite todo el episodio y Mateo conserva solamente la pregunta: «¿Pueden ustedes beber el cáliz que yo voy a beber?» (Mt 20,22-23).
Ahora podemos entender también la metáfora de ese fuego que Jesús ha venido a arrojar a la tierra. En efecto, su muerte en la cruz fue al acto supremo de amor cumplido en el mundo, por el cual Dios se reconcilió con todos los hombres y mujeres de todos los tiempos. Se lo recordamos al Padre en la Plegaria Eucarística III: «Dirige (Padre) tu mirada sobre la ofrenda de tu Iglesia, y reconoce en ella la Víctima por cuya inmolación quisiste devolvernos tu amistad...». Jesús da por conocido el Cantar de los Cantares, que en su tiempo se usaba en la celebración de las bodas y era parte de la cultura. Allí se compara el amor con «saetas de fuego»: «Saetas de fuego, sus saetas, una llama del Señor. Grandes aguas no pueden apagar el amor, ni los ríos anegarlo» (Cant 8,6-7). Este es el fuego que Jesús quiere encender en la tierra. Es el fuego que se compara con Dios mismo: «Nuestro Dios es fuego devorador» (Heb 12,29; cf. Deut 4,24). Ahora entendemos también la afirmación del apóstol Juan: «En esto hemos conocido lo que es amor: en que Él (Jesús) dio su vida por nosotros». Ese fuego debe encender toda la humanidad: «También nosotros debemos dar la vida por los hermanos» (1Jn 3,16). Este es al anhelo de Jesús que le urgía cumplir.
Igualmente, sorprendente es la siguiente pregunta de Jesús: «¿Creen ustedes que Yo he venido a traer paz a la tierra? No –les digo–, sino división». Con esta afirmación Jesús toma distancia de los falsos profetas, cuyo proceder describe Jeremías así: «Han querido sanar el quebranto de mi pueblo a la ligera, diciendo: “¡Paz, paz!”, cuando no había paz» (Jer 6,14). Esos profetas no comunicaban el mensaje de Dios sino un mensaje que complaciera a los hombres de su tiempo y obtuviera de ellos el aplauso y la aprobación. Es lo que nuestro tiempo llama «lo políticamente correcto», lo que los hombres quieren oír, que suele ser lo falso. La paz verdadera no consiste en la abundancia de bienestar y menos en el equilibrio de fuerzas; esto es inestable y se pierde fácilmente. La paz verdadera consiste en buscar la voluntad de Dios, escuchando su Palabra, es decir, acogiendo a su Hijo. Esa paz fue anunciada al mundo por un coro de ángeles cuando nació Jesús: «Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de su complacencia» (Lc 2,14). Esta es la paz que Jesús vino a traer al mundo: «La paz les dejo; mi paz les doy. Pero no la doy a ustedes como la da el mundo» (Jn 14,27).
Anuncia Jesús que, por causa suya, «estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre; la madre contra la hija y la hija contra la madre; la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra». En días pasados el mundo ha asistido a este triste espectáculo, en el caso del enfermero francés Vincent Lambert, que, habiendo quedado en estado vegetal por un accidente de tránsito, por resolución del máximo tribunal de Francia, se le suspendió la alimentación e hidratación para que muriera de hambre y sed. Los padres de Vincent y un hermano defendían su derecho a la alimentación e hidratación, en tanto que su esposa y sus otros hermanos pedían que se dejara morir. Estaban los padres contra sus hijos y los hijos contra sus padres; estaban la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra. Se trataba de defender la vida humana o eliminarla. Se optó por eliminarla y del modo más cruel posible: muerte por hambre y sed. El mismo suplicio que sufrió Jesús, quien, desde la cruz, antes de morir, exclamó: «Tengo sed» (Jn 19,28).
Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de los Ángeles
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