Domingo 22 de Septiembre de 2019
La parábola del administrador astuto, con la cual comienza el Evangelio de este Domingo XXV del tiempo ordinario, sigue inmediatamente a continuación de las tres parábolas de la misericordia, que leíamos el domingo pasado, sobre todo, de la así llamada «parábola del hijo pródigo», con la cual está unida por una frase muy secundaria: «Decía también a sus discípulos...». Podemos, entonces, suponer que se prolonga la misma situación concreta en que Jesús dijo esas parábolas: «Todos los publicanos y los pecadores se acercaban a Jesús para escucharlo» (Lc 15,1). La enseñanza que Jesús tenía preparada para ellos, los publicanos, es la que leemos en el Evangelio de hoy. Pero se intercalan las tres parábolas de la misericordia para responder a la murmuración de los fariseos y escribas: «Éste acoge a los pecadores y come con ellos». Son, entonces, los publicanos el auditorio del Evangelio de hoy. Ellos están bien dispuestos hacia Jesús porque se acercan a escucharlo.
¿Quiénes son los publicanos, que aparecen en el Evangelio con tanta frecuencia, y por qué se les da ese nombre? Los publicanos son judíos a quienes Roma daba la concesión de recaudar los impuestos que Israel, como nación sometida, tenía que pagar al Imperio. Era doblemente antipático ese impuesto: primero, porque a nadie le agrada pagar parte de sus ingresos; pero, sobre todo, porque Israel, el pueblo santo de Dios, debía pagarlo a Roma, símbolo del paganismo más radical (El Apocalipsis llama al Imperio con el nombre de «la Bestia»). Roma encargaba esta recaudación a judíos que no eran sensibles al tema religioso, pero que entendían de dinero. Ellos recibían un porcentaje de lo recaudado y, a menudo, abusaban exigiendo más que lo fijado (cf. Lc 3,12-13). Para exigir el pago tenían a su disposición la fuerza pública. Los publicanos eran ricos. Preferían el dinero antes que su observancia religiosa. Por eso, se los llamaba «pecadores».
El nombre latino «publicanus» no corresponde al término original griego con que los designa el Evangelio. En el Evangelio se les da el nombre de «telonés», que deriva de la palabra griega «télos = impuesto». Pero es probable que en el mismo Israel del tiempo de Jesús se les llamara despectivamente: «publicanus». En efecto, aunque en Roma el pueblo hablaba griego, la lengua oficial de las leyes y de la clase culta era el latín y al Imperio se le llamaba la «Res Publica». Aunque en Israel, obviamente, no se hablaba latín, a los recaudadores de impuestos para la Res Publica se les daba el nombre de «publicanus», es decir, colaboracionistas con el invasor. Análogamente, en Chile no hablamos inglés, pero en el mundo del emprendimiento, al gerente de una empresa se le llama CEO (Chief Executive Officer), porque esa es la lengua que predomina en ese mundo.
Jesús tiene la misión de llamar a los publicanos a la conversión y a que usen su dinero para el bien de los demás. La parábola del administrador deshonesto es un llamado a la urgencia de la conversión. A esos hombres, que eran hábiles en los asuntos económicos, Jesús los llama a ser más hábiles en los asuntos eternos. La parábola presenta un administrador a quien es inminente que, por mala administración, su señor le quitará el cargo. Entonces, antes de que le sobrevenga esa desgracia, cuando aún tiene poder sobre el dinero de su señor, toma la decisión rápida de granjearse amigos con ese dinero, según planea, «para que cuando sea removido de la administración me reciban en sus casas». Jesús no recomienda esa conducta; pero pone en boca del señor una alabanza a la astucia y a la capacidad de tomar decisiones rápidas: «El señor alabó al administrador deshonesto porque había obrado astutamente». Jesús agrega un comentario que es un reproche: «Pues los hijos de este mundo son más astutos con los de su generación que los hijos de la luz». Con esta parábola Jesús está invitando a los publicanos, que lo escuchan con interés, a ser «hijos de la luz» y a usar de su astucia para hacer el bien.
Jesús agrega otras recomendaciones: «Yo les digo a ustedes (sabemos a quiénes se dirige): “Haganse de amigos con el dinero injusto (con la Mamona de la injusticia), para que cuando les falte, los reciban en las moradas eternas”». El dinero es esencialmente de este mundo e inexorablemente llegará el momento en que cesará. En este tiempo, antes de que su vigencia cese, lo astuto es hacerse amigos con el uso del dinero perecible, para ser acogido en las «moradas eternas». Jesús invita a los publicanos a dar ese paso. Debemos agregar que su mensaje fue acogido, al menos, en dos casos que conocemos. El apóstol y evangelista San Mateo era publicano y Jesús lo llamó a dejarlo todo y seguirlo a Él, cosa que Mateo hizo sin vacilar: «Al pasar vio Jesús a un hombre llamado Mateo, sentado en el despacho de publicano, y le dice: “Sígueme”. Él se levantó y lo siguió» (Mt 9,9). Zaqueo era jefe de publicanos y rico. Cuando Jesús entró en su casa, entró con Él la salvación y Zaqueo se granjeó muchos amigos con la decisión que tomó: «Señor, daré la mitad de mis posesiones a los pobres; y si en algo defraudé a alguien, le restituiré el cuádruplo» (Lc 19,8).
Para Jesús el dinero de este mundo es algo que se confía a algunos en administración con el fin de que hagan el bien a los demás. Representa para Jesús un valor mínimo, en comparación con los bienes de la salvación que son eternos. Pero debe administrarse con fidelidad como un signo de la fidelidad a esos valores eternos: «El que es fiel en lo mínimo, lo es también en lo mucho; y el que es injusto en lo mínimo, también lo es en lo mucho». No puede ser un apóstol de Cristo (admnistrador de lo mucho) quien es infiel en el uso del dinero.
Además: «Si ustedes no son fieles con el dinero injusto, ¿quién les confiará lo verdadero?». La respuesta que espera esta pregunta es: «Nadie». En la lengua hebrea lo verdadero es lo que ofrece un apoyo seguro y firme, que no defrauda, porque es eterno. Este Bien eterno no se le confiará a quien no ha sido fiel con el dinero de este mundo.
Hemos dicho que todo lo que poseemos en este mundo es dado por Dios en administración, porque «del Señor es la tierra y todo lo que contiene» (Sal 24,1). Pero Él asegura: «Si ustedes no son fieles en lo ajeno, ¿quién les dará lo que es de ustedes?». Cuando alguien ha sido infiel en sus negocios, se le retienen los dineros propios para pagarse lo defraudado. Así ocurrirá con lo que Jesús llama: «Lo de ustedes». Se refiere a lo que nos será dado eternamente; es esa «parte buena que no nos será quitada» (cf. Jn 10,42). Esto no podrá recibirlo quien ha sido infiel en las cosas que Dios le encomendó en admnistración en este mundo.
Termina Jesús con una advertencia que a menudo olvidamos: «Ningún siervo puede servir a dos señores... Ustedes no pueden servir a Dios y al Dinero». Si somos honestos, debemos reconocer que en nuestra sociedad secularizada mucho más y con mucho más sacrificio se sirve al Dinero que a Dios. Los frutos no pueden ser buenos.
Felipe Bacarreza Rodríguez
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