Iglesia.cl - Conferencia Episcopal de Chile

Comentarios del Evangelio Dominical


Domingo 13 de Octubre de 2019

Lc 17,11-19
Los demás, ¿dónde están?

El Evangelio de este Domingo XXVIII del tiempo ordinario nos relata un episodio real de la vida pública de Jesús que ocurrió en uno de los pueblos de Samaría por los que atravesó en su camino a Jerusalén: «Al entrar en un pueblo, salieron a su encuentro diez varones leprosos, que se pararon a distancia y, levantando la voz, dijeron: “¡Jesús, Maestro, ten piedad de nosotros!”».

El verbo imperativo que ellos usan suena en griego: «eléeson» (ten piedad), que es el mismo que repetimos tres veces en el acto penitencial al comienzo de la Eucaristía: «Señor, ten piedad – Cristo, ten piedad – Señor, ten piedad». Por eso, aunque este triple grito se cante, no debemos cambiar esas palabras, porque ellas nos recuerdan que estamos ante el Señor en la misma situación que esos diez leprosos.

¿Qué es lo que ellos piden a Jesús? Jesús va acompañado por los Doce, por otros que Él había mandado por delante a los lugares donde iba a ir y por mucha gente. Pero, entre toda esa multitud, los leprosos identifican claramente a Jesús, a quien llaman por su nombre, agregando el título honorífico de «Maestro». Se detienen a distancia, porque los leprosos, a causa de su enfermedad, que era considerada una «impureza», no podían acercarse a la gente ni entrar en lugares poblados. Si alguien se acercaba a ellos, debían prevenirlo gritando: «Impuro, impuro» (cf. Lev 13,45-46). Su mayor segregación era, sin embargo, respecto de Dios. En efecto, su condición de impureza los hacía inhábiles para el culto. Se reunían en grupos para acompañarse en su amarga situación.

Esos leprosos seguramente habían oído lo que hizo Jesús con un leproso que no temió acercarse a Él: «Estando en una ciudad, se presentó un hombre cubierto de lepra que, al ver a Jesús, se echó rostro en tierra, y le rogó diciendo: “Señor, si quieres, puedes purificarme”. Él extendió la mano, lo tocó, y dijo: “Quiero, queda puro”. Y, al instante, le desapareció la lepra». Jesús le da esta orden: «Vete, muéstrate al sacerdote...». Dado que la lepra segregaba del culto divino, correspondía al sacerdote verificar la purificación y decretar la rehabilitación. La conclusión de ese episodio es que «su fama se extendía cada vez más» (Lc 5,12-15). La purificación de ese leproso no debió ser un hecho aislado, porque es uno de los signos que Jesús indica a los enviados de Juan el Bautista para acreditarse como el que debía venir: «Vayan y cuenten a Juan lo que han visto y oído: Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son purificados, los sordos oyen, los muertos resucitan, los pobres son evangelizados...» (Lc 7,22).

Con su grito esos hombres expresan su fe en que Jesús los puede purificar y devolverlos a la vida familiar y, sobre todo, a la participación en el culto divino. Jesús les responde: «Vayan y presentense a los sacerdotes». Habría sido imposible para ellos llegar ante los sacerdotes cubiertos de lepra. Jesús da por obtenida la purificación de ellos y los manda a los sacerdotes para que decreten su reintegración. Y así lo entienden también ellos que se ponen en camino: «Sucedió que, mientras iban, fueron purificados».

La secuencia lógica del relato habría sido que los diez hubieran reconocido el inmenso beneficio recibido y hubieran vuelto a Jesús a expresar su gratitud. Pero la realidad es otra y refleja bien la condición humana: «Uno de ellos, viéndose curado, se volvió glorificando a Dios en alta voz. Y, postrándose rostro en tierra a los pies de Jesús, le daba gracias; y éste era un samaritano». Jesús sabe que han quedado purificados los diez. Y, sin embargo, pregunta: «¿No fueron purificados los diez?». Habría preferido que le dijeran: «No, fue purificado sólo éste», antes que constatar la ingratitud de los otros nueve. Esa ingratitud, que Él considera referida a Dios, le duele: «Los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios sino este extranjero?».

Jesús no espera un reconocimiento para Él. Le duele la ingratitud, porque ella cierra la posibilidad de mayores beneficios. Le faltaba dar a esos hombres algo más grande que la purificación de la lepra. Quería darles lo que Él vino a traer al mundo. Pero, ¡no pudo hacerlo!, excepto con el único que reconoció el beneficio y volvió a agradecer: «Levántate y vete; tu fe te ha salvado».

Jesús fue fiel a su misión de ser el «enviado por Dios a su pueblo de Israel». Así lo canta Zacarías, el padre de Juan el Bautista: «Bendito el Señor Dios de Israel porque ha visitado y redimido a su pueblo» (Lc 1,68). Así lo declara el mismo Jesús: «No he sido enviado, sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel» (Mt 15,24). Sin embargo, donde encuentra fe y reconocimiento, el mismo plan de Dios cede. En este caso, Jesús concede la salvación a un extranjero, más aún, a un samaritano: «¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios sino este extranjero?». Y a éste Jesús dice: «Tu fe te ha salvado».

El Evangelio de Juan expresa el don más grande que Dios ha hecho al mundo en estos términos: «Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo único... para que el mundo se salve por Él» (Jn 3,16.17). Nosotros no tenemos cómo agradecer a Dios debidamente un don tan grande, excepto elevandonos al nivel del mismo Dios, es decir, en su Hijo Jesucristo. Esto es lo que ocurre en la Eucaristía. Por eso, esta acción litúrgica, en que ofrecemos a Dios a su Hijo, adquiere ese nombre: «Eucaristía = Acción de gracias». Cuando Jesús considera nuestras Eucaristías dominicales, ciertamente se lamentará diciendo: «¿No he ofrecido Yo la vida en sacrificio por la salvación de todos? ¿Los demás dónde están?». Son infinitas las gracias que el Señor quiere darnos; pero nosotros, por nuestra falta de gratitud, nos privamos de ellas.

Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de los Ángeles