Iglesia.cl - Conferencia Episcopal de Chile

Comentarios del Evangelio Dominical


Domingo 20 de Octubre de 2019

Lc 18,1-8
No temo a Dios y por eso no respeto a los hombres

Al comenzar la lectura del Evangelio de este Domingo XIX del tiempo ordinario nos parece tener antes los ojos una parábola de Jesús cuya enseñanza es clara, porque su finalidad es indicada explícitamente por el evangelista: «Les decía una parábola para inculcarles que era necesario que ellos oraran siempre, sin desfallecer». Y, sin embargo, debemos reconocer que esta es una de las enseñanzas de Jesús menos comprendidas y menos practicadas en nuestro tiempo, dado que es muy poco lo que se ora. En nuestro tiempo prevalece el activismo, incluso entre los que están llamados a ser maestros de oración.

Una primera cuestión es saber a quiénes se dirige Jesús. ¿Quiénes son ese sujeto «ellos» de quienes dice Jesús que «es necesario que oren siempre sin desfallecer»? Para responder a esta pregunta debemos remontar un poco más arriba, porque está explícitamente indicado: «Dijo a sus discípulos: “Días vendrán en que ustedes desearán ver uno de los días del Hijo del hombre y no lo verán”» (Lc 17,22). Jesús está dirigiendose a sus discípulos y es a ellos a quienes quiere hacerles comprender la necesidad de orar siempre, sin desfallecer.

Sabemos que el libro de oración por excelencia del cristiano es el Salterio, porque en él se encuentra la oración conveniente para todo tipo de situación en que pueda encontrarse el ser humano y, sobre todo, porque, «siendo escrito por inspiración del Espíritu Santo tiene a Dios por autor» (Dei Verbum, N. 11; Catecismo N. 105). Cuando oramos con los Salmos, Dios nos habla con nuestras palabras –es la condescendencia admirable de Dios– y nosotros hablamos a Él con sus palabras, porque los Salmos son su obra. Todo el Salterio comienza con una bienaventuranza: «Dichoso el hombre... que se deleita en la Ley del Señor y medita su Ley día y noche; será como árbol plantado junto a corrientes de agua, que da su fruto a su tiempo y su follaje no se marchita; en todo lo que hace, prospera» (Sal 1,1a.2-3). Es una frase programática para el libro de oración compuesto por Dios con lenguaje humano.

Una segunda cuestión es resolver la extensión de aquel adverbio de tiempo: «siempre», que está acentuado por la explicación: «sin desfallecer, sin cansarse». A esto responde la parábola propuesta por Jesús: «Había un juez en una ciudad, que ni temía a Dios ni respetaba a los hombres. Había en aquella ciudad una viuda que, acudiendo a él, le decía: “¡Hazme justicia contra mi adversario!”». Ante la presentación de estos personajes la primera cosa que nos surge es la pregunta: ¿Qué posibilidad tiene esa viuda de ser atendida por semejante juez? En la escala social del Israel de ese tiempo la viuda ocupaba el último lugar, junto con el huérfano y el desvalido, y no tenía ningún poder. Por su parte, el juez detentaba todo el poder; gobernar en Israel se decía «juzgar». Para hacerle justicia el juez habría tenido que contrariar a alguien más poderoso. Lo único que habría podido valer a esa viuda es su condición de ser humano; pero eso no le valía, porque ese juez «no respetaba a los hombres», como se nos informa.

Las dos afirmaciones respecto de aquel juez están puestas una junto a la otra, sin indicación de una relación entre ellas: «No temía a Dios y no respetaba a los hombres». Su importancia se deduce por su repetición. No sólo en la descripción que se hace del juez, sino también en su propia apreciación: «Aunque no temo a Dios y no respeto a los hombres...». Es un indicio de que esta parábola remonta verdaderamente a Jesús mismo, cuya lengua semítica es pobre en conjunciones de subordinación. Pero, en realidad, ambas afirmaciones deben entenderse como relacionadas de la siguiente manera: «No temía a Dios y, por eso, no respetaba a los hombres». Para la revelación bíblica es claro que el único fundamento del respeto debido al ser humano es el temor de Dios, porque el ser humano ha sido creado por Dios «a imagen y semejanza de Dios» (cf. Gen 1,26-17) y posee el soplo de vida que procede de Dios (cf. Gen 2,7). El pobre y el desvalido no tienen ante el poderoso otra defensa que el temor de Dios. Dios asume su defensa: «Padre de los huérfanos y defensor de las viudas es Dios en su santa morada» (Sal 68,6).

Si es ley eterna que el temor de Dios es el único fundamento válido para el respeto por el ser humano, que le es debido por su condición de ser humano y no por su fuerza o poder, también es ley eterna que cuando no hay temor de Dios se pierde todo respeto por el ser humano y la expresión: «respeto a los derechos humanos», es carente de sentido y se transforma en un slogan vacío. Muchos pobres y débiles –niños abandonados, ancianos, pobres, inmigrantes, etc.– carecen hoy del respeto que les es debido y de justicia, porque hay muchos fuertes que carecen del temor de Dios. Es la lógica de la violencia que parece haberse tomado la escena pública hoy. Vemos a diario que los fuertes quieren imponerse atropellando los derechos de todos los demás. El temor de Dios se ha dejado de lado.

A la viuda de la parábola le quedaba, sin embargo, un poder contra el juez injusto: su insistencia y perseverancia. El juez injusto se ve obligado a reconocerlo: «Aunque no temo a Dios y, por eso, no respeto a los hombres –menos que todos a esta viuda–, dado que ella me causa molestia, le haré justicia para que no venga continuamente a importunarme». De esta manera recomienda Jesús la necesidad de orar siempre. ¡Es un modo audaz, que nadie habría osado usar! En efecto, en el lugar de ese juez injusto está Dios mismo, que es el Juez Justo: «¿No hará justicia Dios a sus elegidos, que están clamando a Él día y noche, y les hace esperar?». Nuevamente, dos afirmaciones yuxtapuestas que debemos subordinar: ¿No les hará justicia, aunque los haga esperar? La justicia de Dios no tarda –se suele decir–, pero Él quiere nuestra perseverancia en la oración confiada. Nosotros nos cansamos demasiado pronto de pedir y desfallecemos en la oración. No se encuentran hoy esos «elegidos que claman a Dios día y noche». Es cierto que últimamente han surgido en el mundo católico lugares en que se desarrolla la adoración eucarística «día y noche» y podemos decir que desde esos lugares se eleva a Dios esa oración «siempre y sin desfallecer» que Él quiere inculcar a sus discípulos. Es nuestra única esperanza de recibir la justicia para nuestro mundo de parte de Dios: «Les digo que les hará justicia pronto».

Dejamos a la apreciación de cada lector la inquietante pregunta final de Jesús: «Pero, cuándo el Hijo del hombre venga, ¿encontrará fe sobre la tierra?».

Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de los Ángeles