Iglesia.cl - Conferencia Episcopal de Chile

Comentarios del Evangelio Dominical


Domingo 27 de Octubre de 2019

Lc 18,9-14
No se nos ha dado otro Nombre por el cual podamos ser salvados

En el Evangelio de este Domingo XXX del tiempo ordinario continúa Jesús su enseñanza sobre la oración por medio de otra parábola. En efecto, el domingo pasado, por medio de la parábola del juez inicuo y la viuda, inculcaba Jesús a sus discípulos «que era necesario que ellos oraran siempre, sin desfallecer». La continuidad es clara: «Dijo también esta parábola a algunos que confiaban en sí mismos que eran justos y despreciaban a los demás...».

Ya era claro en Israel que, en cuanto a la justicia ante Dios, nadie podía confiar en sí mismo. Lo expresaban en su oración: «Si tienes en cuenta, Señor, las culpas; Señor, ¿quién podrá quedar en pie?» (Sal 130,3); o como afirma el orante en el Salmo 143: «Señor, no sometas a juicio a tu siervo, pues ningún viviente es justo ante Ti» (Sal 143,2). A este grave error de confiar en sí mismos en cuanto a la justicia se agrega este otro: «Desprecian a los demás». Jesús nos enseña que la oración de éstos, que ya se consideran justos por su propio esfuerzo, no alcanza a Dios, Esa oración se reduce a un monólogo de autocomplacencia.

«Dos hombres subieron al templo a orar; uno fariseo, otro publicano». El templo es definido por Jesús como «Casa de oración» y quiere que sea conservado así, como lo enseña expulsando de él a los mercaderes: «Está escrito: “Mi Casa será llamada Casa de oración”. ¡Pero ustedes están haciendo de ella una cueva de ladrones!» (Lc 19,46). Un fariseo y un publicano van a orar. Para los que escuchan a Jesús la conclusión es clara: la oración del fariseo, que observa fielmente la Ley, es grata a Dios; en cambio, ¿qué hace en el templo orando un publicano, que es un pecador? Van a tener que cambiar completamente de mentalidad, porque la enseñanza de Jesús es precisamente la contraria. Es una enseñanza que cada uno de nosotros tiene que asimilar.

Ambos, el fariseo y el publicano se dirigen a Dios, diciendole: «¡Oh Dios!», esperando ser escuchados por Él. En efecto, la oración se define como «una relación viva y personal con el Dios vivo y verdadero» (Catecismo N. 2558). Jesús resume la oración de cada uno.

«El fariseo, de pie, oraba en su interior de esta manera: “¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano. Ayuno dos veces por semana, doy el diezmo de todas mis ganancias”». No da gracias a Dios por algún don inmerecido que reconoce haber recibido de Él. Dar gracias a Dios por algo que no es –«no soy como los demás hombres»– es casi burlarse de Dios. Obviamente, no ser como los demás hombres y, sobre todo, no ser como ese publicano, lo atribuye a sí mismo. ¡Qué distante está la acción de gracias de ese fariseo de la que expresó aquel leproso que, viendose curado, «volvió glorificando a Dios en voz alta y, postrandose a los pies de Jesús, le daba gracias» (Lc 17,15-16)! El fariseo sigue su oración con una autocomplaciente lista de sus observancias, que, a decir verdad, son admirables: «Ayuno dos veces por semana, doy el diezmo de todas mis ganancias...». Los católicos ayunamos dos veces al año y pagamos el 1% de nuestras ganancias. ¡Cuánto nos supera ese fariseo! Y, sin embargo, la sentencia de Jesús es esta: «Bajó a su casa no justificado». Su oración no llegó a Dios; se detuvo en sí mismo, fue sólo una autoalabanza. Jesús declara, además, cuán errado estaba teniendose por justo. Más habría estado en la verdad y más le habría valido ante Dios, si se hubiera tenido por pecador, como dice el Salmo: «Mira que en la culpa nací; pecador me concibió mi madre», y hubiera suplicado de Dios la salvación: «Ten piedad de mí, oh Dios, según tu misericordia; según la abundancia de tu bondad, borra mi culpa» (Sal 51,7.3).

El publicano, en cambio, reconoce que es un pecador y sabe que no puede alcanzar la salvación, si Dios no tiene misericordia de él. Por eso, se mantiene a distancia, no se atreve a elevar los ojos al cielo y se golpea el pecho diciendo: «Oh Dios, ten compasión de mí, que soy un pecador». Esta oración llegó hasta Dios y agradó a Dios, como dice el mismo Salmo: «Sacrificio agradable a Dios es un espíritu contrito; un corazón contrito y humillado, Tú, oh Dios, no lo desprecias» (Sal 51,19). Acerca de éste Jesús declara: «Les digo que bajó a su casa justificado». Gracias a su oración, que agradó a Dios, ese hombre fue transformado de pecador en justo. Nadie puede hacer eso, fuera Dios.

Este episodio evangélico puede iluminar la escena nacional, después de los actos de protesta y destrucción que ha sufrido en estos días nuestro país. Hemos visto a muchos periodistas, comentaristas políticos, parlamentarios, manifestantes, etc. echando la culpa a otros de todo lo ocurrido y del triste espectáculo que ofrece nuestro país, y hemos visto a muy pocos que reconocen la propia culpa y confían en Dios orando: «Oh Dios, ten misericordia de nosotros y de nuestro país y salvanos». No hay otro modo de que cambie el corazón del ser humano. No nos va a salvar nuestro propio esfuerzo, ni un programa aprobado por un grupo de parlamentarios –en la eventualidad que se pongan de acuerdo–; nos va a salvar Dios, que para eso envió al mundo a su Hijo Jesucristo. Si rechazamos de nuestra convivencia nacional a Jesucristo, estamos rechazando la piedra angular sobre la cual reposa todo el edificio; no se puede esperar, sino su derrumbe. Ojalá los cristianos tengamos el valor de declarar lo que declararon los primeros apóstoles y por lo cual dieron su vida: «Jesucristo es la piedra que ustedes, los constructores, han rechazado y que se ha convertido en piedra angular. Porque no hay bajo el cielo otro Nombre dado a los hombres por el que nosotros podamos ser salvados» (Hech 4,11-12).

Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de los Ángeles