Iglesia.cl - Conferencia Episcopal de Chile

Comentarios del Evangelio Dominical


Domingo 01 de Diciembre de 2019

Mt 24,37-44
Separados de mí, no pueden hacer nada

Comenzamos en este I Domingo de Adviento un nuevo año litúrgico. Como vemos, el año litúrgico no coincide con el año calendario, que comienza el 1 de enero y se rige por el movimiento de la tierra en torno al sol. El año litúrgico se rige por el misterio de Cristo y lo contempla en todos sus aspectos domingo a domingo. Este primer capítulo –el primer domingo del año litúrgico– parece comenzar por el fin, pues nos presenta la venida final de Cristo, el evento que pone fin a la historia humana, el mismo que contemplábamos en los últimos domingos del año que acaba de terminar. El año litúrgico, en efecto, comienza y termina con esa verdad sobre Cristo que profesamos en el Credo: «De nuevo vendrá con gloria a juzgar a vivos y muertos y su Reino no tendrá fin». Adviento procede de la palabra latina «adventus», que significa «venida»: vendrá.

Pero es doble la venida de Cristo en la historia humana. La primera marca el centro de la historia, cuando, encarnado en el seno virginal de María, nació en un pesebre en Belén hace 2019 años. La segunda pondrá fin a la historia humana, cuando Él venga en su gloria. Ésta es aún futura. Los profetas, que miraban hacia el futuro, sobreponen ambas, como lo vemos en la lectura de Isaías que se proclama este domingo: «Lo que vio Isaías, hijo de Amós... Sucederá en los días futuros... Pues de Sión saldrá la Ley, y de Jerusalén la Palabra del Señor. Juzgará entre las gentes... Forjarán de sus espadas azadones, y de sus lanzas podaderas... No se ejercitarán más en la guerra» (cf. Is 2,1-5). La primera parte de ese futuro que veía Isaías ya se cumplió en la primera venida de Jesús. Él es la Palabra del Señor que vino al mundo, como afirma San Juan: «La Palabra era Dios... La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1,1.14). Pero no se ha cumplido aún que todas las armas se conviertan en instrumentos de paz y desaparezcan las guerras. Eso se cumplirá en la venida final de Cristo, cuando diga a los de su derecha: «Vengan, benditos de mi Padre, a poseer el Reino preparado para ustedes desde la creación del mundo» (Mt 25,34). En el tiempo del Adviento se pasa de la segunda venida de Cristo –que contemplamos hoy– a la contemplación de su primera venida. Por eso, este tiempo culmina con la Solemnidad de la Navidad.

El Evangelio de hoy comienza con una comparación de Jesús: «Como en los días de Noé, así será la venida del Hijo del hombre». Es claro que Jesús con la expresión «Hijo del hombre» se refiere a sí mismo. ¿Por qué usa esa expresión? Sabemos que es una expresión semita que significa simplemente «hombre». Pero si fuera solamente este el sentido, también otros la usarían. En realidad, para entender esta expresión hay que entrar en la mente de Jesús. Su Persona es una sola y ésta es divina. Cuando Él dice: «Yo», que es su Persona, es a Dios a quien indica. Sólo Él puede decir: «Yo soy», como lo dice Dios a Moisés: «Dirás a los israelitas: “Yo soy” me ha enviado a ustedes» (Ex 3,14). Jesús dice: «Sabrán que “Yo soy”» (Jn 8,28). Para acentuar que Él mismo, sin dejar de ser Dios, se hizo verdadero hombre, adopta la expresión «Hijo del hombre». Así apareció entre nosotros. Quien vendrá es Él, que es Dios y hombre, y no dejará de serlo nunca.

La venida del Hijo del hombre se da por aceptada. Lo que Jesús compara es la situación de la humanidad con la del tiempo de Noé cuando eso ocurra. La figura de Noé está asociada al diluvio. «Los días de Noé» es el tiempo precedente al diluvio. Jesús los describe así: «Comían, bebían, tomaban mujer o marido, hasta el día en que entró Noé en el arca». En realidad, Jesús es muy benévolo. La Escritura dice: «Viendo el Señor que la maldad del hombre cundía en la tierra, y que todos los pensamientos que ideaba su corazón eran puro mal de continuo, le pesó al Señor haber hecho al hombre en la tierra...» (Gen 6,5-6). La comparación de Jesús adquiere la forma de una grave advertencia: «No se dieron cuenta hasta que vino el diluvio y los arrasó a todos, así será también la venida del Hijo del hombre». ¿En qué difiere Noé de sus contemporáneos? La Escritura dice: «Noé caminaba con Dios» (Gen 6,9). Noé fue el único que se salvó, porque él tenía a Dios como su compañero de viaje. Él vivía según la descripción que hace San Pablo en el Areópago de Atenas del Dios que él anunciaba: «En Él vivimos, nos movemos y existimos» (Hech 17,28). Este es nuestro Dios. La comparación de Jesús es una advertencia para nuestro tiempo, porque, si algo caracteriza a nuestro tiempo, es la prescindencia de Dios. En el tiempo de Noé –dice Jesús– «comían, bebían, se casaban». Pero no dice: «Oraban». No era parte de sus vidas la oración y el amor a Dios. En esto se parece a nuestro tiempo.

En cierto sentido, nuestra situación, a pesar de todo, parece ser mejor que «en los días de Noé», porque el único que se salvó en esos días fue Noé. En cambio, refiriendose a su venida, Jesús dice: «Estarán dos en el campo: uno será tomado, el otro dejado; dos mujeres moliendo en el molino: una será tomada, la otra dejada». Es un llamado de Jesús a revisar nuestra vida en nuestra relación con Dios, pues de eso depende que estemos en uno u otro caso. Hay que considerar que ese desenlace de nuestra vida será eterno. Todo nuestro empeño en esta tierra debe ser entonces «caminar con Dios» para ser de los que son tomados. El sentido del Adviento es recordarnos que nuestro paso por este mundo es breve.

En nuestro país el estallido social que estamos viviendo es como un ensayo del diluvio, en cuanto que vino cuando «comíamos, bebíamos y nos casabamos» y, como dice Jesús, comparando con su venida: «No se dieron cuenta hasta que vino el diluvio». Pero el ensayo está sirviendo poco, porque, como país, estamos continuado como antes. Ponemos nuestra esperanza siempre en nosotros mismos. Confiamos en que una nueva constitución, que nosotros haremos, ¡eso sí que nos salvará! ¡No hemos aprendido la lección! No hay otro Salvador fuera de Jesucristo. Sólo Él dice con verdad: «Separados de mí, no pueden hacer nada» (Jn 15,5). Ha quedado suficientemente demostrado. Debemos estar convencidos también nosotros de lo que afirma San Pedro ante las autoridades de su tiempo, refiriendose a Jesucristo: «No hay bajo el cielo otro Nombre dado a los hombres por el cual nosotros podamos ser salvados» (Hech 4,12). Este tiempo litúrgico nos debe recordar esta verdad y hacerla vida en nosotros.

Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de los Ángeles