Iglesia.cl - Conferencia Episcopal de Chile

Comentarios del Evangelio Dominical


Domingo 15 de Diciembre de 2019

Mt 11,2-11
El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y Yo en él

El plan de Dios es que todos los seres humanos, creados por Él «a imagen y semejanza» suya (cf. Gen 1,26.27), sean eternamente felices gozando de su presencia. Lo expresa San Pablo, bendiciendo a Dios: «Bendito sea Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda bendición espiritual, en los cielos, en Cristo; por cuanto nos eligió en Él antes de la creación del mundo, para que fuesemos santos e inmaculados en su presencia, por el amor» (Ef 1,3-4). Que el ser humano –cada ser humano– haya sido creado para la felicidad eterna junto a Dios es una verdad revelada. ¿Cómo se explica, entonces, que tenga que morir y que experimente muchos otros males? Había que ser un gran profeta para responder a esta pregunta. Lo hace el autor del Génesis, en el siglo X a.C., en el relato del pecado de Adán, que San Pablo resume así: «Por un hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte y así la muerte alcanzó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron» (Rom 5,12), todos son solidarios en ese pecado original y en la muerte.

¿Quiere decir que el plan de Dios se arruinó para siempre? No, porque el mismo profeta que explica la presencia del mal en el mundo, como consecuencia del pecado de Adán, pone la promesa de salvación en boca de Dios, que dice a la serpiente, que sedujo a Eva: «Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y la suya; ésta te pisoteará la cabeza, mientras tú acechas su talón» (Gen 3,15). Quedó inmediatamente anunciada una mujer y, sobre todo, una descendencia de ella, que vencería a la serpiente –pisotearía su cabeza– y restablecería el plan de Dios. Todo ser humano está necesitado de salvación, pues «todos pecaron». Fue la misión de los profetas de Israel aclarar en qué forma ocurriría esa salvación prometida.

Uno de los más grandes profetas fue ciertamente Isaías. En el siglo VII a.C., él predica que la salvación no puede ser más que obra de Dios mismo: «Miren que el Dios de ustedes viene... Él vendrá y los salvará» (Is 35,4). Y ofrece estos signos: «Entonces se despegarán los ojos de los ciegos, los oídos de los sordos se abrirán; entonces saltará el cojo como un ciervo y la lengua del mudo lanzará gritos de júbilo» (Is 35,5-6). Vendrá Dios mismo; pero no está claro en qué forma. El mismo profeta responde que será en la forma de un descendiente de David que estará lleno del Espíritu de Dios: «Saldrá un vástago del tronco de Jesé (Jesé es el padre de David), y un retoño de sus raíces brotará. Sobre él reposará el Espíritu del Señor» (Is 11,1-2). En el siglo VI a.C., otro profeta de la escuela de Isaías pone en boca de ese hijo de David este oráculo: «El Espíritu del Señor Dios está sobre mí, porque el Señor me ha ungido; me ha enviado a evangelizar a los pobres, a vendar los corazones rotos; a pregonar a los cautivos la liberación, y a los reclusos la libertad; a pregonar un año de gracia del Señor» (Is 62,1-2). Israel sabe entonces que el que ha de venir es el Ungido del Señor, el Cristo (Mesías), y sabe cuáles son sus obras, las «obras del Cristo».

Así se entiende el comienzo del Evangelio de este Domingo III de Adviento: «Juan, habiendo oído en la cárcel sobre las obras del Cristo, envió a sus discípulos a decirle: “¿Eres tú el que ha de venir, o debemos esperar a otro?”». Hasta ahora el lector no sabe que Juan el Bautista está en la cárcel. Lo dirá el evangelista más adelante (Mt 14,1-12). Tampoco, hasta ese momento, alguien ha identificado a Jesús con el Cristo; lo confesará más adelante Pedro en representación de los Doce: «Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo» (Mt 16,16). Hasta este punto Jesús ha limpiado a un leproso; ha curado al siervo de un centurión, que estaba a punto de morir; ha curado a la suegra de Pedro; con una palabra suya ha liberado del demonio a muchos poseídos; el viento y el mar han obedecido a su mandato de calmarse; curando a un paralítico, ha demostrado que tiene poder de perdonar pecados, cosa que sólo Dios puede hacer; ha curado a una mujer que sufría flujo de sangre; ha resucitado a la hija de un magistrado; ha hecho hablar a un mudo y ha dado la vista a dos ciegos. Si Juan ha oído todo esto sobre Jesús, debió concluir que estas son «las obras del Cristo», que identifican al que ha de venir a traer la salvación al mundo. ¡Antes que Pedro, Juan reconoce que Jesús es el Cristo! Él formó a sus discípulos precisamente para que siguieran al Cristo, cuando viniera. ¿Cómo se explica entonces su pregunta? Se explica por el mismo motivo por el cual el evangelista incluye este episodio aquí, incluso antes de narrar el encarcelamiento de Juan.

En un episodio anterior aparecen los discípulos de Juan objetando la conducta de Jesús y de sus discípulos: «Se le acercaron los discípulos de Juan y le dijeron: “¿Por qué nosotros y los fariseos ayunamos, y tus discípulos no ayunan?”» (Mt 9,14). Se ve que Juan no ha terminado aún de cumplir su misión de preparar el camino al Señor, formando a los discípulos que habían de seguirlo a Él. La pregunta que manda hacer a Jesús no obedece, entonces, a una duda suya; quiere que sus discípulos oigan de labios de Jesús la respuesta a la duda que ellos tienen: «¿Eres tú a quien debemos seguir?». Podemos suponer que, escuchando la respuesta de labios de Jesús, esos discípulos de Juan, en adelante siguieron a Jesús como el que había de venir. Más que a Juan, se dirige a ellos la bienaventuranza que Jesús pronuncia: «Dichoso aquel que no se escandalice de mí». Juan usa con sus discípulos el mismo procedimiento que usa el apóstol Felipe cuando llama a Natanael. Ante la duda de éste: «¿De Nazaret puede haber algo bueno?», Felipe le dice: «Ven y verás» (Jn 1,46). Fue Jesús mismo quien conquistó a Natanael y ahora a estos discípulos de Juan. De hecho, en el Evangelio de Mateo, después de este episodio, los discípulos de Juan no son mencionados de nuevo. Ya son discípulos de Jesús.

Cuando ellos partieron con la respuesta, comienza Jesús a referirse a Juan en términos de gran afecto y elogio, recordando el motivo por el cual se había producido una gran movilización hacia el desierto donde estaba Juan: «¿Ustedes salieron a ver un profeta? Sí, les digo, y más que un profeta. Éste es de quien está escrito: “He aquí que yo envío mi mensajero delante de ti, que preparará por delante tu camino”. En verdad les digo que no ha surgido entre los nacidos de mujer uno mayor que Juan el Bautista». Inmensa alabanza a su Precursor. Agrega, sin embargo, un mensaje para nosotros: «El más pequeño en el Reino de los Cielos es mayor que él». Juan preparó el camino al que había de venir y lo indicó presente en el mundo; pero él no pudo gozar de la unión con Él, como podemos nosotros ahora en que el Reino de Dios ya está en nosotros (cf. Lc 17,21). Juan no pudo hacer vida estas palabras de Jesús: «El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y Yo en él» (Jn 6,56). La salvación del ser humano consiste en esta unión con el Hijo de Dios hecho hombre: «Tiene vida eterna y Yo lo resucitaré en el último día» (Jn 6,54). Juan es un gran santo. Pero él se salvó por el Cristo futuro; nosotros, por el Cristo presente.

Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de los Ángeles