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Comentarios del Evangelio Dominical


Domingo 29 de Diciembre de 2019

Mt 2,13-15.19-23
La familia, comunidad de vida y de amor

No basta un solo día para celebrar la Navidad. Por eso, la Iglesia prolonga esa celebración durante ocho días, hasta el 1 de enero del año sucesivo en que celebra la Solemnidad de Santa María, Madre de Dios. Entre el 25 de diciembre y el 1 de enero se celebra la Octava de Navidad. Y, dado que la familia es esencial al misterio del nacimiento del Hijo de Dios como verdadero hombre, en el domingo que cae dentro de esos ocho días, se celebra la fiesta de la Sagrada Familia. De esta manera, la Iglesia quiere enseñar que la familia es una institución esencial en el desarrollo de la persona humana, hasta el punto de que Dios, debiendo hacerse hombre verdadero, lo hizo en el seno de una familia. Si lo hubiera hecho de cualquier otra manera –apareciendo, por ejemplo, ya adulto–, podríamos decir que la familia no pertenece al designio de Dios sobre el ser humano.

En el Evangelio del domingo pasado, IV de Adviento, veíamos cómo José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, cuando supo que su esposa esperaba un Hijo concebido en su seno por obra del Espíritu Santo, no veía su lugar en ese misterio y temía seguir adelante en su unión esponsal con María. Pero, el relato explica precisamente que Dios tenía dispuesto que, a pesar de que la concepción de ese Niño fue virginal, Él tuviera un padre y que ese padre estuviera unido con su madre con un vínculo indisoluble. Para expresarle a José su vocación de ser el padre de ese Niño mandó Dios un ángel que le dijo en sueños: «María, tu esposa, dará a luz un Hijo y tú le pondrás por nombre Jesús» (cf. Mt 1,20.21). Era rol propio del padre dar el nombre al hijo. Ese nombre, Jesús –Dios salva–, le fue dado por su padre terreno, en obediencia a su Padre divino. De esta manera, Jesús nació en el seno de una verdadera familia. En este domingo toda la Iglesia se une en la contemplación de la Sagrada Familia de José, María y Jesús.

La familia no es una creación humana. La familia pertenece a la naturaleza humana y está ya en el acto creador de Dios. En efecto, cuando Dios creó al ser humano, leemos en la Escritura: «Creó Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios lo creó, hombre y mujer los creó. Y los bendijo Dios y les dijo Dios: “Sean fecundos y multipliquense...”» (Gen 1,27-28). La creación de un ser humano es obra exclusiva de Dios. Pero Dios lo confía, desde su concepción, a un hombre y una mujer, que son sus padres. De aquí, el mandato: «Multipliquense». Ese hombre y esa mujer deben estar tan estrechamente unidos que el hijo que nace de ellos debe percibirlos como un solo principio: «Por eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne» (Gen 2,24). Este es el plan de Dios. La familia se define como una comunidad de vida y de amor fundada en el matrimonio indisoluble de un hombre y una mujer. La familia es anterior a toda otra agrupación humana. Es anterior al Estado y el Estado debe protegerla y promoverla. La salud del Estado y el cumplimiento de su misión de promover el bien común depende de la salud de sus familias.

La familia es una «comunidad de vida». Es necesario, por tanto, que vivan juntos en un mismo espacio común. Es significativo y también normativo que la Escritura –tanto en hebreo como en griego– no tiene el término «familia». Usa con este significado el término «casa». Se da por obvio que la familia vive en un espacio común, la casa. Cuando veamos en nuestras Biblias el término «familia», sepamos que traduce «casa». Es esencial a la familia que dispongan de ese espacio común donde puedan desarrollar la comunidad de vida. Pero no basta. Hay familias que poseen una casa y, sin embargo, no son una comunidad de vida, porque cada miembro vive inmerso en su celular. Es importante que los hijos comprendan que cuando están en la casa hay que apagar el celular, porque ese instrumento los pone fuera de la casa y rompe la comunión.

La familia es una «comunidad de amor». Esto significa que cada miembro de ella está más interesado en el bien de los demás que en su bien propio. El amor tiende a unir a los miembros. Cuando existe la comunidad de amor, los miembros de la familia no estarán en ningún otro lugar con más gusto que en su familia. Si cada miembro procurara solamente su propio bien tendríamos el monstruo de una «aglomeración de egoísmo» en la cual nadie querrá estar. En el Evangelio de hoy vemos la comunidad de amor más perfecta, la de José, María y Jesús. En ese Evangelio se nos relata que sólo uno de sus miembros era perseguido a muerte: Jesús. El Ángel del Señor dijo en sueños a José: «Levantate, toma contigo al Niño y a su madre y huye a Egipto; y estate allí hasta que yo te diga. Porque Herodes va a buscar al Niño para matarlo». Pero todos reaccionan como cosa natural para protegerlo. Prefieren proteger la vida del Niño antes que la propia y están dispuestos a sufrir el exilio por Él: «José se levantó, tomó de noche al Niño y a su madre, y se retiró a Egipto; y estuvo allí hasta la muerte de Herodes». Todas las decisiones que toman tienen como objeto el bien de ese Niño. En efecto, después que murió Herodes, nuevamente, tomó José al Niño y a su madre y regreso a Israel; pero «al enterarse de que Arquelao reinaba en Judea en lugar de su padre Herodes, tuvo miedo de ir allí; y avisado en sueños, se retiró a la región de Galilea, y fue a vivir en una ciudad llamada Nazaret». Esta circunstancia le valió a Jesús el nombre de Nazareno, que lo acompañó hasta su muerte, según su identificación puesta sobre la cruz: «Jesús el Nazareno, el Rey de los judíos» (Jn 19,19).

En el seno de la familia se aprenden las virtudes humanas y, sobre todo, la práctica de las virtudes sobrenaturales, que tienen su resumen en el amor. El amor las abarca todas. Cuando estas virtudes no se aprenden, sufre toda la sociedad, porque la ley de la convivencia empieza a ser el egoísmo, la búsqueda afanosa del propio bien con desinterés por los demás. En la familia se transmite la fe. Es imposible enseñar a orar a quien nunca ha visto orar a sus padres. Es fácil que la fe se transmita del corazón de los padres al corazón de los hijos. A este propósito el Papa San Juan Pablo II, que con razón es llamado «el Papa de la familia», refiriendose a su padre, recordaba: «El simple hecho de verlo arrodillarse tuvo una influencia decisiva en mis jóvenes años». Esa influencia duró toda su vida hasta hacer de él un Papa y un santo. Lo que se aprende de los padres en el seno de la familia dura para siempre. A los padres se puede aplicar el mandato de Jesús: «Los he destinado para que vayan y den fruto y ese fruto permanezca» (Jn 15,16). Nadie está en mejor posición para cumplir esa misión que los padres en relación a sus hijos.

Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de los Ángeles