Domingo 02 de Febrero de 2020
Este domingo celebra la Iglesia la fiesta de la Presentación del Niño Jesús en el templo. Tratándose de un misterio de la vida de Jesucristo, es también un «Día del Señor» y, por eso, cuando cae en día domingo, como ocurre este año, esta fiesta toma el lugar del domingo, en este caso, del Domingo IV del tiempo ordinario.
La Presentación del Niño Jesús en el templo y los hechos que ocurrieron en esa ocasión los conocemos por el evangelista San Lucas. El evangelista comienza con una circunstancia de tiempo, que es la que nos permite ubicar esta fiesta en un día fijo en el calendario, el 2 de febrero: «Cuando se cumplieron los días de la purificación de ellos, según la Ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarlo al Señor, como está escrito en la Ley del Señor: “Todo varón primogénito será consagrado al Señor”». El evangelista da por conocida la norma del Antiguo Testamento a la cual se refiere. Nos da así una indicación de que es imposible alcanzar una comprensión plena del Nuevo Testamento sin tener conocimiento del Antiguo Testamento, que es su antecedente. Esto es particularmente claro en el misterio de la Presentación del Señor. La Ley del Señor decía: «Cuando una mujer conciba y tenga un hijo varón, quedará impura durante siete días... Al octavo día será circuncidado el niño... Pero ella permanecerá todavía 33 días purificandose de su sangre. No tocará ninguna cosa santa ni irá al templo hasta que se cumplan los días de su purificación» (Lev 12,2-4). Para poder ir al templo a presentar al Niño tenían que pasar 40 días desde su nacimiento, que son los que transcurren entre el 25 de diciembre y el 2 de febrero, considerando que los judíos en el cómputo del tiempo cuentan el primero y el último día.
El lector que conoce el Antiguo Testamento sabe que el concepto de «impureza» no siempre tiene relación con la esfera sexual, ni siquiera con el pecado. La impureza era un estado que impedía acceder a la presencia de Dios en el templo y participar en el culto. Se adquiría este estado, entre otras cosas, por todo derramamiento de sangre, pues en la sangre se creía que estaba la vida. El lector del Evangelio de Lucas sabe que esta norma no rige para la Virgen María, porque ella tuvo a su Hijo en el vientre y lo dio a luz, sin intervención de varón y sin perder su integridad virginal, por tanto, sin derramamiento de sangre. Se sometieron, sin embargo, a los 40 días de purificación por consideración a su Hijo, que se hizo «semejante a nosotros en todo, excepto el pecado» (cf. Heb 4,15). La Presentación de Jesús en el templo, como la de todo niño en Israel, no pudo ser antes de esos 40 días.
«Llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarlo al Señor». El templo se consideraba el lugar donde habitaba el Señor. Jesús mismo lo llama «la casa de mi Padre» (Jn 2,16). Nunca estuvo el templo más lleno de Dios que cuando fue introducido en él el Hijo de Dios hecho hombre. Sus padres tuvieron que llevar a su Hijo al templo también por un segundo motivo previsto en la Ley: «Para consagrarlo al Señor». Esto debía cumplirse con Él por ser el hijo primogénito: «Todo varón que abre la matriz será consagrado al Señor» (cf. Ex 13,2.12). Jesús es el primero y único hijo.
Ocurrieron cosas notables, cuando sus padres introducían a Jesús en el templo. El anciano Simeón, presentado como «hombre justo y piadoso, que esperaba la consolación de Israel y en quien estaba el Espíritu Santo», reconoció a ese Niño como «el Cristo del Señor», lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: «Ahora, Señor, según tu palabra, dejas partir a tu siervo en paz; porque mis ojos han visto tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para revelación a las naciones y para gloria de tu pueblo Israel». Este es uno de los textos del Evangelio más proclamado por los fieles; se recita cada día en la Liturgia de las Horas antes del reposo nocturno.
Las palabras de Simeón son una admirable profecía. Llama a ese Niño, que externamente no se distinguía de los demás, «la salvación de Dios» y afirma que ella no se limita al pueblo de Israel, sino que está destinada «a todos los pueblos». Simeón declara que en este Niño se cumplen las profecías de salvación, en particular la profecía de Isaías: «Es poco que seas mi Siervo, en orden a levantar las tribus de Jacob, y de hacer volver los preservados de Israel. Te daré como luz de las naciones, para que mi salvación llegue hasta los confines de la tierra» (Is 49,6). Treinta años más tarde, Jesús mismo dará la razón al anciano Simeón, declarando: «Yo soy la luz del mundo; el que me siga no caminará en las tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8,12). El evangelista Juan resume el misterio de Jesús, Verbo encarnado, diciendo: «Estaba viniendo al mundo la luz verdadera, que ilumina a todo hombre» (Jn 1,9). Este anhelo de universalidad lo expresó Jesús, sobre todo, en su mandato final: «Vayan y hagan discípulos de todas las naciones...» (Mt 28,19). Ese mandato es lo que despierta el espíritu apostólico, que debe caracterizar a todo cristiano, y es lo que da el nombre a su Iglesia: Católica.
El anciano Simeón bendijo a los padres de Jesús y anunció a su madre María que nadie quedaría indiferente ante ese Niño: «Está puesto... para ser señal de contradicción... a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones». Ya esto era doloroso para ella. Pero agrega todavía: «¡A ti misma una espada te atravesará el alma (psyché)!». Ese Niño llegado a la edad madura debía ofrecer su vida en sacrificio por la salvación de la humanidad. No sería rescatado por el sacrificio de un par de tórtolas y dos pichones, como los demás primogénitos. Su madre sufriría esa muerte en su alma. El Evangelio usa la misma palabra «psyché» para decir alma y vida.
Intervino también una mujer, Ana, que es llamada «profetisa» y que después de vivir siete años con su marido permaneció viuda hasta los 84 años: «No se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y día en ayunos y oraciones». Así se explica que también ella comprendiera quién era ese Niño: «Alababa a Dios y hablaba del Niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén».
En este día se celebra en muchos lugares la fiesta de Nuestra Señora de la Candelaria. En efecto, la Virgen María, llevando en sus brazos al Niño Jesús, llevaba la luz del mundo. Eso se representa por una candela (una vela) encendida. Como dice el Prefacio de la Misa en honor de la Virgen María, ella «sin perder la gloria de su virginidad, derramó sobre el mundo la luz eterna». Su Hijo divino es la luz del mundo; dejémonos iluminar por Él para no caminar en las tinieblas.
Felipe Bacarreza Rodríguez
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