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Comentarios del Evangelio Dominical


Domingo 26 de Abril de 2020

Lc 24,13-35
¡El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!

Uno de los rasgos del Evangelio de Lucas es el importante rol que reconoce a la mujer en el misterio cristiano. No sólo porque es el que más espacio concede a la Madre de Dios y a su singular misión, sino también porque es quien nos informa que a Jesús lo seguían, además los Doce, también un grupo de mujeres: «Jesús iba por ciudades y pueblos, proclamando y anunciando el Evangelio del Reino de Dios; lo acompañaban los Doce, y algunas mujeres…: María, llamada Magdalena, de la  que habían salido siete demonios, Juana, mujer de Cusa, un administrador de Herodes, Susana y otras muchas que los servían con sus bienes» (Lc 8,1-3).

Estas mujeres fueron fieles a Jesús hasta su muerte: «Las mujeres que seguían, las que habían venido con Él desde Galilea, vieron el sepulcro y cómo era colocado su cuerpo» (Lc 23,55). Y fueron las primeras en ir al sepulcro aquel primer día de la semana, pasado el solemne Sábado de la Pascua: «El primer día de la semana, muy de mañana, fueron al sepulcro llevando los aromas que habían preparado» (Lc 24,1). Fueron las primeras que escucharon este anuncio: «¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo? No está aquí. ¡Ha resucitado!» (Lc 24,5-6). Ellas transmitieron ese anuncio a los Once «y a todos los demás»: «Las que decían estas cosas a los apóstoles eran María Magdalena, Juana y María la de Santiago y las demás que estaban con ellas» (Lc 24,10). Pero los Once no dieron crédito a sus palabras: «Todas estas palabras les parecían como desatinos y no les creían». Lucas advierte que sólo uno de ellos, Pedro, tomó en serio ese anuncio: «Pedro se levantó y corrió al sepulcro. Se inclinó, pero sólo vio las vendas y se volvió a su casa, asombrado por lo sucedido» (Lc 24,12).

Esto es lo que antecede al largo relato de los discípulos de Emaús que leemos en este Domingo II de Pascua: «Aquel mismo día iban dos de ellos a un pueblo llamado Emaús, que distaba sesenta estadios de Jerusalén (12 km), y conversaban entre sí sobre todo lo que había ocurrido». Es un trayecto que se recorre a pie en dos horas. Salen de Jerusalén calculando llegar a destino, antes de que oscurezca, es decir, a la hora décima (equivale a nuestra hora 16). El evangelista los define como «dos de ellos» y luego nos transmite el nombre de uno: Cleofás. Son de ese número que el evangelista define como «todos los demás» que estaban con los Once, cuando las mujeres trajeron el anuncio de la resurrección de Jesús. De hecho, se refieren a ese hecho, cuando resumen lo ocurrido al desconocido que se les junta en el camino y que dice ignorar las cosas que han ocurrido en Jerusalén esos días: «Lo de Jesús el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras delante de Dios y de todo el pueblo; cómo nuestros sumos sacerdotes y magistrados lo condenaron a muerte y lo crucificaron… llevamos ya tres días desde que esto pasó. El caso es que algunas mujeres de las nuestras nos han sobresaltado, porque fueron de madrugada al sepulcro, y, al no hallar su cuerpo, vinieron diciendo que hasta habían visto una aparición de ángeles, que decían que Él vivía». Citan el mensaje con precisión. Agregan: «Fueron también algunos de los nuestros al sepulcro y lo hallaron tal como las mujeres habían dicho, pero a Él no lo vieron». Aquí se muestran menos informados, porque al sepulcro fue sólo Pedro. Ellos son del número de los que creían que todo eso era desatinos.

El lector sabe quien es ese desconocido: «El mismo Jesús se acercó y siguió con ellos; pero sus ojos estaban retenidos para que no lo conocieran». Aunque son discípulos, no son del grupo de los Doce, porque definen a Jesús según lo que la gente decía sobre Él –«un profeta poderoso»– y no según lo confesado por Pedro en representación de los Doce: «Tú eres el Cristo de Dios» (Lc 9,20). Se alejan de Jerusalén porque, pasados tres días, han perdido la esperanza y se dispersan. Está ocurriendo lo que sabiamente expresó en su momento el fariseo Gamaliel, en el supuesto de que Jesús no hubiera resucitado, para disuadir al sanhedrín de oponerse a la predicación de Pedro y Juan: «En los días del empadronamiento, se levantó Judas el Galileo, que arrastró al pueblo tras de sí; éste pereció y todos los que lo habían seguido se dispersaron» (Hech 5,37). El hecho de que los seguidores de Cristo no se hayan dispersado y su Iglesia perdure hasta hoy es una poderosa razón para creer en su resurrección.

Es una poderosa razón, pero no suficiente, porque la fe es siempre un don de Dios que supera toda razón. Esto es lo que está expresado por la aclaración: «Sus ojos estaban retenidos para que no lo conocieran». Para creer no basta el reconocimiento humano. Dios se iba a valer de «un signo» para conceder a esos discípulos la fe: «Se puso a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando. Entonces se les abrieron los ojos y lo conocieron, pero Él desapareció de su lado». No lo conocieron en las dos horas que duró el viaje y a pesar de la sabiduría y autoridad con que Jesús les expuso lo que había en la Escritura sobre Él –estaba hablando la Palabra de Dios, es decir, el autor mismo de todos esos escritos– y lo conocen, en cambio, en ese signo: «Contaron lo que había pasado en el camino y cómo le habían conocido en la fracción del pan». «Fracción del pan» era el nombre que se daba a la Eucaristía en la primera comunidad cristiana. La Eucaristía sigue siendo el signo que suscita la fe, cuando es celebrada por una comunidad creyente, que ama ardientemente a Jesús.

Esos dos discípulos regresaron a Jerusalén con prisa para comunicar sin demora su experiencia a los demás discípulos. Se encontraron con que ellos ya lo sabían y los reciben con estas palabras: «¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!». Sabemos, de esta manera, que hubo una aparición de Jesús resucitado a Pedro solo y que este testimonio, el de Pedro, es lo que convence a los discípulos de la verdad de la resurrección de Jesús, antes de que ellos lo hayan visto. No sabemos lo que Jesús habló con Pedro en esa aparición; pero fue suficiente para que en adelante Pedro cumpliera su misión de ser la «Piedra» en la cual Cristo fundó su Iglesia. Esa aparición particular es lo que da fuerza al mismo San Pablo: «Les transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se apareció a Cefas y luego a los Doce» (1Cor 15,3-5).

Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de los Ángeles