Domingo 24 de Mayo de 2020
El testo del Antiguo Testamento considerado el más «mesiánico», es decir, el que más explícitamente se refiere al «Ungido» del Señor prometido, que esperaba Israel, es el Salmo 110, que tiene el título: «Salmo de David» y comienza con estas palabras: «Oráculo del Señor (Yahveh) a mi Señor: “Siéntate a mi derecha…”» (Sal 110,1). Este es también el texto del AT que más veces se cita en el Nuevo Testamento. Tenemos la exégesis de ese texto del mismo Jesús.
La explicación que hace Jesús de ese Salmo 110 es la de su mismo Autor, porque Él es la Palabra de Dios. Jesús parte de lo que el Pueblo de Israel tenía claro. Era claro que el Ungido esperado –el Mesías, el Cristo– sería «hijo de David». Así lo había prometido Dios al rey David: «Afirmaré después de ti la descendencia que saldrá de tus entrañas, y consolidaré el trono de su realeza. Él constituirá una casa para mi Nombre y yo consolidaré el trono de su realeza para siempre. Yo seré para él padre y él será para mí hijo… Tu casa y tu reino permanecerán para siempre ante mí; tu trono estará firme, eternamente» (2Sam 7,12-14.16). Con estas señas fue anunciada su concepción a la Virgen María: «El Señor Dios le dará el trono de David, su padre, y reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su Reino no tendrá fin» (Lc 1,32-33). Cuando, ya durante su vida pública, la gente veía los milagros que hacía, preguntaba: «¿No será este el Hijo de David?» (Mt 12,23). Y el ciego de Jericó le suplica así: «¡Hijo de David, Jesús, ten piedad de mí!» (Mc 10,47).
Jesús no niega que ese título le corresponda a Él; pero tiene la misión de revelar cómo debe entenderse. Por eso, pregunta a los judíos: «¿Cómo dicen los escribas que el Cristo es Hijo de David? David mismo dijo, movido por el Espíritu Santo: “Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi derecha…”. El mismo David lo llama “Señor”; ¿cómo entonces puede ser hijo suyo?» (Mc 12,35-36.37). Jesús enseña que «el Cristo» es el Señor de David y que es a Él a quien Dios ha dicho: «Siéntate a mi derecha», es decir, al mismo nivel que Dios.
El misterio de la Ascensión del Señor, que celebramos este domingo, es el cumplimiento de ese oráculo del Señor que cita David en el Salmo 110. El Evangelio de San Mateo nos presenta el último encuentro de Jesús Resucitado con sus Once discípulos, antes de dejar la escena de este mundo para ir al lugar que le corresponde a la derecha de Dios, su Padre: «Los once discípulos marcharon a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Y al verlo lo adoraron». Tienen experiencia de que Él es verdadero hombre, pues han convivido con Él los últimos tres años y, sobre todo, lo han visto sufrir y morir en la cruz. Pero, se comportan ante Él como se hace sólo ante Dios: «Lo adoraron». Jesús no impide esa actitud, sino que la confirma pronunciando palabras que sólo Dios puede pronunciar con verdad: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra». Es la confirmación de la enseñanza que ya les había dado durante su vida terrena, diciéndoles también quién es el origen de todo poder: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra… Todo me ha sido entregado por mi Padre…» (Mt 11,25.27). Nada retiene el Padre, que no haya entregado a su Hijo. Jesús es el Hijo y, con su Padre y el Espíritu Santo, es el único Dios. Por eso, los once discípulos lo adoran. Y lo adoramos también nosotros como nuestro Dios.
Después de esa autopresentación, con la plenitud de su poder, Jesús encomienda a sus discípulos una misión: «Vayan, pues, y hagan discípulos a todas las naciones bautizándolas en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que Yo les he mandado». Este es el texto que ha dado a la Iglesia de Cristo el carácter misionero. Nadie en la Iglesia de Cristo puede quedarse tranquilo mientras quede en el mundo alguna persona que aún no es discípulo de Cristo. El verdadero discípulo de Cristo se define por dos cosas: haber recibido el Bautismo en el Nombre de la Trinidad, por el cual Dios lo acoge como hijo suyo, y observar todo lo que Jesús nos manda.
El género literario del Evangelio de hoy es el de una despedida; y ese mandato de Jesús es su última voluntad. Pero todavía agrega algo necesario, sin lo cual la misión que les encomienda es imposible: «Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin de los siglos». Estas consoladoras palabras son sus últimas palabras en el Evangelio de Mateo. Nadie puede pretender cumplir la misión de Cristo –hacer discípulos suyos– sin estar unido a Él. Él mismo lo había enseñado de manera muy concreta y gráfica: «Yo soy la vid; ustedes los sarmientos… Separados de mí, ustedes no pueden hacer nada» (Jn 15,5).
Si Mateo hubiera tenido que agregar una frase más, esa sería: «Con esto, el Señor Jesús, después de haberles hablado, fue elevado al cielo y se sentó a la derecha de Dios» (Mc 16,19). Es la conclusión canónica que agrega al Evangelio de Marcos un anónimo editor. Está refiriendo la Ascensión de Jesús al oráculo divino del Salmo 110.
La Ascensión de Jesús es relatada con detalle por el evangelista Lucas en dos partes de su obra: en la conclusión de su Evangelio y en la introducción de los Hechos de los Apóstoles. Este último texto es el que se lee en este Domingo como primera lectura en los tres ciclos. Jesús es elevado al cielo. Pero todavía es necesario esperar algo: «Les mandó que no se ausentasen de Jerusalén, sino que esperasen la Promesa del Padre», que luego la explica así: «Cuando venga el Espíritu Santo sobre ustedes, recibirán fuerza y serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría y hasta el extremo de la tierra» (Hech 1,4.8). También nosotros, junto con toda la Iglesia, quedamos a la espera de esa Promesa del Padre, pidiendo al Señor que envíe su Espíritu para que renueve la faz de la tierra, que la purifique de la pandemia que la asola y la llene del amor de Dios, como ya lo experimentaron los apóstoles y lo testimonia San Pablo: «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rom 5,5).
Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de los Ángeles
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