Iglesia.cl - Conferencia Episcopal de Chile

Comentarios del Evangelio Dominical


Domingo 07 de Junio de 2020

Jn 3,16-18
Que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu Enviado, Jesucristo

El Evangelio de esta Solemnidad de la Santísima Trinidad está tomado de la conversación que tuvo Jesús con Nicodemo. Este era un fariseo y magistrado judío que vino a hablar con Jesús de noche y comenzó la conversación diciendole: «Rabbí, sabemos que has venido de Dios como maestro» (cf. Jn 3,1-2). Lo dice sinceramente y con intención de aprender de Jesús y no, como en otra ocasión, en que un grupo de fariseos y herodianos se dirigen a Él con la misma introducción, pero con hipocresía, con intención de ponerle una trampa (cf. Mc 12,13-15). La sinceridad de Nicodemo mueve a Jesús a hacerle revelaciones admirables.

Jesús comienza asegurando a Nicodemo que es necesario un nacimiento de lo alto para entrar en el Reino de Dios: «En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios. Lo nacido de la carne, es carne; lo nacido del Espíritu, es espíritu» (Jn 3,5-6). Jesús no está hablando de un «nuevo nacimiento», como entendió Nicodemo; está hablando de un nacimiento de otro tipo, que no es comparable con el nacimiento del seno materno, que Él llama «de la carne». Es el nacimiento a la vida divina que infunde el Espíritu. Pero este don del Espíritu fue obtenido a altísimo precio: «Así como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea tenga en Él vida eterna» (Jn 3,14-15). Con esta expresión enigmática –«ser levantado»–, Jesús se está refiriendo a su muerte en la cruz. A este precio obtuvo Jesús la vida eterna para nosotros, para que podamos gozar de ella ya desde esta tierra. Jesús revela a Nicodemo el origen absoluto es el amor de Dios: «Pues tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo único para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna». Uniendo ambas afirmaciones se resuelve cierta ambigüedad: «Todo el que crea tenga en Él vida eterna… todo el que crea en Él tenga vida eterna». Ambas cosas son verdad.

Nicodemo comenzó la conversación diciendo: «Sabemos que has venido de Dios». Pero en el curso de este encuentro Jesús va mucho más allá: revela a Nicodemo, no sólo que Él ha venido de Dios, sino que Él es el Hijo único de Dios y que Dios ha dado su Hijo al mundo movido por su amor. Y repite: «No envió Dios a su Hijo al mundo, para que juzgue al mundo, sino para que el mundo sea salvado por medio de Él». Es el cumplimiento de la promesa de salvación que el mundo, desde Adán en adelante, esperaba. Hay, sin embargo, un juicio y muchos opinan que todo el Evangelio de Juan es un proceso judicial entre Jesús y el mundo (entendido como el ámbito que se cierra a la acción de Dios): «El que cree en Él no es juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el Nombre del Hijo único de Dios». Es un juicio en el cual quien se cierra al don de Dios dicta sentencia contra sí mismo: «No ha creído».

Jesús ha hablado del «Hijo único de Dios» y, por consiguiente, de Dios como Padre. Ha dicho a Nicodemo que la vida eterna se tiene por la acogida en la fe del Hijo de Dios. Pero todo esto es posible, porque antes se ha nacido del Espíritu. El Espíritu concede que se haga vida en nosotros lo que Jesús ha revelado a Nicodemo; el Espíritu da testimonio ante nuestro espíritu de que Jesús es el Hijo de Dios y, de esta manera, por la fe en Jesús, nos concede la vida eterna. Nos hace nacer a esa vida. Es el nacimiento del Espíritu.

Hacia el final de su vida terrena Jesús elevó a su Padre una oración en la cual expresa lo que Él más aprecia. Ora así: «Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti. Y que, según el poder que le has dado sobre toda carne, dé también vida eterna a todos los que Tú le has dado» (Jn 17,1-2). Y define esa vida eterna que Él nos obtuvo: «Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que Tú has enviado, Jesucristo» (Jn 17.3). Define la vida eterna como el conocimiento de Dios y de su Enviado. Hay que entender que el conocimiento, en la mentalidad bíblica, que es la de Jesús, es una actividad del corazón y consiste simultáneamente en «conocer y amar». Aquí está nuevamente expresada la acción de una tercera Persona divina, pues nadie puede infundir ese conocimiento de Dios, en el cual consiste la vida eterna, fuera del mismo Dios. Esto es lo que hace en nosotros el Espíritu Santo.

¿Cómo nos concede el Espíritu Santo el conocimiento de Dios? De una sola manera: infundiendose en nosotros Él mismo, que es el Amor. Así lo declara San Pablo: «El Amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rom 5,5). Es ese Amor lo que nos concede conocer a Dios y nacer de Dios. Así lo afirma San Juan en su primera carta: «Queridos, amémonos unos a otros, pues el Amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es Amor» (1Jn 4,7-8). Sólo el Amor concede el conocimiento de Dios en que consiste la vida eterna. El Espíritu Santo está en la base del amor. Cuando nos vemos impulsados a amar a Dios y al prójimo, debemos reconocer la acción secreta del Espíritu Santo. Él actúa antes que nuestro pensamiento consciente. Allí está Él.

La Santísima Trinidad es el misterio central de nuestra fe. El ser humano, según expresión de San Pablo en su predicación en el Areópago de Atenas, fue creado por Dios «para que lo buscase, a ver si, a tientas lo busca y lo encuentra» (Hech 17,27). A nosotros nos ha sido revelado en su Hijo Jesús, por acción del Espíritu Santo. Sabemos que Dios es uno solo y que ese único Dios verdadero es trino, es decir, que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son tres Personas distintas y que cada una de ellas es el mismo y único Dios. ¡Nos ha sido revelado! Ahora tenemos la misión de conocerlo, conocerlo y amarlo. Y sabemos que el único modo es el Amor. Amemonos, por tanto, unos a otros, pues allí está Dios.

Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de los Ángeles