Iglesia.cl - Conferencia Episcopal de Chile

Comentarios del Evangelio Dominical


Domingo 14 de Junio de 2020

Jn 6,51-58
Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí

La página del Evangelio que leemos este domingo, en que la Iglesia celebra la Solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo, es de tal importancia, que, si imaginamos por un instante que ella hubiera faltado en el Evangelio, toda la comprensión del misterio cristiano sería distinta y así también la historia del cristianismo habría sido distinta. Se trata del discurso del Pan de vida, que según San Juan pronunció Jesús en la sinagoga de Cafarnaúm. Esa sinagoga desapareció y los restos que permanecen son de una construcción sucesiva; pero las palabras que Jesús pronunció allí permanecen y permanecerán hasta el fin del mundo: «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán» (Mt 24,35).

Ante los oídos asombrados de quienes estaban en esa sinagoga Jesús declaró: «Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si alguien come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que Yo daré es mi carne por la vida del mundo». Si Jesús no hubiera confirmado lo dicho, siempre con más fuerza, los que estaban en esa sinagoga, incluido el evangelista que las trasmite, habrían pensado haber escuchado mal. En efecto, «discutían entre sí los judíos y decían: “¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?”». Era el momento de explicar en qué sentido decía esas palabras. Y es lo que Jesús hace: «En verdad, en verdad les digo: si ustedes no comen la carne del Hijo del hombre, y no beben su sangre, no tienen vida en ustedes. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y Yo lo resucitaré en el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida».

Y sigue Jesús reafirmando lo mismo, agregando el efecto de esa comida y bebida: «El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y Yo en él. Así como me ha enviado el Padre, que vive, y Yo vivo por el Padre, así el que me coma, también él, por mí, vivirá». Esta comida y bebida no sólo concede la unión más estrecha y vital posible con Cristo –«permanece en mí y Yo en él»–, que Él en otra ocasión expresará con la alegoría de la vid y los sarmientos, sino que concede una vida que es la misma que tiene el Padre y, a través del Padre, tiene Él mismo –Jesús– y, a través de Él, tiene quien come su carne y bebe su sangre.

Los que estaban presentes en esa sinagoga no aceptaron sus palabras; sus mismos discípulos lo abandonaron murmurando: «Duro es este lenguaje; ¿quién puede escucharlo?… Desde entonces, muchos de sus discípulos se echaron atrás y ya no caminaban con Él» (Jn 6,60.66). Pero nada habría hecho que Jesús modificara sus palabras, porque eran la verdad: «Las palabras que les he dicho son Espíritu y son vida» (Jn 6,63). Las habría mantenido, aunque lo hubieran abandonado incluso los Doce y hubiera tenido que elegir a otros: «¿También ustedes quieren marcharse?». Ellos creyeron en Jesús y lo siguieron: «Nosotros creemos y sabemos que Tú eres el Santo de Dios» (Jn 6,69).

Esas palabras de Jesús encontraron su realización en el momento supremo de su última cena con sus discípulos en la víspera de su Pasión. Jesús tomó un pan, lo partió y, dando gracias (eucharistesas), lo dio a sus discípulos, diciendo: «Tomen y coman todos de él, porque esto es mi Cuerpo». Y, acabada la cena, tomó el cáliz con el fruto de la vid y lo dio sus discípulos, diciendo: «Tomen y beban todos de él, porque este es el cáliz de mi Sangre». ¡Y ellos comieron realmente su Cuerpo y bebieron su Sangre! Ese gesto, con su admirable efecto, habría quedado sin repetición posible, si Jesús no les hubiera ordenado a ellos hacerlo en adelante: «Hagan esto en memoria mía». La cena pascual, con la comida del cordero pascual, que acababan de concluir, se hacía «en memoria» de los hechos salvíficos obrados por Dios en el pasado, comenzando por la creación y deteniendose, sobre todo, en el Éxodo. El gesto que Jesús les ordena realizar en adelante debe hacerse «en memoria» suya y del sacrificio de sí mismo que Él ofreció en la cruz.

Los apóstoles fueron obedientes a la orden de Jesús y, al hacer esos gestos y pronunciar esas palabras sobre el pan y el vino, y luego, comer su Cuerpo y beber su Sangre, tuvieron una experiencia viva de lo declarado por Jesús en aquella sinagoga de Cafarnaúm, que aún tenían en la memoria como un momento culminante de su enseñanza. La Iglesia no dejará nunca de hacer lo ordenado por Jesús en la última cena, hasta el fin de los tiempos. Esa actuación pronto recibió el nombre de «Eucaristía» (acción de gracias) y sobre ella la Iglesia enseña: «La Eucaristía es fuente y cima de toda la vida cristiana. Los demás Sacramentos, como también todos los ministerios eclesiales y las obras de apostolado, están unidos a la Eucaristía y a ella se ordenan. La sagrada Eucaristía, en efecto, contiene todo el Bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua. La Eucaristía significa y realiza la comunión de vida con Dios y la unidad del Pueblo de Dios por las que la Iglesia es ella misma» (Catecismo N. 1324.1325). Esta enseñanza de la Iglesia trata de ser un reflejo de las palabras de Jesús pronunciadas en el discurso del Pan de Vida. Pero, en realidad, nada puede igualar aquellas palabras, que todos deberíamos conocer de memoria y profundizar continuamente en la participación asidua de la Eucaristía. Todos debemos anhelar que se haga realidad en nosotros la promesa de Jesús: «El que me come vivirá por mí, así como Yo vivo por el Padre» hasta llegar a decir: «Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Gal 2,20)

Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de los Ángeles