Iglesia.cl - Conferencia Episcopal de Chile

Comentarios del Evangelio Dominical


Domingo 05 de Julio de 2020

Mt 11,25-30
Has revelado estas cosas a los pequeños

El Evangelio nos muestra a menudo a Jesús en oración, como algo habitual en Él, incluso pasando la noche en oración. Insiste en esto, sobre todo, el evangelista Lucas: «Jesús se retiraba a los lugares solitarios, donde oraba... se fue al monte a orar, y se pasó la noche en la oración de Dios... tomó consigo a Pedro, Juan y Santiago, y subió al monte a orar... estando Él en cierto lugar orando, cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: “Señor, enséñanos a orar”» (Lc 5,16; 6,12; 9,28; 11,1). Lo destaca también Mateo: «Después de despedir a la gente, Jesús subió al monte a solas para orar; al atardecer estaba solo allí» (Mt 14,23). Pero no nos conceden esos textos entrar en la intimidad de esa oración. El Catecismo define la oración como «una relación viviente y personal con Dios vivo y verdadero» (N. 2558). Lo impresionante del Evangelio de este Domingo XIV de tiempo ordinario es precisamente que nos concede, en cierta medida, entrar en esa relación que tiene Jesús con su Padre.

«Tomando Jesús la palabra, dijo: “Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y las has revelado a pequeños”». Es una oración de alabanza. Lo primero que debemos observar es la identidad de Aquel a quien Jesús, cuando ora, llama «Padre». Él mismo lo define así: «Señor del cielo y de la tierra». Esa definición corresponde sólo a Dios. Es claro, desde la primera frase de la Biblia: «En el principio creó Dios el cielo y la tierra» (Gen 1,1). Los Salmos están llenos de alabanzas a Dios. A nosotros nos interesa saber el motivo por el cual lo alaba Jesús: «Porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y las has revelado a pequeños». Es tal el gozo que produce a Jesús este modo de proceder de su Padre, que le expresa su entusiasmo y felicitación: «Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito».

Las cosas a las cuales Jesús se refiere –«estas cosas»– son objeto de la revelación de Dios y, son, por tanto, inalcanzables a la inteligencia humana. Si el hombre ha de conocerlas, debe revelarselas Dios. Por eso, no es que Jesús se alegre, porque Dios las oculte a alguien, quienquiera que sea. No. Basta con que Dios se abstenga de revelarlas. De lo que Jesús se alegra, eso sí, es de que Dios las revele a pequeños. La única forma, entonces, de inclinar a Dios a revelarnos «esas cosas» es hacernos pequeños, como los niños, y reconocer nuestra incapacidad.

Todavía no hemos respondido a la pregunta sobre cuáles son «esas cosas». A eso responde Jesús en la frase siguiente: «Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre». Ese pronombre «todo» es extraordinariamente fuerte. Allí se incluye también, entre las cosas que el Padre ha entregado a su Hijo, también la divinidad. Eso es lo que los hombres del tiempo de Jesús, y de todos los tiempos, no conocieron: «Nadie conoce al Hijo». Sólo el Padre, que es Dios, lo conoce. Para construir una frase perfectamente paralela con la siguiente, Jesús debió agregar una excepción: «Y aquel a quien el Padre lo quiera revelar». No la agrega, porque ya lo ha dicho. Ese conocimiento del Hijo es lo que Jesús llama «estas cosas». Lo que el Padre revela a los pequeños es el conocimiento de Jesús.

Podemos controlar esta interpretación en los dos casos emblemáticos de San Pedro y San Pablo. Cuando Jesús pregunta a los Doce, quién dicen ellos que es Él y Pedro responde: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16), Jesús se alegra por esa respuesta verdadera y replica con una bienaventuranza personal: «Bienaventurado eres Simón, hijo de Juan, porque esto no te lo ha revelado ni carne ni sangre, sino mi Padre que está en el cielo» (Mt 16,17). Pedro es pequeño y, por eso, Dios le ha revelado a Jesús, le ha concedido el conocimiento de Jesús. Respecto de Pablo, podemos citar sus mismas palabras: «Cuando Aquel que me separó desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia, tuvo a bien revelar en mí a su Hijo, para que lo evangelizara entre los gentiles, al punto, sin pedir consejo a carne y sangre... volví a Damasco...» (Gal 1,15-16.17). El sujeto del verbo «revelar» es el mismo que llama al ser humano a la existencia y le asigna su vocación desde el seno materno, Dios. Vuelve la expresión «carne y sangre» para referirse al ser humano. No está el ser humano en el origen del conocimiento del Hijo de Dios. Lo revela el Padre a los pequeños.

«Nadie conoce al Padre, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo lo quiera revelar». La revelación del Padre es la misión del Hijo. El Hijo cumple esta misión mostrandose a sí mismo: «El que me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14,9). Esta es la respuesta que da a Felipe, cuando el apóstol le suplicó: «Muestranos al Padre».

Jesús sigue inmediatamente con su misión de revelar al Padre mostrandose a sí mismo: «Vengan a mí todos los que están fatigados y sobrecargados, y yo les daré descanso». Jesús habla del «descanso del alma», que sólo Dios puede conceder. Habla del descanso de Dios, al cual se referían los judíos cuando recitaban el Salmo invitatorio: «No endurezcan el corazón, como hicieron los padres de ustedes en Massa... por lo cual juré: “No entrarán en mi descanso”» (cf. Sal 95,8.11). La condición, entonces, para entrar en el descanso de Dios es la que dice Jesús: «Aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontrarán descanso para sus almas».

«Mi yugo es suave y mi carga ligera». El conocimiento de Jesús –«aprendan de mí»–, que el Padre revela, concede imitar a Jesús, ser como Él, manso y humilde. Entonces, la actuación es espontáneamente la de Jesús. Su ley –su yugo– ya no es algo externo y, por eso, no se siente como una carga. El que ha aprendido eso de Jesús puede decir como San Pablo: «Sean imitadores míos, como yo lo soy de Cristo» (1Cor 11,1).

Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de los Ángeles