Domingo 16 de Agosto de 2020
El Evangelio de este Domingo XX del tiempo ordinario nos refiere al único viaje que hizo Jesús fuera de los límites de Israel. Como se verá, se trata de un episodio por muchos aspectos enigmático. Se trata de coordinar dos cosas, ambas esenciales: por un lado, que Jesús es el Ungido (Mesías), prometido por Dios a Israel, que es su pueblo; por otro lado, que Jesús es el Salvador de todo el mundo, de todos los pueblos.
Ciertamente, quien mejor entendió que ambas cosas se realizan en Jesús, sin contradicción alguna, fue San Pablo. El apóstol se presenta como «circuncidado el octavo día, del linaje de Israel, de la tribu de Benjamín, hebreo e hijo de hebreos» (Fil 3,5) y, escribiendo a la comunidad de Roma, mayormente integrada por judíos de la diáspora, les asegura que Dios fue fiel a su promesa: «Afirmo que Cristo se puso al servicio de los circuncisos, a favor de la veracidad de Dios, para dar cumplimiento a las promesas hechas a los patriarcas» (Rom 15,8); pero, por otro lado, afirma que su misión es anunciar a Cristo a los gentiles y reducirlos a ellos a la obediencia de la fe. Y, para justificar esto último, aclara que fue objeto de una revelación y no el resultado de algún razonamiento humano: «Me fue comunicado por una revelación el conocimiento del Misterio… Misterio que en generaciones pasadas no fue dado a conocer a los hombres, como ha sido ahora revelado a sus santos apóstoles y profetas por el Espíritu: que ustedes, los gentiles, son coherederos, miembros del mismo Cuerpo y partícipes de la misma Promesa en Cristo Jesús por medio del Evangelio» (Ef 3,3.5-6).
Esta misma disyuntiva enfrenta el evangelista San Mateo. Por un lado, él escribe un Evangelio dirigido a cristianos provenientes del judaísmo y, por otro, su Evangelio es el más abierto a la universalidad. De hecho, concluye con la misión universal: «Vayan y hagan discípulos de todos los pueblos» (Mt 28,19). Ambas cosas se encuentran en el Evangelio de hoy, incluso, presentando a una mujer «cananea» como ejemplo de fe, de confianza en el poder de Jesús y de oración cristiana.
«Saliendo de allí, Jesús se retiró a las regiones de Tiro y Sidón». Tiro y Sidón son dos puertos sobre el Mar Mediterráneo al norte de Israel, en la región de Siria. Entre ambos, está la localidad de Sarepta. Recordemos la furia de los nazarenos, cuando Jesús les recuerda que Elías no fue enviado a alguna viuda de Israel, sino «a una mujer viuda de Sarepta de Sidón» (Lc 4,26). El evangelista Marcos, que es la fuente usada por Mateo en este episodio, también percibe la dificultad de ese viaje y lo cubre con cierto misterio, advirtiendo que Jesús «no quería que se supiese, pero no logró pasar inadvertido» (Mc 7,24).
«Una mujer cananea, que había salido de aquel territorio, gritaba diciendo: “¡Ten piedad de mí, Señor, hijo de David! Mi hija está gravemente endemoniada”». El gentilicio «cananea» es anacrónico; pero se usa probablemente para acentuar su condición de pagana, siendo los cananeos, en general, los pueblos que Israel debió desalojar para instalarse en la tierra prometida, después del éxodo de Egipto. Decíamos que la mujer es presentada como ejemplo de oración. En efecto, se dirige a Jesús con una oración cristiana esencial; la usamos hoy con insistencia cada vez que celebramos la Eucaristía. Incluso, hasta hace poco tiempo la decíamos en su tenor original griego, para subrayar su fuerza: «Kyrie eleison» (¡Señor, ten piedad!). A juzgar por los vocativos que usa, la mujer sabe quién es Jesús: lo llama: «Señor», «Hijo de David» y, sobre todo, cree que Él puede salvar a su hija de la posesión del demonio. Está segura de que Jesús es esa «descendencia de la mujer» que tenía que venir a «pisotear la cabeza» de la serpiente antigua (cf. Cf. Gen 3,15).
Por lo explicado anteriormente, Jesús «no le respondió palabra», hasta el punto de que intervienen los discípulos, no por el interés de la mujer, que sigue siendo para ellos una pagana, sino para que no siga gritando detrás de ellos: «Concédeselo, que viene gritando detrás de nosotros». Entonces, Jesús explica que su actitud responde a la fidelidad de su misión de ser el prometido a Israel: «No he sido enviado más que a las ovejas perdidas de la casa de Israel».
La mujer es también un ejemplo de perseverancia en la oración, pues, postrada ante Jesús le suplica con otra fórmula de oración cristiana: «Señor, ayúdame». Entonces, Jesús le explica también a ella su conducta, con una parábola, según su modo más propio: «No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos». Podemos decir que Jesús está poniendo a prueba su fe, como suele hacerlo. En efecto, lo hace con sus apóstoles –con Felipe– con ocasión de la multiplicación de los panes: «“¿Donde vamos a comprar panes para que coman éstos?”. Se lo decía para ponerlo a prueba, porque Él sabía lo que iba a hacer» (Jn 6,5-6). El apóstol no pasó la prueba tan bien como la mujer cananea. Ella sigue creyendo en el poder de Jesús y en su misericordia; le da la razón, en cuanto a su condición de pagana, pero argumenta: «Sí, Señor, pero también los perritos comen de las migajas que caen de la mesa de sus señores». La fe de la mujer conmovió a Jesús, que exclama: «Mujer, ¡grande es tu fe!; que te suceda como tú quieres». Y desde aquella hora fue curada su hija.
La oración: «Señor, ayúdame», es una oración cristiana para los momentos en que la fe es puesta a prueba. La dice el padre del niño endemoniado, cuando pone el poder de Jesús en condicional: «Si algo puedes, ayudanos, compadeciendote de nosotros». Jesús responde que su poder está asegurado; el problema se da por el lado de la fe: «En cuanto a “si puedes”, ¡todo es posible para el que cree!». Fue posible para la mujer cananea obtener lo que quería, porque creyó. El padre del niño nuevamente invoca la ayuda, pero esta vez para su fe: «¡Creo! ¡Ayuda a mi incredulidad!» (Mc 9,22-24). La epístola a los Hebreos dice que Jesús tomó nuestra condición y siendo puesto a prueba sufrió, «para ayudar a los que son puestos a prueba» (Heb 2,18).
Debemos resolver todavía un problema. Jesús ha declarado: «No está bien tomar el pan de los hijos y echarlo a los perritos». ¿Cómo se explica, entonces, que Él haya hecho algo que Él mismo define como «no bueno», concediendo a la mujer «cananea» lo que le pedía? La sentencia de Jesús sigue siendo verdadera, como lo afirma en otra ocasión: «No den a los perros lo que es santo» (Mt 7,6). La única explicación es que esa mujer cananea, gracias a su fe en Cristo, adquirió la condición de «hija de Dios». Ya era hija, cuando Jesús le concedió lo que quería, «el pan de los hijos». Se cumplió en ella lo que dice el Prólogo del IV Evangelio: «A cuantos lo recibieron les dio el poder hacerse hijos de Dios, a los que creen en su Nombre» (Jn 1,12). Ella creyó y fue hija.
Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de los Ángeles
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