Domingo 23 de Agosto de 2020
Una de las claras preocupaciones del Evangelio de Mateo es la Iglesia, hasta el punto de dedicar uno de los cinco discursos en que organiza su Evangelio a la vida comunitaria de los discípulos de Jesús. Otro indicio de esta preocupación es que el de Mateo es el único Evangelio en que se encuentra la palabra «Iglesia». Este término cristiano fundamental se encuentra repetido tres veces y una de ellas, la más importante, se encuentra en el Evangelio de este Domingo XXI del tiempo ordinario.
El discurso sobre la vida comunitaria, así llamado «discurso eclesial» (Mt 18,1–19,1), está precedido por diversos episodios que tienen a Pedro como protagonista y que son propios de este Evangelio. Ya nos ha presentado la Liturgia de la Palabra el episodio en que Pedro camina sobre las aguas al encuentro de Jesús (Domingo 19A, Mt 14,22-33). Pero el más importante de esos episodios que destacan a Pedro es, ciertamente, el que nos presenta el Evangelio de hoy. Jesús habla de «mi Iglesia» y pone a Pedro como la piedra fundamental en que ella se funda. Veamos en qué contexto lo hace.
Jesús se ha retirado con sus doce discípulos a la región de Cesarea de Filipo y allí indaga de ellos la opinión que se ha formado sobre Él la gente en general. A la respuesta común – Juan Bautista, Elías, que está en su fuente Marcos, seguido también por Lucas– Mateo agrega un tercer nombre –Jeremías– que nos permite discernir lo que más llamaba la atención a la gente sobre Jesús. Es claro que Juan Bautista y Elías son personajes célibes. Pero Mateo encuentra un tercero que también lo es y, por eso, lo agrega a esa lista. Son los únicos personajes célibes que se encuentran en la Escritura. Demuestra que lo que más impactaba a la gente sobre el tenor de vida de Jesús es el celibato y, de esta manera, resulta el celibato definido como el estado de vida de Jesús, que se abraza por amor a Él para dedicarse enteramente a prolongar su misión de salvación en el mundo.
Jesús acepta esa definición de la gente. Pero quiere saber lo que piensan sobre Él sus discípulos más cercanos, los Doce. Emerge Pedro y responde en nombre de todos: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo». El evangelista Mateo pone en boca de Pedro la confesión completa de la fe cristiana. En el Evangelio de Marcos, que es su fuente, encuentra sólo la confesión: «Tú eres el Cristo» (Mc 8,29; Lc 9.20). Lo que quiere decir Mateo es que la confesión de fe cristiana se basa en lo que Pedro confesó. El evangelista Juan, cuando explica el motivo de su Evangelio, dice: «Ha sido escrito para que ustedes crean que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios» (cf. Jn 20,31). Se basa en la fe de Pedro.
Lo que sigue a esa confesión completa de Pedro se encuentra solamente en el Evangelio de Mateo y se refiere, sobre todo, a lo que él agrega a la confesión de Pedro. En efecto, «Cristo» (Ungido) corresponde al hijo de David, condición que Jesús comparte con otros; «Hijo de Dios» es sólo Jesús. Es la formulación de su misterio. Así lo declara el Padre en el Bautismo de Jesús y lo hará de nuevo, ante Pedro, Santiago y Juan, en la Transfiguración: «Este es mi Hijo» (Mt 17,5). Lo que esto significa lo tenían muy claro los judíos y lo tenemos claro también nosotros. Según Juan, «los judíos trataban con mayor empeño de matar a Jesús, porque no sólo quebrantaba el sábado, sino porque llamaba a Dios su propio Padre, haciéndose a sí mismo igual a Dios» (Jn 5,18). Para los judíos era una blasfemia y causa de muerte; para nosotros es la verdad y motivo de adoración.
Jesús declara que el apóstol no pudo alcanzar esa certeza sobre su identidad verdadera por sus propios medios naturales, sino que le fue concedida por revelación. Y declara su dicha: «Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos». Confirma Jesús la confesión de Pedro llamando a Dios «mi Padre». Nuestra fe no se basa en algo que Pedro haya descubierto, sino en algo que Dios le reveló. No se puede recibir sino en la fe.
Pedro ha confesado la identidad de Jesús. En respuesta, Jesús declara la identidad del apóstol: «Yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos». Dandole el nuevo nombre –Pedro– Jesús le indica su misión: ser la piedra firme sobre la cual edifica su Iglesia. Ya ha usado Jesús esta imagen cuando comparó a quien pone en práctica su Palabra con el hombre prudente que edifica su casa sobre piedra y no puede ser abatida por ninguna tormenta (cf. Mt 7,24-25). «Su Iglesia», edificada sobre esta piedra –Pedro– no puede ser abatida ni siquiera por los poderes del infierno, tanto menos por algún poder humano.
Jesús dice: «Mi Iglesia». No sabemos qué expresión aramea usó. Pero si vamos a la Biblia Hebrea, encontramos allí con profusión, sobre todo, en el Pentateuco, la expresión «quehal Yahweh», que se traduce por «asamblea del Señor» y designa al pueblo santo de Dios. Esta es la expresión que en la Biblia griega (la LXX) se traduce en varias instancias por «Iglesia del Señor». Jesús declara que, en adelante, esta entidad sagrada es suya, que Él es su Señor: «Mi Iglesia».
Por último, Jesús da a Pedro un poder que ningún Rabino podía pretender ni siquiera imaginar. Ellos, los Rabinos y otras autoridades, también «ataban y desataban» (declaraban falso y verdadero, malo y bueno), pero eso no tenía más autoridad que la propia de ellos. Lo que Jesús dice respecto de Pedro, es que cuando él lo hace, lo sanciona Dios: «Queda atado, desatado en el cielo», se entiende, por Dios. Dios no puede sancionar algo falso ni malo, porque Él es la Verdad y el Bien; por tanto, impide que lo hagan Pedro y sus Sucesores. Esta afirmación de Jesús es la base de la infalibilidad pontificia cuando enseña «ex cathedra» en materia de fe y moral, definida como dogma de fe por el Papa Beato Pio IX con la Constitución «Pastor aeternus» del Concilio Vaticano I, el 18 de julio de 1870. Confesando la fe declarada por el Sucesor de Pedro estamos seguros de estar fundados en la verdad que no defrauda. El fiel católico tiene obligación de conocer el magisterio de Pedro en todos los temas de fe y moral que hoy se debaten y adherir a él con espíritu de fe.
Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de los Ángeles
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