Iglesia.cl - Conferencia Episcopal de Chile

Comentarios del Evangelio Dominical


Domingo 30 de Agosto de 2020

Mt 16,21-27
El Hijo de Dios me amó y se entregó a sí mismo por mí

El episodio de la confesión de Pedro, que es su respuesta, en representación de los Doce, a la pregunta de Jesús: «¿Quién dicen ustedes que soy Yo?», se encuentra en los tres Evangelios de Marcos, Mateo y Lucas, que se llaman «Sinópticos» precisamente, porque estos episodios comunes se pueden disponer en columnas paralelas. Hemos leído este episodio el domingo pasado en la versión de Mateo, el Evangelio que se lee en forma continuada en el ciclo A de lecturas, que corresponde a este año.

Si observamos esos tres relatos en columnas paralelas veremos que Mateo, con el fin de destacar el lugar de Pedro en la Iglesia fundada por Jesús, pone en su boca la confesión completa de la fe cristiana: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» y que agrega la reacción de Jesús, que no está en los otros dos Evangelios: «Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos…» (Mt 16,17); le concede «las llaves del Reino de los cielos» y –diríamos– el poder de pensar como Dios: «Lo que ates o desates en la tierra queda atado o desatado en el cielo» (cf. Mt 16,19). Le concede todo eso, pero no lo dispensa de la lucha de la fe, que debe enfrentar, como todo cristiano. Es lo que nos muestra el Evangelio de este Domingo XXII del tiempo ordinario, que es continuación del episodio de la confesión de Pedro.

«Desde entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que Él debía ir a Jerusalén y sufrir mucho de parte de los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, y ser matado y resucitar al tercer día». Nuestro entendimiento, incluido el de Pedro, no es capaz de conjugar estas dos cosas: que Él sea «el Cristo, el Hijo del Dios vivo» y que, siendo esa su identidad, tenga que «sufrir mucho… y ser matado». Esto explica la reacción de Pedro, que, en el mismo caso, sería también la nuestra: «Tomándolo aparte Pedro, se puso a reprenderlo diciendo: “¡Lejos de ti, Señor! ¡De ningún modo te sucederá eso!”». Para poner más en evidencia la incongruencia de lo anunciado por Jesús, Pedro lo llama «Señor» (Kyrie), que es el modo como los judíos se dirigían a Dios, cuyo Nombre (YHWH) era inefable (no se podía pronunciar).

La reacción de Jesús a esas palabras de Pedro es inesperada: «Volviendose, dijo a Pedro: “¡Vete detrás de mí, Satanás! Escándalo eres para mí, porque no estimas las cosas de Dios, sino las de los hombres». Nadie, excepto su Santísima Madre, era capaz en ese momento de «estimar como cosa de Dios» la muerte de Jesús en la cruz. Sólo ella permaneció al pie de la cruz, aceptando la muerte de su Hijo divino como voluntad de Dios. Pedro y los demás apóstoles pudieron comprenderlo solamente después de ser testigos de su resurrección y de haber recibido el don del Espíritu Santo, según la promesa de Jesús: «Cuando venga Él, el Espíritu de la verdad, Él los llevará a la verdad plena» (Jn 16,13).

La predicación de Cristo crucificado será siempre la mayor dificultad a nuestra fe; pero, al mismo tiempo el mayor gozo nuestro, al contemplar que Cristo, siendo Él quien es, nos amó hasta ese extremo. Conviene que a menudo repitamos lo que llenaba a San Pablo de gozo: «El Hijo de Dios me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gal 2,20). Comprendía el Apóstol que no había otro modo de salvarnos del pecado y darnos la vida eterna; y que Jesús lo hizo sin vacilar, movido por el amor a nosotros. No dejaba de reconocer San Pablo la dificultad de la cruz; pero lejos de disimularla, la considera su gozo: «Nosotros predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los paganos; pero para los llamados, lo mismo judíos que griegos, un Cristo que es fuerza de Dios y sabiduría de Dios» (1Cor 1,22-23).

El mismo Pedro, después que recibió el Espíritu Santo y comenzó su misión de confirmar a todos en la fe, escribe: «Ustedes han sido rescatados de la conducta necia heredada de sus padres, no con algo caduco, oro o plata, sino con una sangre preciosa, como de cordero sin defecto y sin mancha, Cristo» (1Ped 1,18-19). Ahora su mente está en las cosas de Dios.

Jesús aprovecha la ocasión para dar a sus discípulos una norma de vida en este mundo: «Dijo Jesús a sus discípulos: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará”». La condición que Jesús pone para encontrar la vida, se entiende la Vida eterna, es entregar esta vida terrena por Él. Esta vida terrena la vamos a perder de todas maneras. Lo importante es tomar la iniciativa y entregarla, no por cualquier causa, sino por Cristo. Y Él nos dice el modo: «Tome su cruz y sigame». Se trata de seguirlo a Él en la entrega de la vida. Para entregar la vida por Cristo es necesario tomar la cruz y seguirlo a Él. San Pablo lo expresa así: «Tener comunión con Él en sus padecimientos hasta hacerme semejante a Él en su muerte, para llegar a la resurrección de entre los muertos» (Fil 3,10-11). No sería justo que Jesús, siendo el Hijo de Dios, haya entregado su vida por mí y yo, que soy simple ser humano, rehúse entregarla por Él.

Finalmente, por si fuera poco, lo que nos ha dicho, Jesús razona con nosotros: «¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si pierde su vida? O ¿qué puede dar el hombre a cambio de su vida?». En la alternativa entre la posesión del mundo entero, siempre amagada por la muerte, y la vida eterna, el hombre debe optar. Lo único que puede dar el hombre para tener la vida eterna es esta vida terrena. A esto se refiere Jesús cuando afirma: «El que entregue su vida por mí, la encontrará»; entrega esta vida terrena y encuentra la vida eterna.

Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de los Ángeles