Iglesia.cl - Conferencia Episcopal de Chile

Comentarios del Evangelio Dominical


Domingo 13 de Septiembre de 2020

Mt 18,21-35
Cristo los perdonó, perdónense ustedes unos a otros

Continuamos este Domingo XXIV del tiempo ordinario la lectura del Capítulo XVIII de Mateo, en el cual el evangelista reúne las normas y enseñanzas de Jesús para la vida comunitaria de sus discípulos, que, en realidad, son normas universales, porque el anhelo de Jesús es reunir a toda la humanidad, sin exclusiones, como lo expresa en el envío, que seguirá resonando, hasta el fin de los tiempos: «Vayan y hagan discípulos a todos los pueblos» (Mt 28,19); o por medio de esta analogía que es también una misión: «Tengo otras ovejas, que no son de este redil; también a ésas tengo que conducir y escucharán mi voz; y habrá un solo rebaño, un solo pastor» (Jn 10,16).

El domingo pasado examinábamos la norma dada por Jesús para enfrentar el caso de un hermano que, a causa del pecado, está en peligro de perderse: «Si tu hermano peca…». Jesús da normas para este caso después de expresar la voluntad de Dios mismo: «No es voluntad del Padre de ustedes que está en el cielo que se pierda uno solo de estos pequeños» (Mt 18,14). La norma que tiene como fin evitar que el hermano se pierda, haciendo nuestra la voluntad del Padre, como se lo pedimos: «Hágase tu voluntad» (Mt 6,10).

La situación comunitaria que se enfrenta en el Evangelio de hoy es distinta. Responde a una pregunta de Pedro y se refiere al perdón de las ofensas recibidas de parte de un hermano: «Acercándose Pedro, le dijo: “Señor, ¿cuántas veces perdonaré a mi hermano que peca contra mí? ¿Hasta siete veces?”». Quien tiene que perdonar en este caso no es Dios, sino Pedro. Él sabe que tiene que perdonar al hermano que lo ofende, pues ya Jesús les ha enseñado a orar diciendo al Padre celestial: «Perdona a nosotros nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores», y ha agregado a esa petición una aclaración: «Que si ustedes perdonan a los hombres sus ofensas, los perdonará a ustedes su Padre celestial; pero, si ustedes no perdonan a los hombres, tampoco el Padre de ustedes perdonará sus ofensas» (Mt 5,12.14-15).

En esa aclaración de Jesús podemos discernir la dificultad que encontraron los discípulos de Jesús con el mandato de perdonar las ofensas y daños sufridos de parte de otro. Regía la ley del talión, que consistía en hacer sufrir al otro el mismo daño infligido por él, ¡y no más!: «Ojo por ojo y diente por diente…». Ya se consideraba que esa norma tenía bastante moderación. Pero la norma dada por Jesús desconcertó a los discípulos y sigue desconcertando a todos hasta ahora: «Ustedes han oído que se dijo: “Ojo por ojo y diente por diente”. Pues Yo les digo: “No resistan al mal; antes bien, al que te abofetee en la mejilla derecha ofrécele también la otra…”» (Mt 5,38-39). Suponemos que Pedro ya aceptó esta norma dada por Jesús. Pero le parece que deja al ofendido muy desprotegido ante el ofensor y, por eso, quiere saber cuál es el límite: cuántas veces. Él aventura un número exagerado de veces, esperando ser corregido por Jesús: «¿Hasta siete veces?». La respuesta de Jesús debió dejarlo perplejo: «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete». El número siete era para los judíos el número de la plenitud. La respuesta de Jesús significa: ¡Siempre! Es la norma que rige en el Reino de los cielos. Entre otras cosas es lo que pedimos a Dios cuando oramos: «Venga tu Reino» (Mt 6,10).

Jesús comprende que esa respuesta requiere una justificación. Con este fin agrega una parábola: «En efecto, el Reino de los cielos es semejante a un rey que quiso ajustar cuentas con sus siervos». Bastó el caso de uno de ellos: «Le fue presentado uno que le debía diez mil talentos». ¿Cuánto es esto? Algunas traducciones dicen: «Una cantidad enorme» u otras expresiones semejantes. Pero ninguna expresa lo que Jesús quiso decir. Es necesario conservar la expresión de Jesús y explicar que un talento es una medida de peso y equivale a 36 kg aprox. Cuando se trata de dinero, si no se especifica, se trata de 36 kg de oro. La deuda del siervo era, por tanto, de 360 toneladas de oro. Era imposible de saldar, aunque trabajara toda la vida. Los que escuchan la parábola saben que la súplica: «Te lo pagaré todo», son solo buenas palabras. Lo inesperado es que el señor «tuvo compasión de él, lo dejó en libertad y le perdonó la deuda». Hasta aquí no se sabe a dónde quiere llegar Jesús. Pero agrega una segunda escena. El siervo ese saliendo de la presencia del señor, recién perdonado de esa deuda, se encontró con un compañero que le debía cien denarios y le exigió el pago: «Lo agarró y, ahogándolo, le decía: "Paga lo que debes"». El siervo le hizo la misma súplica que él había hecho a su señor: «Ten paciencia conmigo y te lo pagaré». Con la diferencia que esta vez no son sólo buenas palabras. Un denario era el salario de un obrero en un día. Si consideramos el salario mínimo en Chile, se trata de una deuda de $ 1.070.000. ¡Bastaba un poco de paciencia! Con ese dinero se compran en Chile 22 gramos de oro. Pero ese hombre no tuvo paciencia y arrojó a su compañero a la cárcel hasta que pagara todo.

Aquí intervienen los compañeros que, indignados con lo ocurrido, denuncian el hecho al señor. Más se indigna el señor con la conducta de ese hombre y llamándolo le dice: «Siervo malvado, yo te perdoné a ti toda aquella deuda –360 toneladas de oro– porque me lo suplicaste. ¿No debías tú también compadecerte de tu compañero, del mismo modo que yo me compadecí de ti?». ¿Cuántas veces habría tenido que perdonar a su compañero para igualar el perdón que él recibió? El cálculo de esta cifra es el número de veces que tiene que perdonar Pedro a su hermano: 16.363.363 veces. «Encolerizado su señor, lo entregó a los verdugos hasta que pagase todo lo que le debía». Hasta aquí la parábola. La conclusión de Jesús para la comunidad de sus discípulos es esta: «Esto mismo hará con ustedes mi Padre celestial, si no perdonan de corazón cada uno a su hermano».

La deuda nuestra con Dios, la que hemos contraído con el pecado, es infinita, porque la magnitud de la ofensa se mide por la dignidad del ofendido. No teníamos cómo pagar. Pero fuimos perdonados, porque ofreció reparación Jesucristo. No puede haber mayor prueba de amor que esta: «La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros pecadores, murió por nosotros» (Rom 5,8). Dios nos ama, porque entregó a su Hijo único; y ese Hijo nos ama, porque Él lo hizo movido por ese mismo amor, haciendo suya la voluntad de su Padre. Por eso, la norma que da San Pablo es esta: «Como el Señor los perdonó a ustedes, perdónense ustedes unos a otros» (Col 3,13).

Muy oportuna es esta norma de Cristo para nuestro país, en esta semana en que celebraremos nuestras Fiestas Patrias. Tenemos muchos motivos para vivir como hermanos; pero el más poderoso es que más del 80% de sus habitantes se declaran cristianos, reconocen a Cristo como su Señor y acogen su Palabra como norma de vida. Debemos practicar con más fidelidad esta norma del perdón, para poder orar con verdad: «Perdónanos nuestras ofensas, como nosotros perdonamos a los que nos ofenden».

Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de los Ángeles