Lo primero es una palabra de gratitud por la invitación que me han hecho. Con gusto quiero compartir con ustedes, profesionales de la comunicación que han egresado de nuestra Pontificia Universidad Católica de Chile, y con todos los distinguidos invitados que nos acompañan, algunas reflexiones sobre los medios de comunicación, que han surgido desde diferentes perspectivas que muestran su grandeza y también algunas inquietudes que suscita el ejercicio actual de su misión al servicio de la sociedad. Como ustedes pueden comprenderlo, estas pocas reflexiones no abarcan el vasto campo de la comunicación social, sino tan sólo algunas de sus múltiples dimensiones.
I.- La comunicación, un tema muy cercano a la Iglesia.
Hay significativos momentos en la historia del Pueblo de la Alianza en los que podemos reconocer actos que hoy llamaríamos comunicacionales. El primero es la autocomunicación de Dios y de sus designios a nuestros primeros padres. Hay que recordar también la imponente entrega a Moisés de las Tablas de la Ley, la lectura solemne del libro de la alianza a los miembros del pueblo que regresaban del cautiverio, con lo cual ocurrió la refundación de Israel. De suma importancia fue el anuncio del arcángel Gabriel a la Virgen María, y en ella a todos los hombres, de la venida del Mesías. Tiene su cumbre esta manifestación de Cristo en sus parábolas y sermones, pero también en sus gestos y sus milagros, y la continúan los apóstoles después de Pentecostés, con sus exhortaciones a judíos y a paganos y con sus epístolas, constituyendo así las primeras comunidades cristianas, otro hecho comunicacional de innegable importancia para el Imperio romano. En una palabra, la misma creación y, más aún, la entera revelación y la historia del pueblo que acogió las palabras de Dios sobre sí y sobre el hombre, es sorprendente comunicación de Dios con el género humano.
La misma Iglesia, reflexionando sobre su propia naturaleza, se entiende como un sacramento de comunión, es decir, como un signo y un instrumento de la comunión de Dios con la humanidad y de los hombres entre sí. Y cuando decimos comunión, es decir Koinonía, estamos empleando la misma raíz que el término comunicación. En verdad, no hay comunión sin manifestación, sin diálogo, sin nuevas gozosas y noticias tristes, que claman por solidaridad. La comunión moriría si no fluyera y entrara en lo profundo a través de la comunicación, porque “ser con otro” implica compartir, intercambiar, compenetrarse con otros. Y la comunicación, desprendida de su razón de ser, es decir, de la comunidad y la comunión, pierde trágicamente sus parámetros éticos como comunicación social.
Por estas y otras razones, la Iglesia identificó la importancia y significación de los medios de comunicación casi de inmediato cuando éstos fueron inventados. A vía de ejemplo, Radio Vaticana fue inaugurada bajo el Papa Pio XI, con la asistencia de Marconi. Y el Papa Juan Pablo II ha sabido valerse de ellos para comunicar la Buena Noticia de Jesucristo a todos los pueblos, y de una manera especial a los jóvenes, sobre todo en las Jornadas Mundiales de la Juventud. Baste pensar en las más recientes: al inicio del nuevo milenio en Roma, y hace dos años en Toronto. La idea de estar al servicio de la comunidad humana, como elemento positivo derivado de la comunicación, está presente en múltiples documentos magisteriales. De hecho, el Papa Juan Pablo II identificó a los medios de comunicación, ya al año de su pontificado, “entre las grandes fuerzas que modelan al mundo” (Discurso en viaje a Limerick, Irlanda 1 de Octubre de 1979) . Al decirlo hace 25 años, reconocía una realidad que hoy ya nadie discute: que una parte sustancial de lo que los hombres perciben está influido por diversos aspectos de la comunicación social.
II.- Las múltiples dimensiones de la comunicación social
¡Qué duda cabe de que la comunicación social forma hoy parte del acerbo cultural y tecnológico del hombre! En la historia de la Humanidad no ha existido un período que tenga tantas potencialidades para que los hombres intercambien entre sí. La tecnología moderna ha permitido que culturas muy distantes encuentren un modo fácil y rápido, un lenguaje universal para acercarse y conocerse: la imagen y el sonido instantáneos. En los lugares más remotos hay teléfono, televisión o un café con acceso a Internet; y esas conexiones- aún en los más reacios a recibirlas- influyen en sus más variadas expresiones culturales.
A través de su lenguaje y su potencia tecnológica, los medios han llegado a trascender la simple acción de vínculo para llegar a conformar una nueva cultura donde el hombre conoce, se divierte, opina - condicionado en muchas de sus formas por los mismos medios. Las personas ya no se mueven sólo en un espacio tridimensional. La dimensión medial configura un nuevo espacio.
Y los medios de comunicación no sólo informan y comunican; no sólo divierten y enseñan. Los medios presentan, comentan, seleccionan y hasta silencian la realidad. En muchas circunstancias la configuran, implantando criterios de valoración y de moralidad, y aun la alteran. También pueden hacerla amable, sospechosa o amenazadora, manipulándola y hasta inventándola, y además, tienen que hacerla vendible. En una palabra, son capaces de interferirla con su gran influencia y, en no pocas ocasiones, de utilizarla para los fines que se proponen. No son sólo medios de comunicación social; también lo son de transformación social.
Sin embargo, en este mundo hiper-comunicado, quienes trabajamos cerca de las personas constatamos que para incontables de ellas sigue al acecho una invadente soledad, una creciente desesperanza, una angustia latente, y mucho desconcierto.
Los medios de comunicación han agregado a los hombres mucha información, lo que es una base fundamental para el respeto y el aprecio; pero no siempre han proveído de niveles similares de acercamiento y comprensión. Y las personas, para conocerse a sí mismas, también necesitan del conocimiento de los otros. Sólo desde esa relación es posible construir un “nosotros”, una conciencia de pertenencia, una comunidad. En el vértigo de la comunicación constante, siempre sometida a los requerimientos del tiempo, parece perderse ese sentido de “ser con otros” para quedarse solamente en “ver, leer, oir o sentir junto a otros”.
La excesiva información descontextualizada dificulta la captación del trasfondo que la explica, y del mismo sentido de los juicios y los sucesos. Se puede generar así en las personas un desconcierto que suele estar acompañado de una amplia incapacidad de tomar posición ante los hechos y los debates, de la consiguiente descalificación de sí mismas por no poder hacerlo, con la disminución de la autoestima que ello implica, y la instalación de una silenciosa indiferencia y de una profunda inestabilidad valórica. El televidente, por ejemplo, se encuentra, en inferioridad de condiciones, largas horas ante un interlocutor – la pantalla – que lo quiere no sólo informar, sino además ilusionar, entusiasmar, horrorizar, convencer, seducir; como también engañar, adormecer e incluso avasallar en regímenes totalitarios. Los interlocutores son demasiado desiguales.
¿Puede el periodista de hoy permanecer ajeno a este problema? ¿Basta como concepto ético de su actuar la trascripción más o menos fidedigna de lo que otros piensan, dicen o hacen? ¿Se practica la selección de la realidad sin usarla para el propio beneficio, sin ponerla al servicio de la ganancia o del lucimiento personal, sin contaminarla de ideología? ¿Participan en este trabajo, poniendo lo mejor de sí –de sus capacidades, de su creatividad, de sus principios éticos y de su criterio– de forma compartida todos los periodistas de la empresa, o en muchas tienen que ser meros ejecutores de órdenes, de las cuales se distancian interiormente, por disentir de ellas?
Me pregunto: ¿No se impone en la comunicación social un giro copernicano, es decir, un cambio de su centro de gravitación, de modo que el comunicador no considere como criterio dominante ni la realidad o la ficción que quiere comunicar, ni la voluntad del medio de instalar productos o cosmovisiones, ni de ser el más exitoso en números? ¿No hay que partir más bien de la noción de servicio, y considerar como ese centro de gravitación el bien verdadero de quienes reciben la comunicación, ya sean los individuos o los pueblos? ¿No se impone una profunda reflexión sobre la capacidad real del “receptor”, por así llamarlo, de asimilar el contenido, de elaborarlo, de reaccionar? ¿Acaso no se ha hecho una necesidad imperiosa que la comunicación contribuya al desarrollo de las personas y de los pueblos y no a su desconcierto y a su deshumanización, atropellando las condiciones necesarias para asimilar personalmente lo que se les entrega, los tiempos de la reflexión, las posibilidades de reaccionar y de interactuar, y la capacidad de integrarse con sus nuevos conocimientos al diálogo y a la acción social?
En la Exhortación apostólica Ecclesia in Africa, Juan Pablo II recoge el duro juicio de los obispos africanos sobre el daño que causan los medios en el Continente, precisamente por no plantearse como un servicio. Escribe: “…los medios de comunicación social (…) no tienen en cuenta las prioridades y los problemas propios de estos países, ni respetan su fisonomía cultural, sino que al contrario, imponen una visión distorsionada del hombre y de la vida, y así no responden a las exigencias del verdadero desarrollo.” (52)
El juicio de los Obispos africanos es también una atrayente invitación. El comunicador puede desarrollar facultades humanas sumamente nobles, que lo ayuden a comprender el corazón y las etapas de desarrollo de las personas y el alma de los pueblos, para servirlos con delicadeza y con pasión interior.
III.- Una misión apasionante, y un cauce ético imprescindible
En la literatura, mientras hay quienes señalan que no es posible comprobar los efectos de los medios de comunicación en la conducta de las personas, se afirmó también que sus efectos son omnipotentes. Alejándonos, por un momento de ambas hipótesis extremas, estoy seguro que ustedes en su trabajo constatan diariamente su gran influencia.
Juan Pablo II, en el art. 71 de la Exhortación apostólica “Ecclesia in Africa”, valoró la importancia, y con ello la misión de los medios de comunicación social, con estas palabras: “”En nuestro días los medios de comunicación social constituyen no sólo un mundo, sino una cultura y una civilización. Y la Iglesia es enviada también a llevar la Buena Nueva de la salvación a este mundo. (…) ‘El primer areópago del tiempo moderno es el mundo de la comunicación, que está unificando a la humanidad y transformándola – como suele decirse – en una ‘aldea global’. Los medios de comunicación social han alcanzado tal importancia que para muchos son el principal instrumento informativo y formativo, de orientación e inspiración para los comportamientos individuales, familiares y sociales’ (RM 37c).”
Trabajar en este mundo, en el primer areópago del tiempo moderno, considerando los medios como una misión de vida, puede llenar de entusiasmo a quienes emplean sus conocimientos, sus energías, su arte y su creatividad, en orientar e inspirar los comportamientos individuales y sociales, vale decir, en gestar una nueva cultura. Y para quienes son católicos constituye una tarea apasionante y gratificante, como muy pocas, encontrar la manera de hacer atrayentes los valores del Evangelio, considerando que ellos expresan la gran verdad sobre la realidad del hombre. Abrirle ampliamente sus puertas a Cristo, para que se comunique con la humanidad, descubrir y mostrar el valor de las semillas del Evangelio en la cultura emergente y en las demás culturas del mundo, son tareas capaces de llenar de sentido el ejercicio de la profesión.
Para todos, la relevancia de la misión es inseparable de una enaltecedora responsabilidad. Por eso, más que en muchas otras profesiones, la labor comunicacional tiene que estar sellada por la ley fundamental que Dios inscribió en nuestra conciencia: Debemos hacer el bien y evitar el mal. Por eso, los que aprecian su vocación de constructores de la sociedad, se interrogan día a día ¿cuáles son los compromisos y las conductas que nos ayudan en la construcción de una sociedad más justa, donde haya paz y fraternidad?
Considerando entonces, que es la Asociación de Ex Alumnos de la Escuela de Periodismo la que me ha invitado, quisiera que reflexionemos juntos sobre lo que significa elegir esta profesión; más aún, sobre lo que implica enseñar esta profesión en las aulas universitarias, o actuando en la vida activa como maestro y modelo de los más jóvenes.
Sin pretender agotar el tema, quisiera detenerme en algunos aspectos que parecen de gran importancia. Me refiero al compromiso con la verdad, con la transparencia y el debate, y con el bien común, como fundamentos de la edificación de la comunidad y como pilares de la comunicación, de modo que ésta aporte a la libertad inalienable de la persona humana, a su dignidad trascendente y a su vocación social. Como el tiempo es breve, he optado por exponerles unas reflexiones que no pretenden privilegiar el halago, sino compartir con ustedes interrogantes que todos nos planteamos.
IV.- Medios de verdad social y su función investigadora.
Cuando hablamos de comunicación, aparece el compromiso con la verdad como una opción irrenunciable. Pero, ¿no constatan ustedes que a veces en las comunicaciones se transa con facilidad la verdad por lo que simplemente es verosímil? ¿No ocurre acaso que en el afán de tener que ganarle al tiempo, se renuncia a una rigurosa comprobación de los hechos, para contentarse con “una fuente confiable”, con que “alguien dijo”, “alguien cercano a”? ¿No ocurre casi a diario que la simpleza en la entrega, el olvido de los matices, incluso la falta de comprensión de la materia hacen que una noticia parezca más la caricatura de la verdad que quiere transmitir? ¿No han observado que a veces, gracias a Dios pocas veces, “la verdad” es producida por un editor, el cual envía a periodistas a buscar indicios, para que aparezca como verosímil?.
Pero no es éste el único problema. Los medios de comunicación son valorados por su influencia social. Sirven para levantar programas, personas e instituciones, pero también sirven para desafiarlas, contraponerlas, atacarlas y, como dicen los italianos, “defenestrarlas”. Así como los medios de comunicación pueden construir la sociedad, también pueden transformarse en medios de confrontación social y de manipulación social. Desdibujar, alterar y herir la imagen de algún personaje, son realidades dolorosas que ocurren. Son hechos que casi siempre están reñidos con la moral.
Un aire fresco soplaría en Chile si cada ciudadano tuviera la confianza de saber, sin distorsión alguna, cuál es la trayectoria, cuáles los proyectos, cuál el peso espiritual y ético de los servidores públicos del país, y pudiera confiar en la imagen que todos los medios presentan de ellos. Más jóvenes se atreverían a asumir un servicio público.
El tema de la verdad no es un tema menor en la comunicación. Cuando el compromiso con ella es deficiente, las personas juzgan las cosas y actúan de acuerdo a lo que conocen defectuosamente de este modo indirecto. En esas condiciones, ¿pueden responder por sus pensamientos y por sus obras, pueden ejercer una verdadera libertad? ¿O acaso la libertad, así restringida, debe contentarse con recibir informaciones verdaderas, con verdades a medias, o con noticias del todo falsas, y con acatar las reacciones insinuadas o implícitamente propuestas, renunciando al conocimiento de la realidad y a elaborar una opción propia y verdadera? ¿Cuál es la relación entre buscar la verdad y obrar el bien, norma suprema de la ética personal, la dependencia de los individuos de los medios de comunicación, y la responsabilidad de éstos?
Un connotado periodista me comentó en una ocasión que en el campo de la comunicación la verdad no termina siendo tan importante. Si alguna noticia publicada de buena fe resultaba falsa, el tiempo se encargaría de reestablecer las cosas en su lugar. Ya desentenderse de buscar la verdad resulta del todo inaceptable. Pero, aún suponiendo que el comunicador –y también el editor- cumpla posteriormente con la responsabilidad de enmendar el error, ¿cuánto tiempo se requiere para que una falsedad o una mentira sea confirmada como tal? En realidad, ¿cuántos son los efectos –las decisiones equivocadas y las opiniones y juicios reñidos con la justicia- que pueden ser diluidos y rectificados con el tiempo? Nunca todos.
Recuerdo una reflexión del Papa Juan Pablo II, en el mensaje del año 2001 con ocasión de la Jornada Mundial para las Comunicaciones Sociales: ”La cultura mediática se ha ido penetrando progresivamente por un sentido típicamente postmoderno donde la única verdad absoluta admitida es la inexistencia de la verdad absoluta o, en el caso de que ésta existiese, sería inaccesible a la razón humana y por lo tanto irrelevante. Con tal perspectiva, lo que acontece no es la verdad sino “el relato”; si algo es noticia digna o entretenida, la tentación de apartar las consideraciones de la verdad se hace casi siempre irresistible” (JMCS 2001, n.3).
No desconozco las inmensas dificultades que entraña la profesión que Uds. han elegido. Es una de las que está más cerca de los conflictos del hombre de hoy. Probablemente la que requiere de decisiones más instantáneas. Precisamente por esa razón, el periodista, y más aún el periodista católico, además de procurarse un cabal conocimiento del ámbito que cubre y de imponerse el máximo rigor profesional, ha de preocuparse constantemente de cuestionarse y formarse a sí mismo, de manera que siempre esté en condiciones de tener un juicio sereno, objetivo.
Es claro, hay diferencias entre la cultura de los medios y la comunicación pastoral. Las diferencias entre lo trascendente y lo fugaz; entre anunciar la Verdad de Cristo y tratar de conseguir día a día la verdad acerca de las personas y los acontecimientos; entre conocer a las personas cuando ellas abren su conciencia, y la visión más bien externa de los sucesos. Hay diferencias entre estas culturas. Pero también hay convergencias. No hay fronteras infranqueables que las separen, ni son imposibles las instancias de diálogo entre ambas.
En los acontecimientos y en la historia están presentes los encargos de Dios. Y la verdad de los acontecimientos reclama la luz de la sabiduría de Dios. En el obrar en recta conciencia se juega el bien individual, pero también el bien de la sociedad. Por eso, las diferencias debieran ser mutuamente enriquecedoras: Los medios alertan a la Iglesia sobre la novedosa, y a veces cruda realidad de los tiempos y sobre los cuestionamientos, las pobrezas, los progresos y las esclavitudes que reclaman su atención, su recepción, su voz de alerta y su misericordia. Por otra parte, los medios pueden asumir de la Iglesia como “experta en humanidad”, -y aun exigirle-, que haga presente la actualidad de muchos valores, algunos casi olvidados, que propenden al verdadero crecimiento de las personas.
La búsqueda de la verdad social, a la cual tiene derecho la sociedad, no es renunciable. Y en ciertos contextos culturales buscar y encontrar la verdad no es fácil. La tendencia a mantener algunas cosas en secreto proviene en algunos pocos casos de la humildad o del amor al prójimo de los más aventajados discípulos de Jesús, cuando quieren evitar que la mano derecha sepa las buenas obras que hace la izquierda (ver Mt 6,3), o cuando recuerdan la viga en el propio ojo y se niegan a vocean la paja en el ojo ajeno. Pero el silencio, o aun el ocultamiento, se da también con otros propósitos en actores sociales de importancia, sobre todo en sistemas culturales donde se traspasan categorías propias de una solidaridad familiar a la vida social, y en sistemas culturales en que prima la apariencia sobre la autenticidad - por ejemplo, en algunas culturas latinas. Esta tendencia no contribuye al conocimiento de la verdad. Aquí emerge el valor del periodismo de investigación, que empieza a consolidarse también positivamente como tendencia en el país. El silencio acerca de ciertas realidades, que puede ser, en ciertos casos, una gran virtud, también puede amparar injusticias, abusos y corrupciones.
La función investigadora del periodismo es una gran conformadora de comunidad humana, en la medida en que se realiza con rigor y con principios éticos. Vale para presentar las iniciativas más honestas y generosas – dimensión bastante olvidada, pero vale igualmente para abordar el mal. Exige mucha serenidad, porque a veces callar, o esperar a fin de presentar las realidades en su contexto, puede ser la condición necesaria para alcanzar realmente la verdad. Y también exige una gran seriedad, porque no puede nutrirse de elementos de impacto, y debe evitar la condena social instantánea. Ha de apuntar al conocimiento de la máxima verdad social que sea alcanzable, con medios éticamente aceptables. Me comprometí a no halagar; ustedes y yo sabemos que también existe la investigación fácil, aquella que tiende a la denuncia diaria y a veces irresponsable, que no respeta el derecho al buen nombre ni a la privacidad, que se contamina de elementos espurios, que facilita la condena pública sin considerar la presunción de inocencia; contribuye a incrementar la inseguridad social, a la pérdida de la intimidad, y al retorno a una época en que el poderoso podía oprimir y exterminar con su poder.
Surgen dos preguntas, en este campo tal vez las más importantes y difíciles de contestar.
El imperativo de evitar que el público condene antes que se pronuncie la justicia, es un imperativo insoslayable. Los medios de comunicación social no pueden reemplazar a los Tribunales de Justicia. Sí pueden, en cambio, ayudar a desvelar ciertos secretos, a arrojar luz sobre una situación que nadie había reparado, a darle espacio a los sectores postergados. Pero no pueden llegar a ser una nueva forma de tribunales y linchamientos populares. Ésta no es una pregunta retórica, sino muy actual. Sin embargo, ¿son capaces de evitarlo? ¿Saben cómo hacerlo? Y si no pueden evitarlo, ni supieran cómo hacerlo, ¿tienen derecho a informar tan detallada y profusamente de los casos, dejando la impresión de entregar toda la verdad y hasta el juicio sobre las responsabilidades? La respuesta es negativa.
La otra pregunta se refiere al derecho al buen nombre. Según la doctrina moral, el derecho al buen nombre es comparable al derecho a la vida. El buen nombre es como el piso de la existencia social. Quien es difamado o quien no es respetado, deja de existir en las relaciones normales de la sociedad. Es como si hubiera muerto. Por eso se habla de asesinato de imagen. La doctrina moral no acepta la calumnia, pero tampoco la delación pública de personas, incluso por hechos culpables. Considera que deben hacerse presentes a quienes tienen el derecho primario a conocerlos, ya sea porque son superiores del implicado, -o sea que pueden juzgarlo, exigir reparación o al menos corregirlo-, o porque representan el poder social de la justicia. Esto plantea una interrogante que, no por ser difícil, puede quedar fuera de las evaluaciones que hace el periodismo. Hoy todo puede ser público, sin embargo, ¿qué hechos, y en qué condiciones, debieran ser conocidos sólo por la autoridad superior y por los tribunales, y qué hechos por todo el público? La respuesta de que todo y siempre debe ser público, no parece propender al bien social, sino crear situaciones de dolor, injusticia e inestabilidad social. Siempre me estoy refiriendo a responsabilidades y delitos sociales, entendiendo por sociales los que dañan a la sociedad o a otros. No me refiero aquí a los que no infieren daño social.
V.- Medios de transparencia social ¿o de manipulación y difamación social?
Una sociedad humana requiere de medios de comunicación que generen transparencia para evitar el abuso, la corrupción y la injusticia. Entre nosotros han empezado a recorrer esta ruta de sanación social. Bien trabajada, sin caer en excesos que le resten significación, producirá también el saludable efecto de que las personas y las instituciones ayuden a sustentarla y valoren sus resultados.
Instituciones y personas – también los jueces, los parlamentarios, los alcaldes y los sacerdotes - tenemos que acostumbrarnos a vivir bajo una luz pública más intensa, aunque ciertos reflejos sean dolorosos o muestren aspectos que antes desconocíamos de nuestras realidades. No es que las instituciones recién ahora tengan tejado de vidrio. La historia muestra que siempre lo han tenido. Sólo que actualmente no sólo no se les protege sino que ha crecido el número de quienes disfrutan lanzándoles piedras. Este hecho requerirá que enfrentemos con humildad y valentía los problemas que surjan ante la mirada de otros.
Es comprensible el anhelo de nuestra sociedad de ver, sobre todo en sus autoridades y en sus instituciones más respetables, a personas probas, virtuosas, que aman la verdad, que siempre hacen el bien y obran con justicia. Y es verdad que ciertos liderazgos requieren una gran autenticidad y coherencia personal. Pero también se puede constatar una falta de realismo. En efecto, la gente se resiste a admitir la existencia del mal y del pecado en el corazón de cada individuo, y a creer en la validez general de las palabras dolidas de San Pablo, cuando en pocas líneas escribió tres veces en su epístola a los romanos: “No hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero” (7,19). Muchos se resisten a pensar que Dios puede encargar grandes tareas a hombres y mujeres débiles, frágiles y pecadores, y que la gracia la llevamos en vasos de greda, quebradizos. Y a muchos les cuesta dar confianza a los depositarios de relevantes cargos en la sociedad, cuando saben de alguno de sus errores o de hechos reprobables.
Este paso exige mesura y sabiduría, y un trabajo particularmente delicado de parte de los periodistas. En efecto, junto con transparentar problemas y fallas, la luz inquisidora debe esparcirse también sobre los demás matices de la persona o las agrupaciones que denuncian. No puede ocultar lo indefendible, pero han de mostrar a la vez los aspectos más significativos de sus buenas acciones. A veces me pregunto, los medios que publican una y otra vez, y de modo implacable, los mismos horrendos delitos y las mismas fotografías de alguien sometido a juicio, ¿conocerán su vida en la cárcel? ¿Sabrán con qué frecuencia lo salta la idea de quitarse la vida, porque nadie encuentra nada bueno en él, y se ha convertido en un ser despreciado por todos?
El comunicador social ha de ser un centinela que percibe las primeras luces de la aurora, y que sabe transmitir un espectáculo de tamaña belleza, y contagiar con su alegría. Hay que incluir y profundizar en grandes acontecimientos, que son relevantes y promisorios, pero no estruendosos. Y deberá evitar, en cambio, mantener a las personas entretenidas, pero ajenas a los aspectos medulares del acontecer social. Ello llevaría consigo un grado significativo de superficialidad y banalidad, de opacidad y aún de injusticia. Más aún, puede ser una forma de limitar las posibilidades de desarrollo del ser humano, de su crecimiento personal y social; una manera de aprisionarlo en las dimensiones materiales y superficiales de la vida, quitándole el aire que necesita su espíritu, que busca la trascendencia.
Teniendo presente que la transparencia del poder social es imprescindible en una democracia, hay que agradecer al periodismo el haber logrado significativos avances para establecerla en el país. Pero la transparencia total de las acciones del hombre, aún del que detenta grados de poder, el vivir siempre públicamente, sin que se le reconozca su derecho a la intimidad y la privacidad, el hacer de su vida un cotidiano y perverso reality show, ¿no les parece que se convierte en una forma de tortura y de manipulación injusta? La transparencia no puede ser el pretexto para legitimar la publicación de todo sobre todos.
La transparencia que puede reclamar la sociedad consiste en poder visualizar las cosas que socialmente importan, de modo que el país, con aprecio por la labor de los Tribunales de Justicia, confíe a ellos la sentencia y el castigo por todos los delitos, especialmente por la injusticia y la corrupción. La vigilancia de los medios será, además, una poderosa voz de alerta que limitará la acción del mal.
La Iglesia está habituada a llegar a la intimidad de las personas. Los sacerdotes, dentro y fuera de la confidencialidad del sacramento de la reconciliación -de la confesión, decíamos antes- reciben habitualmente los más reservados antecedentes personales, confesados con inmenso dolor. Desde allí - de la constatación cotidiana de los focos de maldad, de arrepentimiento, de esperanza y de bondad que palpitan en todos los hijos de Dios, les hago el llamado a proteger responsablemente esa instancia profunda de reconciliación, donde conviven los mejores y peores aspectos de la naturaleza humana. La libertad de las personas requiere del respeto a esa instancia de privacidad y a muchas otras instancias de consejo, de juicio y de confidencialidad, porque es allí donde se recupera la salud espiritual y moral, y se opera el cambio que la persona, la familia y la sociedad esperan.
Sin embargo podemos constatar con pena que la cultura comunicacional de nuestro país se ha alejado de esta tendencia. Se legitima muchas veces el saber por el saber; se otorga valor al hecho de hablar y publicar, prescindiendo de los efectos negativos. En nuestra historia reciente tenemos significativos y dolorosos ejemplos de esta realidad.
Entiendo que no puede ser fácil decidir qué, cuándo y cómo se hace pública una costumbre, una emoción, un hecho, un delito o una revolucionaria idea. Pero en la capacidad de hacer correctamente esta selección se decide la utilidad social, -es decir, que redunde en bien de las personas-, del trabajo de los medios de comunicación y de sus profesionales. La médula del bien que están llamados a hacer no puede contentarse con aquellos elementos que son una simple fuga de la responsabilidad, tales como justificar la ausencia de un juicio personal, con frases que ustedes oyen tantas veces y que no son sino lugares muy comunes que no justifican nada, tales como: “si no lo hago yo, alguien lo publicará”.
Ante las inevitables dudas de publicar o no una noticia incierta, cuandoha sido imposible obtener elementos definitivos de comprobación, la respuesta, ya a priori, es distinta si las consecuencias son personales o sociales. En este último caso, publicar la noticia, pero advirtiendo que se trata de indicios que deben ser aún corroborados, puede parecer lo más acertado; mientras que frente a las personas cabe, -todavía y siempre-, la antigua máxima ética: “en la duda, abstente”. Por lo demás, muchas veces la mejor decisión exige el análisis grupal de los pro y contra, a la vista de propósitos y valores subyacentes. Un tiempo que escasamente los periodistas tienen. Sin embargo, la incorporación de nuevos elementos en estas decisiones, derivados de principios y circunstancias, es un aspecto sustantivo que debe tener un peso decisivo, tanto en la preparación de los nuevos profesionales como en la acción de los editores de los medios.
VI.- Medios de confrontación social
Hay otros dos aspectos a los que quisiera referirme antes de finalizar. En primer lugar se trata de la función de debate o foro social que es constitutiva de la comunicación. Chile es un país pequeño, que ha estado profundamente dividido en una etapa histórica reciente. La búsqueda de lugares de encuentro ha sido un aspecto muy importante de la labor de la Iglesia a lo largo de los años.
Creo que desde una perspectiva comunicacional, la historia reciente se ha convertido en una verdadera experiencia de laboratorio de los resultados sociales positivos y negativos que puede generar la comunicación. Hubo medios que exacerbaron las pasiones políticas hasta el punto de impedir todo acercamiento y todo diálogo entre posiciones diversas. Se polarizaron hasta el extremo de mostrar dos países diversos, sin puentes entre ellos, con lo contribuyeron a dificultar o aun impedir el acceso a la verdad. Es una tentación latente. Algunos medios promueven el encuentro; otros ignoran esa expectativa. Los medios parecen oscilar entre dos polos: los latentes resabios del pasado, donde el conflicto fue el gran generador de atracción medial, y la prescindencia de toda referencia al desarrollo de la sociedad, desplazando la atención hacia una búsqueda de entretención interminable. Entre ambos extremos hay resultados alentadores.
En numerosos medios, la sana confrontación de ideas y de proyectos de toda naturaleza casi ha desaparecido por considerársela carente de interés. A veces se produce una confusión de roles entre comunicadores y líderes sociales y políticos. Los mensajes se hacen más individuales, más subjetivos, más inmediatos, sin perspectivas de futuro.
Pero, ¿cómo se puede generar instancias de diálogo social sobre los temas más relevantes, como ser, los proyectos de país, de universidad, de escuela, de planes habitacionales, de economía, de valores que sustenten la convivencia, etc? Si el debate sincero se evita – un problema que atañe más a nuestra cultura que a los medios, ¿de dónde surge la legitimación democrática de los proyectos sociales? ¿De dónde el apoyo a los líderes, si las campañas se desarrollan sin programas? ¿Cuáles son los puentes entre lideres y seguidores? ¿Cómo se detectan los conflictos latentes y se evita la ruptura social? Abundan, en cambio, las confrontaciones personales y grupales. En ciertas situaciones, como dardos vuelan las recriminaciones por el pasado, saturadas de mutuas descalificaciones. Son frecuentes las discusiones sobre temas irrelevantes. Con frecuencia la noticia consiste en la respuesta de una persona a otra, buscada y provocada por un medio, sólo con ánimo confrontacional.
Por otra parte, mientras algunos medios inician búsquedas de nuevos modos informativos, de ampliar sus coberturas, de procesar la información, no faltan otros que parecen haberse planteado como propósito simplemente hacer “ostentación de libertad”, sin que quede del todo clara la finalidad a la que apuntan. También trabajan unos pocos periodistas que condensan la idea de democracia en poder decir cualquier cosa, de cualquier modo, en cualquier momento. Y conciben la libertad de expresión principalmente como el derecho personal a abordar toda temática, con ausencia total de normas, como la absoluta irreverencia.
Sin embargo, ¿puede la libertad de expresión ser una excusa para conductas irresponsables? Sin duda la posición más liberal frente a los medios de comunicación sostiene que esa libertad incluye la posibilidad de optar por la irresponsabilidad. ¿Sin medida? ¿Sin respetar los derechos de otros? ¿Sin consecuencias? ¿No se constituye así un grupo privilegiado y anárquico?
Presiento, a la luz de lo que ocurre en otras latitudes, que esa acción de algunos medios puede quedar muy pronto obsoleta; que responde más bien a un momento histórico de adaptación a realidades nuevas, una forma de darse el gusto de ser individualista, que a muchos les recuerda la ética de Maquiavello, pero que pese a su visibilidad actual tendrá que ser pasajera.
Probablemente, la incorporación masiva a Internet y a otras formas de información paralela hará perder peso a aquellos medios, y significación a aquellos profesionales que no hagan un aporte nuevo y específico al entorno comunicacional. Limitarse a “decir” o a “mostrar” será lo mismo que podrá obtener cada persona de modo directo a través de su computador.
Al mirar desde el exterior este campo de acción comunicacional, es fácil constatar que quizá una de las acciones más significativas que podrían desarrollar los periodistas sería avanzar hacia constituir en los medios un verdadero foro público, un lugar donde las posiciones se confronten, se analicen, se validen o se rechacen; donde los problemas sean objeto de diálogo. Sopesar adecuadamente los actores, las fuentes y los temas de ese diálogo social que los medios generan, conocer a fondo las personas y las fuerzas que operan al interior de la sociedad, y generar espacios para su proyección adecuada y coherente, permanece como una tarea inconclusa. Terminarla, fortalecería la credibilidad social y forjaría mayores niveles de respeto. Hay países donde el periodismo juega este rol. Son países que, en su mayoría, ostentan significativos grados de estabilidad social.
Para muchos puede parecer un ideal inalcanzable el que los medios representen un lugar donde los hombres recíprocamente se hablan con sentido. Sin embargo, recorrer este camino los convertiría en un sustrato básico de la paz, en un sustento indirecto de la esperanza.
VII.- Las opciones comunicacionales y la construcción de un país
Muchos comunicadores se oponen a fijarle metas o condiciones de cualquier tipo a la acción comunicacional, por considerarlas atentatorias a la libertad de expresión. Subyace tras esta idea seguramente el temor a la manipulación ideológica que estuvo presente en muchos momentos del periodismo latinoamericano. Un temor sin duda razonable, porque ése es un precio que no se puede volver a pagar. Pero también subyace un sueño un tanto ajeno a la realidad, al menos a la realidad actual de Chile.?
La intencionalidad en numerosos medios es un hecho. Son pocos los que se dedican a fotografiar o ‘scannear’ la realidad, o simplemente los que navegan a la deriva. Por algo las fuerzas políticas suman y restan y, si pueden, adquieren medios, para posicionar sus candidatos, postergar a los demás a las sombras del olvido o del rechazo, e influir decisivamente en la intención del voto.
Los medios son selectivos. Tienen que serlo. Seleccionan lugares y tiempos; programas, temas, artículos, denuncias, dudas y alabanzas; fotografías, ángulos, colores, luces y sombras; primeros planos, trasfondos y perspectivas; invitados, panelistas, entrevistadores y corresponsales, etc.
Para configurar el proyecto de selección, que es parte de la línea editorial, la Iglesia recuerda que la comunicación social apunta a “la comunión y el progreso de la convivencia humana” (Communio et Progressio). No pide la fijación de parámetros ideológicos, tampoco evitar comunicaciones conflictivas, ni menos aún impulsar la idea -para muchos tan atractiva- de que el periodismo se ocupe exclusivamente de las noticias positivas.
Sin embargo, es cierto, la Iglesia no puede olvidar que la Noticia más importante de la historia es una Buena Noticia, es la venida a este mundo del Hijo de Dios, es la Pascua de Jesucristo y la efusión de su Espíritu en Pentecostés. Es más, no olvida que el Señor Jesús es el Amén del Padre a todas las promesas de Dios, y por lo tanto a los anhelos más hondos del ser humano, aquellos que Dios mismo sembró en nuestro interior. No olvida que el proyecto de Dios, para el cual Él trabaja incansablemente, invitando a los seres humanos a colaborar con Él, es un proyecto de felicidad, de amistad y de belleza.
Por eso recuerda con emoción que el encargo de cada ser humano es hacer fácil al hermano su vocación de plenitud, su vocación de cielo. Por eso invita a la comunión y a construir juntos el Reino de Dios, que es reino de amor, de justicia, de verdad y de paz, reino de gracia y santidad, y a sembrar en este mundo la esperanza de realizar estos anhelos en la tierra y más adelante en la patria, hacia la cual se apresura nuestro paso de peregrinos.
En virtud de la fe cristiana, y también de los postulados solidarios de un sano humanismo, nadie tiene el derecho de empañar la esperanza, ni de inclinar el ánimo de los demás ciudadanos a la enemistad, el odio, la mentira o la depresión. Todos hemos de ser hombres y mujeres de esperanza.
No sólo eso; también tenemos que hacer lo posible por fortalecer las instituciones básicas, puesto que son necesarias para promover la convivencia y el bien común; también para atender las necesidades de los pobres, los afligidos y todos los marginados. No se puede dañar irresponsablemente la confianza que se merecen y que necesitan para el desempeño de sus funciones. Nadie tiene el derecho de prepararle el camino al caos. Es más, todos tenemos la misión de abrirle espacio a la alegría y a la gratitud por los dones que hemos recibido, de modo que el ánimo de cada chileno se incline al respeto, la esperanza, la admiración, la investigación, al deseo de aprender y de ser corresponsable por los grandes valores culturales y por la sociedad, con voluntad resuelta de trabajar y colaborar en proyectos de bien.
En un pueblo como el nuestro, que con frecuencia no valora sus logros y cae en el desánimo o la depresión, hay que saber dosificarla publicación de las desgracias y los delitos con otras noticias que inspiren ánimo y confianza, tales como los avances de las ciencias, del arte y de las investigaciones, los consensos entre los políticos, los adelantos en salud y educación, los ejemplos de grandes artistas y deportistas, y no en último término, las movilizaciones interiores y exteriores, que inspira la fe. No sería responsable impulsar una manera de hacer periodismo que acreciente la desconfianza, el temor y el sentimiento de inseguridad.
Termino. A mi parecer, hemos llegado a un punto en que los medios de comunicación -y con ellos cada uno de nosotros- debemos hacer un momento de silencio personal y de reflexión, y después dialogar para hacer un análisis del momento histórico que vive nuestro país, sus habitantes, sus familias, sus instituciones y su cultura. Hemos de preguntarnos seriamente, ¿cuál es el aporte que podemos dar, sin silenciar ni ocultar la realidad, sino mostrándola como promesa de futuro, para que Chile sea un lugar de esfuerzo, de esperanza y de fraternidad; para que los padres no tengan temor al mundo que espera a sus hijos; y –lo digo desde nuestra fe en el Señor- para que vayamos a un nuevo encuentro vivo con Jesucristo, nuestro camino de renovación interior, de comunión y de solidaridad?
Creo que esta instancia, la de periodistas ex alumnos de la Universidad Católica, puede transformarse en un lugar de encuentro y de diálogo de gran provecho, que invite a pensar en el importante rol social que cumplen los comunicadores. Agradezco esta invitación que me han hecho, conozco a algunos de ustedes, al menos a través de su trabajo, y sé que asumen su labor diaria con gran sacrificio y con el propósito de construir nuestra Patria. Los invito a profundizar esa forma de hacer las cosas, a comprometerse cada vez más con la dignidad de las personas y con la verdad Ojalá se pueda motivar desde aquí a muchos otros compañeros de trabajo a darle un norte claro a la labor periodística, que acreciente las esperanzas de nuestro pueblo.