Palabras de despedida de José Zabala en el funeral del Cardenal Juan Francisco Fresno, a nombre de los laicos
Con mucho cariño, con mucho respeto y, sobre todo, con mucha humildad, he acogido la petición de referirme como laico al admirable ser humano que fue Su Eminencia, el Cardenal Juan Francisco Fresno Larraín, mi muy querido amigo, don Pancho.
Lo conocí en 1946, porque era el director espiritual de mi polola, hoy mi esposa desde hace 54 años. Era entonces un sacerdote joven con quien inicié una amistad que duró hasta la víspera de su muerte, en que por no ir a visitarlo, como lo hacía con frecuencia, hablábamos por teléfono, ese día comentamos un libro de memorias que recién he publicado y que, dada su reciente ceguera, le estaban leyendo. Me ha emocionado saber que terminaron de leérselo y ese libro fue su última lectura.
Al hacer un perfil de don Pancho deben destacarse su profunda y admirable entrega al Señor, su fe sin titubeos, su inmensa confianza en el poder de la oración, su contagiosa alegría, su profundo calor humano y su gran –y a veces excesiva- humildad.
Para Don Pancho, la Iglesia no era algo rígido, sino una creación divina, universal y heterogénea, en el que el prójimo –cualquier prójimo- merecía amor y respeto, ya que la verdad no es sino la suma de las porciones de verdad que cada uno aporta.
Me tocó el privilegio de acompañarlo muy de cerca durante los casi 7 años que fue Arzobispo de Santiago y ser testigo, por tanto, de las profundas tensiones que vivió en su complicado y titánico esfuerzo por reconciliar a sus ovejas, no sólo divididas, sino, también profundamente enfrentadas. Hoy se recuerda con gratitud ese esfuerzo suyo y se aplaude el gran aporte que hizo en el proceso de normalización democrática del país. Creo, sin embargo, que se sabe muy poco de cuanta oración fervorosa y a cuanta humildad tuvo que recurrir ese buen pastor siempre dispuesto ante la ofensa o el repudio, a poner la otra mejilla con evangélica resignación.
Desde que se anunció su designación como Arzobispo de Santiago, las ovejas de su rebaño se empeñaron en ponerle alguna etiqueta, y según el color de tal etiqueta, entregarle adhesión o mantener, en cambio, recelos y distancia. Esto, por lo demás, fue algo cambiante: unos un día y otros otro día lo elogiaban y acogían, o bien -en inesperado vaivén- lo cuestionaban y rechazaban.
Puso todo su inmenso calor humano, toda su bondad y transparencia espiritual, todo su convencimiento en la eficacia de la oración, todo lo que era y todo lo que podía en la difícil y a veces aparentemente imposible tarea de reconciliarnos.
Para sorpresa de muchos, no hizo los cambios espectaculares que algunos querían y otros temían; no puso candado a algunas puertas conflictivas ni empuñó látigos ejemplarizadores. Paulatinamente fue avanzando sin importarle que algunos impacientes llamaran blandura a su prudencia y otros, a su vez, lo acusaran de meterse en política.
La culminación del proceso democrático en 1990, con la entrega del poder desde el General Pinochet al Presidente Aylwin, coincidió con su retiro del cargo del Arzobispo de Santiago, retiro que por edad le correspondía. No quiso protocolos, halagos ni artificialidades. Se alejó de Santiago hacia Melipilla, donde volvió a ser como un cura de pueblo, con especial dedicación a los enfermos y los ancianos de la zona rural costa que se iniciaba como Obispado. Fue feliz en esa labor y en el regreso a sus tradiciones de hombre de campo y a su afición por la pintura.
Siempre generoso y servicial no sin pena dejó Melipilla cuando comprobó que la parcela donde vivía y la acogedora casa que ahí se le había construido, y cuyo usufructo tenía de por vida, era necesaria para labores pastorales del Obispado.
Volvió a Santiago a vivir con su querida hermana mayor, pero su irrefrenable creatividad lo mantuvo permanentemente activo. Muchos talentosos estudiantes de la Pontificia Universidad Católica que hoy son profesionales gracias a las Becas de la Fundación Juan Pablo II, que él promovió después de la memorable visita del Papa a Chile, Fundación que presidió hasta hace muy poco tiempo; la Facultad de Medicina de la misma Universidad, especialmente en su área pediátrica, también contó con su permanente y muy valioso apoyo; presidió la Caritas Nacional, etc. -un largo etc.- todas estas realizaciones, sin embargo, no lo alejaron de su también irrefrenable preocupación por los más desvalidos: los enfermos y los ancianos del Hogar de Cristo y los de la Fundación Las Rosas tenían frecuentes y silenciosas visitas de un pastor acogedor, sencillo y muy cariñoso.
Ya en el atardecer de su vida aceptó con alegría la invitación a ser pastor de la comunidad de Las Pataguas en La Dehesa. Esa invitación le interesó, fundamentalmente, por dos motivos: el primero que se trataba de una comunidad de matrimonios, casi todos jóvenes, en los cuales podía desempeñar un importante apostolado para robustecer y estimular los grandes valores de la familia, hoy tan en crisis. El otro motivo fue que se trataba de un rebaño, en general, de buenos ingresos económicos, dentro del cual deseaba fortalecer la generosidad y la solidaridad, destacando la hipoteca social que afecta a los bienes de que cada uno disfruta. En medio del cariño de esos feligreses que aprendieron de él, que lo respetaron y le brindaron sincero afecto, se ha extinguido la admirable vida de un ser humano bueno y querible, la vida de un pastor que con autenticidad y alegría sirvió a ese, su padre Dios, que hoy sin duda, le estará dando una afectuosa bienvenida allá en su Reino.
