a las familias,
a los sacerdotes y diáconos,
a los religiosos, religiosas y demás personas consagradas,
a los agentes pastorales,
como también a todos los demás miembros de esta porción del Pueblo de Dios,
y a disposición de quienes se interesan por el bien de la familia en nuestra Patria.
Queridos hermanos y hermanas en Cristo,
1. Hace muy pocas semanas les escribí una carta pastoral sobre la espiritualidad de la comunión, que es el alma de toda comunidad cristiana; también el alma de nuestro esfuerzo por construir una sociedad unida y solidaria. Lleva por título palabras de Nuestro Señor que son una gracia a la vez que una misión: “Permaneced en mi amor”. Hacia el final compartía con Uds. algo que constatamos a diario: “nuestra Patria lleva en su alma un sueño de felicidad”; “Chile anhela que todos tengan una familia, y que ésta sea un santuario de la vida, un hogar de fidelidad y esperanza, un espacio interior de amor, de confianza y de paz”.
2. Hoy pesa sobre mí el imperioso deber pastoral de escribirles nuevamente, para reafirmar una de las condiciones más importantes para realizar este sueño. Debo invitarles a reflexionar acerca de la estabilidad e indisolubilidad del matrimonio, fundamento de la familia.
I. INTRODUCCIÓN
3. Tres son las circunstancias que me mueven a escribirles sobre la estabilidad del matrimonio y de la familia. Es muy dolorosa la herida que sangra en nuestra sociedad porque los hijos y los esposos, en un gran número de hogares, no gozan del amor estable que tanto anhelan. Por otra parte, los proyectos de ley que estudia el Senado nos obligan a considerar nuevamente esta materia. También hemos de hacerlo, porque cambian los valores en nuestra sociedad, como efecto de una comunicación mundializada.
Los tiempos cambian
4. Es inevitable analizar los aspectos más vulnerables y discutidos de la estabilidad del compromiso matrimonial. En el paso al nuevo milenio y a una nueva época de la historia, que ocurre en el contexto dinámico de la globalización cultural, se plantean numerosos interrogantes a los valores que caracterizan nuestra tradición cultural. ¿Cuáles expresan nuestra identidad, y debemos fortalecer y vivificar? ¿Qué costumbres y ordenamientos jurídicos ya no corresponden a una percepción más acabada de los derechos humanos y del bienestar para todos, y deben ser modificados? ¿Cómo es esa nueva síntesis que, respetando y fortaleciendo las raíces culturales de nuestro pueblo, elabora y asimila valiosos elementos que aportan los nuevos tiempos? Pienso en esa síntesis que hará de nuestra cultura un árbol capaz de crecer con vigor en tiempos tranquilos y tormentosos y de producir excelentes frutos para todos los chilenos, no menos que valiosos bienes culturales para el intercambio con otros pueblos. Estas preguntas son ineludibles; también cuando se refieren al matrimonio.
El dolor de muchos hogares permanece
5. Era necesario escribir sobre este tema porque, junto con constatar la alegría de muchísimos matrimonios que son santuarios de la vida, comparto el dolor de todos los sacerdotes y diáconos y de tantos otros agentes pastorales que palpan, día a día, el sufrimiento de muchos hogares donde no se vive con amor y de muchos otros que no logran la estabilidad que desean y corren peligro de deshacerse. Escuchamos de maridos que se fueron, sumiendo en la desesperación y en la pobreza a la esposa y a los hijos, y tantos otros relatos, a veces desgarradores. Hay algo en nuestra cultura y en la formación de los jóvenes que está mal. Hay costumbres y convenciones sociales que dañan a la familia y a los hijos. No podemos pasar por alto este problema, que requiere una solución global y cuyas repercusiones son tal vez las más graves. La realidad nos impone una tarea trascendente. La carta pastoral que les escribo quiere ser un primer impulso para responder a ese desafío.
Una nueva legislación
6. Hay además otra razón por la cual urge una reflexión acerca de este tema. El Senado de la República discute proyectos de ley sobre el matrimonio civil. El tema suscita un debate apasionado, porque incluye el propósito de aprobar el divorcio vincular (1) , un verdadero “dogma de la modernidad” (2) , y de acabar así con la indisolubilidad del matrimonio, uno de los valores más queridos para un sinnúmero de chilenos, particularmente para nuestra Iglesia. Acerquémonos entonces al tema con amor a la verdad y con serenidad, con mucha paz en el corazón, para obtener de Dios la luz que el espíritu busca y necesita. Se trata de optar por los caminos de la vida y la felicidad, sobre los cuales reposa la bendición de Dios (3).
El objetivo de esta carta pastoral
7. Con esta carta pastoral quisiera dejar en manos de Uds. diversas razones por las cuales como Conferencia Episcopal hemos pedido unánime y encarecidamente que se valore una de las cualidades esenciales del matrimonio, la de unir al hombre y a la mujer para toda la vida. Esta es la doctrina de la Iglesia. En efecto, su Magisterio nos enseña que la indisolubilidad es una propiedad esencial del matrimonio ya en el orden natural, y que ella alcanza en el matrimonio cristiano una particular firmeza por razón del sacramento (4). Con esta carta me propongo confiarles la enseñanza de Jesucristo, propuesta una y otra vez a los largo de los siglos y de los últimos decenios por el Magisterio de la Iglesia, valiéndome principalmente de recientes discursos de Su Santidad, Juan Pablo II, sobre la materia (5), como también de su Exhortación Apostólica “Familiaris Consortio” (6). Es preciso que reflexionemos sobre este tema, nos confrontemos con su verdad y su significado y desprendamos las consecuencias que corresponden.
II. UNA ENCRUCIJADA EN EL CAMINO
Nuestra realidad familiar es débil y está amenazada
8. Antes de entrar de lleno en materia, les pido que tomemos conciencia de un hecho. Si bien es cierto que la familia es, a mucha distancia, el bien más apreciado por nosotros los chilenos, no es menos cierta la debilidad de nuestra realidad familiar. En nuestra Patria es muy alto el porcentaje de chilenos que cuentan con un hogar en el cual sólo uno de los padres comparte la vida con sus hijos; las más de las veces, tan sólo la madre. Es muy elevado el número de hogares en los cuales hay familiares que sufren la violencia, de palabra o de hecho, que desata uno o más de sus miembros. Son muchísimas las familias que viven en casas o piezas demasiado estrechas; no pocas comparten el mismo lecho. Esto no las ayuda a construir el respeto, la intimidad y la confianza entre sus miembros. Es más, la vivienda tan reducida favorece la vida en la calle de numerosos hijos y sus perniciosas consecuencias.
9. También es doloroso comprobar que en todas las comunas un gran número de jóvenes y adultos no tienen empleo, lo que daña la dignidad del jefe o la jefa de hogar y hiere a la familia. A esto se agregan las ausencias prolongadas de los padres por motivos de trabajo -debido a las grandes distancias, los horarios, los trabajos dominicales-, que también dañan y, a veces, hasta destruyen el calor de la convivencia y la unidad familiar.
10. Por otra parte, es muy alto el porcentaje de hogares que son fruto de una mera convivencia. No tienen por fundamento el matrimonio, y viven expuestos permanentemente a la separación y el abandono. Entre amigos y familiares son también numerosos los cónyuges que gozan de nuestro aprecio y cariño cuyas crisis matrimoniales terminaron en rupturas, frecuentemente con un dolor desgarrador para todos, particularmente para los hijos. Después, entre incertidumbres y esperanzas, con variada fortuna, un número considerable de ellos ha sellado nuevas uniones.
El divorcio, ¿una manera de reconstruir la esperanza?
11. Tomemos conciencia también de las motivaciones que existen para dar solución jurídica a los problemas matrimoniales. Nos estremece el sufrimiento; ¡cómo quisiéramos ahorrárselo también a los seres más queridos! Nos indigna el abandono que puede sufrir un familiar, que muchas veces sentimos tan injusto y humillante. Nos conmueve ver a niños que quedan interiormente divididos cuando se divide el hogar. Y entre nosotros más de alguien piensa que es natural que todos tengan una nueva familia si fracasó la primera, y que después de una ruptura nadie podrá gozar de la felicidad que ofrece este mundo, si no establece una relación conyugal con otra persona. Considerando numerosas situaciones individuales que conmueven profundamente, una gran cantidad de chilenos piensa en la posibilidad del divorcio como una manera de procurar el bien de quien ha sufrido la ruptura y de sus hijos, como también de reconstruir la esperanza, pero sin considerar suficientemente que el divorcio es un mal en sí mismo, tampoco sus consecuencias en toda la sociedad, ni menos el futuro de la institución familiar y el bien de las generaciones futuras.
Una corriente cultural que cobra fuerza entre nosotros
12. Esta manera de pensar se refuerza con un rasgo central de una corriente cultural que ha cobrado fuerza entre nosotros. Ella centra toda su atención más en la persona como individuo que como ser social que vive con otros, de otros y para otros; más en la realización propia que en el servicio a los demás; más en la plena libertad de cada uno que en los compromisos que asume; más en los derechos que en las obligaciones; más en la actualidad del hoy que en la permanencia del siempre; más en la experiencia que en la verdad; más en el placer del momento que en la renuncia conducente a una mayor felicidad. En esta corriente aflora una reacción vigorosa contra la preponderancia del bien común, cuando éste prescinde erradamente del bien individual; reacción también contra una manera de entender las obligaciones, que no da cabida a la libertad. Expresa asimismo un rechazo contra una manera de insistir en la verdad, que olvida la experiencia humana y el gozo.
13. Sin embargo, en sus expresiones extremas, no dará buenos frutos la sobrevaloración del hoy, del placer, de la experiencia, de los propios derechos, de la realización personal y de la indomable libertad. No se puede inmolar la verdad, la lealtad, los compromisos asumidos, el trabajo constante, el servicio abnegado ni la renuncia que busca bienes superiores; tampoco la entrega a un tú ni el amor gratuito e incondicional que gesta una familia. Los que optan por sacrificar estas dimensiones de la vida construyen obstáculos insalvables a la generosidad de una madre, que siempre privilegia al niño; a la responsabilidad de un padre, que nunca debe abandonar a los suyos, ni espiritual ni físicamente; y a la unión y fidelidad de los esposos en un “nosotros”, colmado de benevolencia, de aceptación mutua, de donación de sí y de solidaridad, precisamente para toda la vida. No es de extrañar que esta corriente cuestione actualmente la estabilidad e indisolubilidad de la alianza conyugal. No del matrimonio sacramento, sino del matrimonio natural.
La unión indisoluble, la casa y sus muros
14. Así como hay factores que debilitan la vida matrimonial, hay otros que refuerzan su unidad. Reflexionemos sobre el vínculo conyugal como un signo de la vocación de la familia, y consideremos las ventajas que encierra la unión conyugal como unión indisoluble. Para ello quisiera proponerles una comparación. No conocemos casas sin muros exteriores. Ellos no impiden el contacto con la ciudad. Por sus puertas entran los bienes de la cultura, de la amistad, del campo y de la técnica. Pero las murallas son realmente necesarias para delimitar y proteger el espacio interior.
15. La característica distintiva del contrato matrimonial, de ser para toda la vida, es comparable a los muros de la casa. De hecho, la estabilidad cierta de los vínculos familiares contiene y da permanencia a todo lo que es interior en el hogar, ya que acoge y protege la alegría de los encuentros, el cariño y la confianza, la lealtad y la solidaridad, los recuerdos y la nostalgia, el apoyo mutuo en las pruebas, las tareas, las enfermedades y las desgracias, y los gestos renovados de gratitud, perdón y misericordia. Permite al espíritu de familia alcanzar su madurez, da a los hijos la experiencia de contar con el respaldo del amor incondicional de sus padres, y asegura continuidad a su tarea educativa. Es más, esos muros exteriores son necesarios para que crezca y madure cuanto enriquece a la familia su relación con la sociedad, y para fortalecer a sus miembros como constructores de la misma. Abren un ambiente propicio al desarrollo de proyectos comunes y a la esperanza.
16. Para los esposos y los hijos cuya convivencia está compenetrada por la fe y constituyen una ‘iglesia doméstica’ en la estabilidad incondicional del espacio interior que anima el amor de los padres, siempre habrá cabida para agradecer el pan de cada día, para orar en los momentos de aflicción, para adquirir la fortaleza interior que permite cumplir los encargos del Señor y para gustar la Palabra de Dios como lo hacía la Virgen Santísima, contemplando el paso del Señor por la historia y colaborando con Él, y dejando en su corazón el presente y los proyectos futuros. Esos que realizaremos “si Dios quiere”.
17. Es claro, si no existiera más que la indisolubilidad, es decir, si esos muros que dieron consistencia a la casa sólo protegieran un ámbito de indiferencia, egoísmo, infidelidad, mentira, opresión o violencia, vale decir, un ámbito en que se destruye la dignidad de las personas, se cercenan los vínculos y se demuele la confianza, la indisolubilidad sería sentida como una cadena que ata a una cárcel. Sería todo lo contrario de su sentido auténtico. En tales situaciones no es de extrañar que aflore la nostalgia del proyecto de Dios, que fundó la familia no como una casa de enemistad y destrucción, sino de comunión; no como una escuela de desarraigos, inseguridades y adicciones, sino de salud, de paz y de amistad; no como un taller del desconcierto y la desesperanza. La necesitamos como una escuela en la cual el ejemplo de los padres y de los hijos se constituye en ruta de esperanza para todos, en un lenguaje vivo y comprensible sobre el sentido de la vida y sobre el compromiso con los necesitados, y en una vivencia del amor fiel y fecundo de Dios, que quiere ser comunicada a otros.
Con esperanza, misericordia y espíritu constructivo
18. Tengamos presente los dolorosos problemas de numerosísimos hogares y sus carencias, que día a día salen a nuestro encuentro, las corrientes valóricas que se abren espacio entre nosotros, como asimismo el sueño de tantos chilenos y los frutos del matrimonio para siempre. En este contexto vivo, los invito a tratar el tema de la indisolubilidad del matrimonio con mucha esperanza, confiando en la gracia y el amor de Dios; con mucho respeto y misericordia, recordando a todos los que sufren dolorosas situaciones en sus hogares; y con la decisión más vigorosa de impulsar múltiples iniciativas en bien de la familia, de manera que se multipliquen aquellas que sean santuarios de la vida, del respeto y de la paz.
III. UNA NUEVA LEGISLACIÓN PARA EL MATRIMONIO CIVIL
Hay problemas reales para un proyecto de ley
19. Ciertamente los proyectos de ley que estudia el Senado quieren hacerse cargo de numerosos problemas reales que afectan a los esposos y a los hijos. En efecto, es necesaria una nueva ley que se ocupe, por ejemplo, de la preparación al matrimonio, de las condiciones que deben ser cumplidas para celebrar válidamente el compromiso conyugal, de su misma celebración y de las razones por las cuales cabe dictar la separación entre los esposos; que se ocupe también de los deberes que permanecen después de establecida la separación, de las causas por las cuales un matrimonio fue nulo desde un comienzo y posteriormente debe ser declarado inexistente, de las instancias que deben ayudar para superar las crisis que pueden terminar en rupturas definitivas, como también de los hogares que surgen después de una ruptura irreparable. Pero el proyecto que se estudia no trata tan sólo de los asuntos enumerados. Lo que despierta el mayor debate es la introducción del divorcio en nuestra legislación, como un instrumento para dar solución a las dolorosas situaciones de ruptura definitiva.
Pero no hay lugar para confusiones
20. Hay quienes tratan de quitarle importancia a este hecho, argumentando que en Chile ya existe el divorcio, puesto que las declaraciones fraudulentas de nulidad deshacen matrimonios válidamente contraídos. Pero una cosa es una acción basada en declaraciones falsas, que finge la disolución de un matrimonio válido (7), y otra cosa es introducir en nuestra legislación, por primera vez, una herramienta jurídica para disolver matrimonios válidos, a saber, el divorcio.
Está en juego la naturaleza del matrimonio21. Las situaciones de ruptura definitiva existen. Y, sin lugar a duda, surgen derechos y deberes entre quienes toman la decisión de comprometerse con otra persona, formar un nuevo hogar con ella, y tener hijos de esta unión. Cuando esta realidad se presenta con frecuencia, la ley debe hacerse cargo de ella. Pero una cosa es buscar las soluciones legales más adecuadas para estas situaciones particulares, y otra introducir el divorcio, negando la indisolubilidad del matrimonio y estableciendo además que ‘la acción de divorcio es irrenunciable’, esto es, desnaturalizando la definición del contrato conyugal. No hay que equivocarse, lo que está en juego con la nueva legislación es nada menos que la misma naturaleza del matrimonio: lo que entendemos por matrimonio y por el bien de los esposos, de los hijos y de las familias, con todas las demoledoras consecuencias que puede entrañar una comprensión equivocada de lo que es la célula básica de la sociedad.
Para toda la vida, ¿es sólo la intención de quienes se casan?22. Antes de continuar con esta exposición, detengámonos en el significado de la palabra “indisolubilidad”. Digamos, en primer lugar, que la persona humana tiene la capacidad de comprometerse libremente para toda la vida, y que tomar tales decisiones es parte de su vocación humana. Es más, la fidelidad durante toda la vida a la palabra empeñada la ennoblece. Y en Chile, gracias a Dios, casi todos los novios que contraen matrimonio, civil o religioso, llegan a esa hora solemne con una intención clara: quieren casarse para toda la vida. En nuestra cultura no se designaría matrimonio a una unión por poco tiempo, o carente de la voluntad de forjar una comunidad humana para siempre. Ahora bien, la indisolubilidad, como propiedad del matrimonio natural, agrega algo más a la mera intención de unirse en matrimonio para siempre. Expresa que, entre los diversos tipos de contrato existe uno, el contrato conyugal, que tiene constitutivamente una característica propia: la de ser para toda la vida. Y como el contrato mismo tiene esta propiedad esencial, no hay autoridad humana que lo pueda disolver, es indisoluble.
Dos definiciones incompatibles entre sí
23. Hasta ahora nuestra legislación se ha basado en una noción de contrato conyugal según la cual en el matrimonio hay bienes y propiedades esenciales. Los bienes de la alianza conyugal, desde el mismo orden natural, son la unión y el apoyo entre los esposos, como asimismo los hijos que de ésta nacerán. Sus propiedades esenciales son la unidad (llamada también unicidad) y la indisolubilidad, vale decir, la unión de un solo varón con una sola mujer, y su permanencia en el tiempo hasta la muerte. Todos estos elementos están en la definición que Andrés Bello estampó en nuestro Código Civil el año 1855: “El matrimonio es un contrato solemne por el cual un hombre y una mujer se unen actual e indisolublemente, y por toda la vida, con el fin de vivir juntos, de procrear, y de auxiliarse mutuamente” (8).
24. Sin afán de polemizar, propongo a todos los católicos y a las personas que se sientan interpretadas por la definición que nos legó don Andrés Bello, que comparen esa definición, que todavía rige en Chile, con la idea de matrimonio que aparece en el Mensaje del Ejecutivo, presentada hace pocos meses como el fundamento de las indicaciones al proyecto de ley que estudia el Senado. Ella desdibuja una de las realidades fundantes de nuestra sociedad. El Mensaje dice que el matrimonio es “la formalización de una unión heterosexual, con voluntad de permanencia, ante un representante del poder público”. Aquí ya no se trata de la promesa con la cual los cónyuges sellan su alianza, ni de un contrato, sino de una mera unión. No se extiende por toda la vida ni se menciona la indisolubilidad, puesto que no se dice qué permanencia deba tener en el tiempo. Por último, nada se expresa sobre la finalidad de esta unión heterosexual. En efecto, con una definición tan abierta podría prescindirse de la vida en común, de la procreación y del auxilio mutuo. Como finalidad, podría bastar una meta comercial.(*)
(*) La diferencia entre la legislación vigente y la que nos propone la Cámara de Diputados y el Poder Ejecutivo también aparece con nitidez cuando se les examina desde la perspectiva de la protección que da el Derecho al contrato matrimonial. La legislación vigente ha valorado en tal medida la importancia del matrimonio en vista de la familia, y la trascendencia de ésta como célula básica de la sociedad, que no hay en nuestro ordenamiento jurídico otro contrato que sea tan protegido y regulado por el Derecho como el pacto conyugal. Por eso las normas que lo regulan son de derecho público. Hay que cumplirlas, porque comprometen el interés de toda la sociedad. Sin embargo, si se adoptase el divorcio que se nos propone, el contrato matrimonial adquiriría características propias de un contrato privado, y pasaría a ser uno de los contratos menos protegidos de nuestro ordenamiento jurídico. En el caso del contrato conyugal, el juez tendría que considerar como causa suficiente para disolver el contrato la decisión unilateral e injusta de quien no cumplió con su compromiso. Pero ni siquiera un contrato comercial puede ser disuelto por la simple voluntad de quien no ha cumplido con sus obligaciones.
Notas a pie
(1) Siempre que esta carta se refiera al “divorcio”, trata del divorcio vincular (es decir, con disolución del vínculo) y no de la separación.
(2) Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal, declaración del 16 de noviembre de 2001, n.6.
(3) Cf. Dt 30, 15ss.
(4) Cf. Código de Derecho Canónico, can. 1056; Catecismo de la Iglesia Católica n.1614 y 1644.
(5) Juan Pablo II, Discursos al Tribunal de la Rota Romana (para causas matrimoniales) del 21 de enero de 2000, del 1º de febrero de 2001, y del 28 de enero de 2002. Los discursos fueron publicados en L’Osservatore Romano, y se puede acceder a ellos via Internet, buscando en www.vatican.va. Serán citados por sus fechas.
(6) Juan Pablo II, Familiaris Consortio, Exhortación Apostólica sobre la misión de la familia cristiana en el mundo actual (22 de noviembre de 1981).
(7) Con frecuencia se confunde dos cosas totalmente diversas, a saber, la declaración de nulidad de un matrimonio (llamada también, de modo impreciso, “anulación”) y el divorcio. La “declaración de nulidad” es el reconocimiento de que entre dos personas nunca existió un matrimonio verdadero. Desde el primer día fue nulo, inválido. Mientras que el “divorcio” consiste en la disolución de un matrimonio válido.
(8) Código Civil, art. 102.