IV. LA ENSEÑANZA DE JESÚS
Lo que Dios ha unido25. Como escribo a quienes comparten la misma fe en Jesucristo, me referiré en primer lugar a sus palabras. Más adelante reflexionaremos sobre otros argumentos que no precisan la fe. El Santo Padre, para dar “una respuesta válida y exhaustiva” al tema de la indisolubilidad, nos expresa que: “es necesario partir de la palabra de Dios. Pienso concretamente en el pasaje del evangelio de san Mateo que recoge el diálogo de Jesús con algunos fariseos, y después con sus discípulos, acerca del divorcio (cf. Mt 19, 3-12). Jesús supera radicalmente las discusiones de entonces sobre los motivos que podían autorizar el divorcio, afirmando: ‘Moisés, teniendo en cuenta la dureza de vuestro corazón, os permitió repudiar a vuestras mujeres; pero al principio no fue así’ (Mt 19, 8)” (9) . Poco antes Cristo había dicho: “¿No habéis leído que el Creador desde el comienzo les hizo varón y mujer y dijo: ‘a causa de esto dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán los dos ( ...) una sola carne, de suerte que ya no son dos, sino una sola carne’? Lo que Dios, pues, unió no lo separe el hombre” (v. 4-6).
26. El Santo Padre comenta así estas palabras de Cristo sobre el matrimonio en el orden natural: “Según la enseñanza de Jesús, es Dios quien ha unido en el vínculo conyugal al hombre y a la mujer. Ciertamente esta unión tiene lugar a través del libre consentimiento de ambos, pero este consentimiento humano se da a un designio que es divino” (10). Como la unión conyugal es para siempre por designio divino, al aceptarse mutuamente los esposos para toda la vida, también dan su consentimiento a ese designio de Dios, que los une para siempre, sin que hombre alguno los pueda separar (*). Con sus palabras el Papa transmite la enseñanza del Concilio Vaticano II: “Fundada por el Creador y en posesión de sus propias leyes, la íntima comunidad conyugal de vida y amor está establecida sobre la alianza de los cónyuges, es decir, sobre su consentimiento personal e irrevocable. Así, del acto humano, por el cual los esposos se dan y se reciben mutuamente, nace, aun ante la sociedad, una institución confirmada por la ley divina”. (11)
(*) Ya en los tiempos apostólicos surgió una situación en la cual se disolvía el matrimonio natural. Las conversiones al cristianismo de gente pagana y ya casada, planteó un problema. ¿Qué cosa se debía hacer cuando uno de los cónyuges se convertía, y el otro, reaccionando contra la fe del converso, lo abandonaba o le impedía vivir en paz? San Pablo les permitió contraer un nuevo matrimonio, disolviendo, por lo tanto, el anterior. Por eso, hubo que armonizar dos afirmaciones: la de Cristo, según la cual el “hombre” no puede desunir lo que Dios unió (Mt 19,6), y la de San Pablo, que concedió el así llamado “privilegio paulino” (Cf. 1 Co 7, 15). Este cese de la indisolubilidad ha sido comprendido en la Iglesia como una excepción realizada con la autoridad que Dios le confirió al Apóstol, para actuar a nombre suyo, y no con su autoridad como persona humana.
No es una unión cualquiera
27. Pero, ¿dónde dejó escrita Dios esta voluntad suya? A esta pregunta responde el Papa, diciendo que ese designio se halla inscrito en la dimensión natural de la unión, agregando más concretamente, que es “la naturaleza del hombre modelada por Dios mismo, la que proporciona la clave indispensable de lectura de las propiedades esenciales – que son la unidad y la indisolubilidad - del matrimonio” (12). Dios dejó escrito este designio suyo en la naturaleza del tipo de relación que se crea entre los esposos cuando sellan entre sí una alianza, y establecen así una íntima comunión conyugal que “hunde sus raíces en el complemento natural que existe entre el hombre y la mujer, y se alimenta mediante la voluntad personal de los esposos de compartir todo su proyecto de vida, lo que tienen y lo que son; por esto tal comunión es el fruto y el signo de una exigencia profundamente humana” (13). “Esta unión íntima, en cuanto donación mutua de dos personas, lo mismo que el bien de los hijos, exigen la plena fidelidad de los cónyuges y reclaman su indisoluble unidad” (14). Así, “el matrimonio no es una unión cualquiera entre personas humanas, susceptible de configurarse según una pluralidad de modelos culturales. El hombre y la mujer encuentran en sí mismos la inclinación natural a unirse conyugalmente” (15). Como este designio divino está inmerso en las exigencias de la naturaleza, corresponde a las aspiraciones más profundas del corazón humano, y a él “se han conformado innumerables hombres y mujeres de todos los tiempos y lugares, también antes de la venida del Salvador, y se conforman después de su venida muchos otros, incluso sin saberlo. Su libertad se abre al don de Dios, tanto en el momento de casarse como durante toda su vida conyugal” (16).
Un dato intrínseco: “No lo separe el hombre”
28. Como hemos visto, la indisolubilidad no es una ley extrínseca al matrimonio. Por el contrario, ella “se inscribe en el ser mismo del matrimonio”, que es “una unión que implica a la persona en la actuación – diríamos, plena - de su estructura relacional natural” (17), es decir, de la manera de ser, natural e intrínseca, de la relación conyugal. Por eso, el “ulterior fortalecimiento (de las propiedades esenciales del matrimonio, es decir, de la unidad y la indisolubilidad) en el matrimonio cristiano a través del sacramento, se apoya en un fundamento de derecho natural, sin el cual sería incomprensible la misma obra salvífica y la elevación que Cristo realizó una vez para siempre con respecto a la realidad conyugal” (18). La fe y la tradición de la Iglesia no han agregado nada al matrimonio natural al afirmar que es para toda vida. Lo que hace la Iglesia es reconocer que esta propiedad emana de las mismas exigencias de la alianza matrimonial, si bien ella tiene conciencia que “la seguridad que asiste a los que siguen a Cristo acerca de la naturaleza del pacto conyugal la obtienen sobre todo de la enseñanza de Nuestro Señor” (19).
V. UNA VERDAD ASEQUIBLE A LA RAZÓN
Como toda realidad del orden natural
29. Las palabras de Jesús dan “una respuesta válida y exhaustiva” a este tema. En ellas él quiso dejar atrás toda duda sobre la voluntad del Padre acerca del matrimonio antes de toda realidad sacramental. El Señor confirma así que estamos ante una realidad del orden natural. Por eso escribía la Conferencia Episcopal a fines del año pasado: “No es nuestra intención convencer mediante un dato de la revelación de Dios a quienes no comparten nuestra fe; tampoco imponer una verdad, a pesar de considerarla decisiva para el bien de las familias, los esposos, los hijos y la sociedad. En realidad, se trata de verdades asequibles a nuestra capacidad de razonar. No es necesaria la fe para fundamentar el anhelo del ser humano de vivir en familia, ni para pensar que la alianza matrimonial entre un hombre y una mujer es el fundamento de la familia, y que la característica decisiva de esta alianza es la de ser sellada para siempre”. Agregábamos: “a la hora de legislar sobre esta materia, estimamos necesario que se reflexione sobre la naturaleza del pacto conyugal, y que se tome en cuenta el mal que ha producido en incontables familias y pueblos la introducción del divorcio” (20).
También para quienes no comparten nuestra fe
30. Por consiguiente, queridos hermanos y hermanas de la Arquidiócesis, cuando Uds. tengan que proponer la indisolubilidad del matrimonio a personas que no comparten nuestra fe, es necesario proporcionar argumentos que sean asequibles a ellas, ya sea de orden antropológico, sociológico, jurídico, económico, etc. La verdad que proponemos, “como todo el mensaje cristiano, está destinada a los hombres y mujeres de todos los tiempos y lugares” (21). Es cierto que hay diversas culturas, y que ellas desentrañan y expresan desde distintos ángulos, con sus ideas y sus costumbre, la riqueza extraordinaria del ser humano. Pero ya nadie dirá que en los miembros de una etnia poco conocida no se encuentre la misma esencia del ser humano que en un holandés o un inglés. Igual cosa ocurre con el matrimonio, que expresa precisamente las características esenciales de la unión conyugal entre un hombre y una mujer. En cuanto a la esencia del matrimonio no puede introducirse una ideologización, como si existieran diversos conceptos igualmente válidos, según diferentes parámetros culturales (22). Si bien es cierto que hay uniones que se asemejan al matrimonio (precisamente porque hacia él tiende la relación íntima, con voluntad de permanencia, entre el hombre y la mujer), el concepto esencial y pleno es uno, al cual podemos llegar también con la razón mediante un trabajo desapasionado, intenso, constante e interdisciplinario(*).
(*) Santo Tomás distingue entre los preceptos primarios y los preceptos secundarios de la ley natural. Los primeros son evidentes a todo hombre con uso de razón. Así ocurre con el primer precepto de la ley moral que no necesita demostración alguna: la obligación de hacer y proseguir el bien y de evitar el mal. (cf. Santo Tomás, Suma Teológica 1-2 q. 94, a.2). Los preceptos secundarios desprenden su obligatoriedad del mismo principio fundamental de hacer el bien y evitar el mal. Su evidencia, sin embargo, no aparece de inmediato a todos los hombres. Por este motivo, costumbres contrarias a ellos, intereses creados, pasiones y otras causas pueden nublar su conocimiento y hacer dudar de su vigencia. Sin embargo, por contribuir al bien de la naturaleza humana, la inmensa mayoría de los hombres siente una inclinación natural hacia ellos como hacia un fin que quieren lograr. Santo Tomás estimaba, con cierta vacilación, que la indisolubilidad del matrimonio pertenece a esta categoría. (Cf. Supl. Q. 67, a.2)
31. Es cierto que en tiempos revueltos como los nuestros es leal y sencilla la “fe del carbonero”, que afirma lo que la Iglesia cree y el Magisterio enseña, simplemente porque él lo enseña. Pero no es menos cierto que debemos estar siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que nos pida razón de nuestra esperanza (23). Sobre todo quienes tienen mayor responsabilidad por la cultura y por la misma sociedad, necesitan formarse para ser capaces de comprender las razones de nuestra doctrina: aquellas que provienen realmente de la fe, como en este caso, y aquellas que proporciona la razón, también como en este caso. Sólo así estaremos en condición de dialogar con quienes no comparten con nosotros esa rica fuente de sabiduría que es la Revelación.
Dejemos hablar al orden propio de la naturaleza
32. No es difícil encontrar numerosos signos que hablan de esta nota característica del contrato conyugal, que configura una inclinación dominante de la naturaleza. Tomemos uno de ellos: prácticamente todos los novios llegan al matrimonio con la intención de compartir unidos y con hijos no una parte de la vida, sino toda la vida, hasta que la muerte los separe. El fenómeno es tan universal, que no se explica adecuadamente sólo como una suma de innumerables decisiones personales. Más bien muestra que este tipo de donación y compromiso mutuo ‘es’ para toda la vida, y que así está inscrito en el corazón de los novios. Veamos otro signo. Algo similar ocurre con las expectativas de los hijos. Podrán desear que la unión entre sus padres sea más gozosa, más pacífica y de mayor diálogo, pero nunca querrán que se rompa la relación entre ellos. Esta constatación es tan universal, que cabe postularla como un dato de la naturaleza de la vida familiar. También la familia se presenta como una comunidad de vínculos estables, para toda la vida. Una tercera constatación arroja luz sobre el tema. Cuando una persona ha pasado por todo el sufrimiento y las decepciones de una ruptura, y decide unirse a otra persona con la ilusión de formar un nuevo hogar, lo único que quiere es que esta vez sea para toda la vida. Ésta es una tendencia que, sin duda, proviene de la naturaleza de este tipo de unión. De lo contrario, dado el dolor anterior, no querría una unión sin condiciones, para siempre, ya que podría ser causa de nuevas y deprimentes decepciones.
constatemos el desmoronamiento, cuando no se le respeta
33. Pero hay también otras razones, fáciles de comprender, que comprueban que la indisolubilidad es un deber natural del matrimonio. Éstas son las consecuencias devastadoras para la familia, los hijos, el cónyuge más débil y la sociedad, tanto de las legislaciones que suprimen la estabilidad del matrimonio para toda la vida, como de las corrientes culturales que las inspiran y acompañan. Informes científicos (24) sobre los desarrollos posteriores a la entrada en vigor de la ley de divorcio muestran que existe un incremento en el número de disoluciones matrimoniales. Y con ello, más personas se ven enfrentadas a sus efectos negativos. Al aprobarse una ley de divorcio, suele presentarse un elevado número de recursos a ella en el primer año de su vigencia. Muchos estiman, y con razón, que se trata sobre todo de los casos que esperaban la aprobación de la ley para divorciarse, y suponen que éste sea un efecto puntual, sólo del primer período. Sin embargo, ello no es así. El número de divorcios se mantiene e incrementa al paso de los años. Comparando los promedios de divorcios que se dieron 20 años después de su introducción con los que se produjeron apenas introducido, se puede comprobar en los países estudiados que la cifra siguió creciendo, y que actualmente se mantienen cifras muy superiores a entonces. Siempre es superior al 50%. En un país, la cifra es seis veces superior a la del primer año. En países como Alemania, Australia, Bélgica, Canadá, Estados Unidos, Reino Unido y Suecia, por cada 100 matrimonios que se realizan en un año se producen actualmente más de 45 y hasta 60 divorcios en el mismo período (25).
34. Diversos estudios ([26) muestran que los hijos de padres divorciados, en comparación con los de las familias que mantuvieron su unidad, tienen en promedio -es decir, no cada uno de ellos, sino en promedio- mayores problemas psicológicos y de aprendizaje, mayores tasas de precocidad sexual y de hijos extra matrimoniales, tienen el doble de probabilidad de ruptura matrimonial, y presentan mayores índices de delincuencia, violencia, alcoholismo y drogadicción. Por otra parte, está comprobado que al divorcio entre los padres sigue, en la mayoría de los casos, el ‘divorcio’ con los hijos, sobre todo de parte del padre, ya que con frecuencia termina no cumpliendo los encuentros regulados por el juez.
35. Sobre todo las mujeres y los hijos experimentan un grave empobrecimiento tras el divorcio, efecto que se ve ampliado a medida que los maridos se casan nuevamente, porque en la mayoría de los casos les resulta imposible contribuir adecuadamente al mantenimiento de dos o más hogares. En el caso de las mujeres, y dependiendo del tipo de medición que se considere, las caídas en su ingreso varían entre un 20% y hasta un 60%. Como consecuencia de lo anterior, el divorcio contribuye fuertemente a la formación de hogares monoparentales de jefatura femenina que viven mayoritariamente en condiciones de pobreza (más del 50% en EE.UU y más del 75% en Gran Bretaña) (27). Esta situación pasa a ser una carga durísima para la mujer y para los hijos que ella sostiene, como también un gasto social enorme para el Estado y los contribuyentes.
¿Quién quiere estos males para Chile?
36. Queridos hermanos, es difícil pensar que alguien quiera estos males para Chile. Por desgracia, quienes piensan que el divorcio es una de las banderas irrenunciables del progreso y de la modernidad, muchas veces no se detienen suficientemente a sopesar estos fenómenos de destrucción de la sociedad. Pero ellos muestran la importancia de la indisolubilidad del matrimonio. En efecto, si se arranca esta viga maestra de la construcción, con frecuencia la casa -es decir, el matrimonio y la familia- se desmorona. Estos males confirman que el bien de la familia, como lo pide su propia vida y su misión en favor de los padres y de los hijos, está ligado inseparablemente a la indisolubilidad del vínculo que la une. Lo aseveraba Juan Pablo II a comienzos de este año: “El matrimonio ‘es’ indisoluble: esta propiedad expresa una dimensión de su mismo ser objetivo; no es un mero hecho subjetivo. En consecuencia, el bien de la indisolubilidad es el bien del matrimonio mismo; y la incomprensión de su índole indisoluble constituye la incomprensión del matrimonio en su esencia” (28).
37. Por eso, no es de extrañar que sintamos el deber moral de entregar a los católicos la enseñanza de la Iglesia, y de proponer a todos los que no pertenecen a ella que tengan a bien sopesar las reflexiones que se apoyan en la sola razón, y los hechos devastadores que se desprenden del divorcio. Prestemos nuestro apoyo a la renovación de la ley de matrimonio civil, que puede y debe ser mejorada, pero sin dar carta de ciudadanía al divorcio. No contribuye al bien de las familias de nuestra Patria y de sus hijos.
No seamos el último país en evitar tanto deterioro
38. Es cierto, somos uno de los últimos países del mundo occidental sin ley de divorcio. En lugar de avergonzarnos de ello y de pensar que también nosotros debemos incorporarnos a todos los dictados de ‘esta’ modernidad, podemos aprender de las experiencias en los países que ya las tienen. Actualmente hacen grandes esfuerzos por reducir las nocivas consecuencias de sus legislaciones. Nosotros tenemos la chance de elaborar una legislación moderna y creativa que evite la causa del grave deterioro que se ha generado en ellos, atienda la situación de las uniones después de una ruptura matrimonial, y conduzca realmente al fortalecimiento de la familia.
Notas al pie
(9) Juan Pablo II (28 de enero de 2002) n.3.
(10) Ibid,
(11) Concilio Vaticano II, Constitución Pastoral, Gaudium et Spes n. 48.
(12) Juan Pablo II (28 de enero de 2002) n.3.
(13) Juan Pablo II, Familiaris Consortio n. 19.
(14) Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes n.48.
(15) Juan Pablo II (1º de febrero de 2001) n. 4.
(16) Juan Pablo II (28 de enero de 2002) n. 4.
(17) Juan Pablo II (1º de febrero de 2001) n .5.
(18) Juan Pablo II (28 de enero de 2002) n.3.
(19) Conferencia Episcopal, La Iglesia Católica y el Proyecto de Ley sobre Matrimonio Civil (15 de agosto de 1997) n. 9.
(20) Conferencia Episcopal, declaración del 16 de noviembre de 2001 n. 5.
(21) Juan Pablo II (28 de enero de 2002) n. 5.
(22) Cf. Juan Pablo II (1º de febrero de 2001) n. 4.
(23) Cf. 1 Pe 3, 15.
(24) Tanto estos datos como los siguientes aparecen en el libro “Informe sobre el Divorcio, la evidencia empírica internacional”, que recoge el documentado informe elaborado por el Instituto de Ciencias de la Familia, por la Facultad de Derecho y por la Facultad de Ciencias Económicas y Empresariales de la Universidad de los Andes, a solicitud de la Comisión de Constitución, Legislación, Justicia y Reglamento del Senado. Informes sobre esta misma materia fueron solicitados también a otras Universidades. Aún no han sido publicados.
(25) Cf. EUROSTAT (Yearbook 2001), Australian Bureau of Population, Institut National de Satistique (Belgique), Statistics Bureau Canada (Health Reports 1996-1997, Historical Data), US Census Bureau, Office for National Statics UK, IMF’s Dissemination Standars Bulletin Board: Sweden.
(26) Ver la abundante bibliografía del libro citado anteriormente.
(27) Para Estados Unidos, ver Heath,J., “Determinats of Spells of Poverty Following Divorce”, Review of Social Economy, vol. 49 (1992), pp. 305-315; para Gran Bretaña, Revista Economist del 9 de abril de 1994.
(28) Juan Pablo II (28 de enero de 2002) n. 4.