Evangelio y vida plena
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Evangelio y vida plena

Exposición del Pbro. Samuel Fernández, decano de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Católica de Chile, en el Encuentro de Coordinadores Generales de la V Conferencia del Episcopado Latinoamericano

Fecha: Lunes 17 de Julio de 2006
Pais: Chile
Ciudad: Santiago
Autor: P. Samuel Fernández

Dos dificultades que enfrentar

En nuestra cultura, marcada por el pragmatismo, que también nos amenaza a nosostros como parte del mundo, surge en algunos la sospecha de que la Iglesia, como otras instituciones, está concentrada en sus propios intereses y que trabaja sólo para sí misma.

Por otra parte, muchos ven a nuestra Iglesia sólo como guardiana de la moral. Sobre todo cuando la adhesión a la persona de Cristo se pone en segundo plano, para destacar la adhesión a los “valores cristianos” que se presentan como una mera ética humana. Una ética que en vez de plenificar, restringe la vida con una larga lista de prohibiciones.

1. Cristología y antropología

Ante la primera dificultad, debemos preguntarnos ¿por qué la Iglesia se interesa por el mundo?, ¿por qué evangelizamos?, ¿por qué queremos evangelizar el corazón de la gran ciudad? La respuesta más inmediata es el seguimiento del mandato de Jesús. Y, entonces, la pregunta se vuelve más radical: ¿por qué Jesús mismo se interesa por los hombres?, ¿qué espera de ellos?

a. Cristología del Nuevo Adán

La cristología de los dos Adanes, propuesta por San Pablo la podemos considerar una de las claves para responder a estas preguntas. Pablo, en su carta a los romanos, declara que Adán "era figura del que había de venir" (cf. 5,14). Estamos habituados a pensar que Cristo se hizo semejante a Adán, y que, por tanto, Cristo, en cierto sentido, es copia del primer hombre. Pero la realidad es otra: el Adán del libro del Génesis fue creado a imagen y semejanza de Cristo y, por lo tanto, el modelo del hombre es Cristo: la plenitud del hombre no se encuentra en el Adán pecador, sino en Cristo. Estas reflexiones, que podrían parecer teóricas, tienen una gran trascendencia en ámbito pastoral. Porque declaran que la verdadera humanidad se encuenta en Cristo y que en Adán encontramos la humanidad, pero deformada por el pecado. En este sentido, Cristo es más hombre que Adán, pués en Cristo está la plena humanidad, mientras que Adán se ha "deshumanizado" por el pecado.
Esta convicción fue espléndidamente expresada por la Gaudium et spes 22: «tan sólo en el misterio del Verbo Encarnado se aclara verdaderamente el misterio del hombre... Cristo, el nuevo Adán... manifiesta plenamente el hombre al hombre». De este modo, la plenitud de la vida humana se alcanza en Cristo. Lo que deshumaniza es el pecado, la santidad humaniza; por ello, para emprender el camino de la santidad no es necesario renunciar a nada auténticamente humano, al contrario, es necasario renunciar al pecado que es enemigo de la plena humanidad, porque deshumaniza.

Por lo tanto, no hay rivalidad entre Dios y el ser humano. Cristo no es adversario del hombre, sino su modelo primordial y su meta definitiva, es el único camino para la realización auténtica de la vida humana. En definitiva, todo hombre y todos los hombres, para alcanzar la vida plena, aún la vida humana plena, necesitan de Cristo. Esta convicción es la que fundamenta la misión: no es un afán egoísta de la Iglesia, no es la búsqueda de sí misma o de sus intereses, sino la búsqueda gratuita del beneficio del hombre, la que justifica la misión.

b. Cristo único Mediador, prolongado en su Iglesia
En un mundo globalizado, tan amplio, tan plural, tan diverso, en que todo parece provisorio, nos cuesta decir: Todo hombre necesita de Cristo, o sin Cristo no hay vida plena. Pero si nos vieramos tentados a sólo decir Cristo es mi camino no haríamos justicia a las palabras de Jesús: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida, nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14,6). El cristianismo nació con vocación de universalidad: aún cuando la primera comunidad era sociológicamente insignificante ella se sabía depositaria del anuncio de la única salvación ofrecida por el único Mediador entre Dios y los hombres (1Tim 2,5).
A este punto, es útil volver sobre un tema cuyas bases bíblicas y dogmáticas están claras, pero que siempre requiere mayor profundización.

El anuncio de la salvación tiene su fuente en Jesús, aquel que tocaron nuestras manos, es decir, en el Verbo Encarnado, el hombre Jesús, el Hijo de María, el único Mediador entre Dios y los hombres. La acción de Cristo encarnado se prolonga en la Iglesia, Cuerpo de Cristo. Ella perpetúa la visibilidad del único Mediador, como "sacramento universal de salvación" , según la expresión conciliar. El único Mediador, hoy salva "por medio" de su Iglesia .

De este modo, afirmar que todo hombre y todos los hombres necesitan de Cristo, que el único Mediador, implica afirmar que todo hombre y todos los hombres necesitan de la Iglesia, puesto que ella “prolonga” a Cristo. En cuanto a los hombres que visiblemente viven al margen de la Iglesia, «el Espíritu ofrece a todos la posibilidad de que, en forma conocida por Dios (modo Deo cognito), se asocien a este misterio pascual» . Pero aun cuando se trata de la salvación de aquellos que no pertenecen visiblemente a la Iglesia, esta salvación no es independiente de ella: «La vía de la salvación recorrida por cuantos ignoran el Evangelio no es una vía fuera de Cristo y de la Iglesia» . La salvación de Cristo es accesible en virtud de la gracia que tiene una misteriosa relación con la Iglesia . De este modo, la Iglesia visible también es necesaria para el acceso a la gracia salvífica aún de los que visiblemente no pertenecen a ella.

La Iglesia no es entonces una realidad marginal, ni una forma entre varias de las genéricas realidades humanas llamadas “religión” , sino que es “sacramento universal de salvación”, es decir, es aquella comunidad visible que tiene un significado universal en lo que se refiere a la salvación. El documento de Puebla también lo reafirma: «La Iglesia es inseparable de Cristo porque Él mismo la fundó por un acto expreso de su voluntad, sobre los Doce cuya cabeza es Pedro, constituyéndola como sacramento universal y necesario de salvación» . De este modo, nuestra colaboración es necesaria para la evangelización. San Alberto Hurtado saca las consecuencias personales de esta afirmación en una vibrante meditación: «Necesito de ti... No te obligo, pero necesito de ti pare realizar mis planes de amor. Si tú no vienes, una obra quedará sin hacerse que tú, sólo tú puedes realizar. Nadie pude tomar esa obra, porque cada uno tiene su parte de bien que realizar» (DE, p. ***).

Es necesario insistir en esto, porque la relativización de la necesidad de Cristo y de su Iglesia comporta un grave debilitamiento en el compromiso misionero. Es necesario confesar -decía el querido Papa Juan Pablo II- “de modo humilde pero firme” el carácter único de la mediación del Verbo encarnado . El carácter único y universal de Jesucristo Mediador, que ofrece la única salvación a todos los hombres, por medio de su Iglesia, nos impulsa a renovar su compromiso con la misión.
Ante la toma de conciencia contemporánea de la amplitud del mundo y de la diversidad de las culturas que no conocen a Cristo, es fácil relativizar la necesidad de Cristo y de su Iglesia. Por ello, es bueno recordar que la convicción del carácter universal de la mediación de Cristo encarnado no nació en tiempos de Constantino o de Teodosio, cuando el Imperio era cristiano y, por tanto, era razonable pensar en ofrecer el Evangelio al mundo entero. La afirmación que Cristo tiene relevancia universal nació junto con el cristianismo y está testificada en los estratos más primitivos del Nuevo Testamento; por ella dio su vida Esteban, el primer mártir . La doctrina de la mediación universal estaba presente cuando, en la práctica, aún no había ninguna perspectiva de tener influjo universal, cuando la Iglesia era sociológicamente insignificante.

2. La vida plena en Cristo y su relación con la moral

La convicción de que sólo en Cristo se alcanza la vida en plenitud, aclara también la segunda dificultad que mencionábamos más arriba, es decir, que para muchos la predicación de la Iglesia se identifica con una moral, y les parece que el cristianismo no hace vivir, sino que, más bien, restringe la vida humana. Ante esta sospecha, el hombre se ve tentado a abandonar a Dios y a sacudirse de cualquier vínculo con él y de cualquier normativa para poder vivir plenamente.

En la prédica de la fiesta de la Inmaculada Concepción de 2005, el Papa Benedicto abordó este tema afirmando que el hombre, instigado por la serpiente del Génesis, sospecha «que Dios, en definitiva, le quita algo de su vida, que Dios es un competidor que limita nuestra libertad, y que sólo seremos plenamente humanos cuando lo dejemos de lado [...]. En una palabra, pensamos que en el fondo el mal es bueno, que lo necesitamos, al menos un poco, para experimentar la plenitud del ser».
Pero, si la comunión con Cristo verdaderamente beneficia, se entiende también que todo lo que daña la comunión con Cristo, daña al hombre mismo. La moral no se revela como un conjunto arbitrario de preceptos complicados, sino como el camino de humanización en Jesús, el Adán definitivo. Pero la moral no puede predicarse sin una referencia a Cristo.

Como dijo san Alberto Hurtado: «Para algunos la moral cristiana es un código sumamente complicado, largo, detallado, estrecho... que puede ser violado aún sin darse cuenta. Es un conjunto de leyes negativas: no hagas esto, ni aquello... Pero, ¿cómo voy a poder llenar mi vida con negaciones? Pero felizmente la verdad es muy distinta. El cristianismo no es un conjunto de prohibiciones, sino una gran afirmación... Y no muchas, una: Amar. Dios es amor, y la moral de quienes han sido creados a imagen y semejanza de Dios, es la moral del Amor» (BD, p. ***).

3. Expresión pastoral de esta convicción

Entonces, lo que nos mueve a evangelizar es la convicción de que todo hombre y cada hombre necesita de Cristo para alcanzar la plena vida humana y que la Iglesia prolonga a Cristo y lo hace accesible hoy a los hombres. La acción eclesial debe manifestar que la Iglesia evangeliza porque está convencida de que el Evangelio beneficia al hombre, porque está herida al comprobar que tantos hermanos nuestros están viviendo “a medias”. La Iglesia no trabaja por motivos egocéntricos, para tener más adeptos, más poder o mayores influencias; la Iglesia evangeliza por un sincero deseo de beneficiar la vida de los hombres, siguiendo los pasos de Jesús, “que no vino a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por todos” (Mc 10,45). Cuando la acción eclesial se centra en sí misma, fracasa; cuando se vuelca a los demás se vuelve imagen del Cristo pro-existente , cuya vida entera afirma: «Yo quiero tu bien, yo quiero que tú vivas plenamente». ¿Cómo expresar pastoralmente esta convicción?

a. La preocupación social

«La Iglesia, afirma la Redemptor hominis, no puede permanecer insensible a todo lo que sirve al verdadero bien del hombre» . La preocupación social de la Iglesia no es, entonces, algo periférico; menos una estrategia de proselitismo en un mundo secularizado, «el amor es gratuito -nos recuarda el Papa Benedicto y, por tanto- no se practica para obtener otros objetivos» . Es una exigencia del misterio de Cristo. La existencia terrena de Jesús así lo manifiesta: sus milagros de curación muestran su voluntad de restaurar en el hombre la bendición original del Génesis . Las sanaciones son signo de la renovación de la bendición original, oscurecida por el pecado. El bienestar del hombre y las nuevas relaciones fraternas que se establecen por la revelación de Dios como Abba, son signo y realización de la bendición divina. La acción social de la Iglesia mira a esto: a manifestar que la vida humana es una bendición, y, por lo tanto, un sacramento de la vida eterna.

b. La evangelización explícita

Por otra parte, la preocupación por el hombre no se reduce a su dimensión material, ésta no es completa sin la evangelización explícita. Jesús no sólo sanó, también enseñó y predicó. La verdad de Cristo ilumina la vida de cada ser humano. Por eso la Iglesia impulsa, con tanta energía, la tarea evangelizadora, convencida de que la auténtica evangelización no es una intromisión en una determinada cultura, puesto que Cristo no es un intruso en la naturaleza humana, sino su origen y su meta. La evangelización explícita no es un “agregado” al bienestar humano, ni un “artículo de lujo” para quienes ya tienen resueltas sus necesidades básicas. La evangelización forma parte de las necesidades básicas de la vida humana, porque le descubre su sentido, su sentido trascendente. «El Evangelio ofrece la perla de gran valor que todos están buscando» .

La relación entre la acción social y la evangelización explícita puede ser iluminada parafraseando la Dei Verbum: la revelación se realiza con obras y palabras intrínsecamente conexas entre sí, de forma que las obras manifiestan y confirman las palabras, y las palabras esclarecen el misterio contenido en las obras .

c. La Vida plena, es un don de la gracia

Finalmente, en un mundo tecnificado que ha estudiado con tanto esmero la relación entre los costos y los beneficios, entre los recursos y los resultados, se hace necesario repensar y reproponer el modo específico del actuar de Dios como modelo de la acción eclesial. En la encarnación encontramos el paradigma.

Mucho se ha insistido, y con razón, en el carácter materno de la Iglesia, cuya fecundidad tiene su modelo en María, la Madre de Dios . El documento de Puebla, nn. 282-303, propone ampliamente a María como modelo de la Iglesia. Un aspecto de esta tipología puede arrojar muchas luces a nuestra acción pastoral . La Redemptoris Mater, refiriéndose a María, afirma: «toda su participación materna en la vida de Jesucristo, su Hijo, la vivió hasta el final de acuerdo con su vocación a la virginidad». De este modo, si la Iglesia está llamada a prolongar la maternidad de María, debe entonces prolongar su única maternidad que es virginal.

En la Escritura, la virginidad no es presentada como una proeza ascética, digna de mérito, sino como la pobreza de quien es sólo apertura, obediencia y receptividad, pero que autónomamente considerada, no es capaz de dar frutos. De este modo, los textos evangélicos presentan la virginidad de María como plena disponibilidad a la colaborar en una obra que supera radicalmente incluso los mayores logros humanos. La virginidad de María se vuelve fecunda por una acción divina inimaginable e inesperada que tiene como fruto la presencia efectiva de aquel que es la Vida en persona . La fecundidad de la virginidad es obra de la gracia, es una nueva creación.

Si la Iglesia está llamada a ser Madre, como María, entonces debe ser virginalmente materna, pues en ella «encontramos todas las características del discipulado según el corazón de Dios» . Y, en este sentido, la acción de la Iglesia debe ser plena disponibilidad y activa colaboración a la acción de Dios por su Espíritu. Pero siempre consciente que la acción eclesial busca una fecundidad que está en total desproporción con sus propios recursos. Así, la maternidad virginal de María es «anuncio de la maternidad virginal de la Iglesia» .

Tal como María contempla a su Hijo como un don, como una obra de la gracia, puesto que ha sido engendrado y ha nacido virginalmente; así también la verdadera fecundidad de la Iglesia no es el producto proporcionado de sus acciones, sino un don que viene de arriba, que supera totalmente los recursos disponibles.

No se trata de desvalorizar la colaboración humana, que siempre es necesaria, así lo recordaba el texto de san Alberto Hurtado, leído más arriba; se trata, más bien, de reconocer que los frutos de la evangelización están en total desproporción con los medios humanos disponibles. Por ello hay una radical diferencia entre publicidad y evangelización. El resultado de una campaña publicitaria guarda una cierta proporción con los recursos invertidos; pero la conversión, la filiación divina, o la constitución de una comunidad eclesial viva, son un fruto que está en total desproporción con medios humanos utilizados.
No se trata de desvalorizar la colaboración humana, insisto, sino de reconocer que los frutos están en total desproporción con los medios humanos. Así, la auténtica maternidad de la Iglesia es virginal: se sabe infecunda, abandonada a sí misma, y a la vez fecunda por un don de la gracia . Puebla afirma que «María nos enseña que la virginidad es un don exclusivo a Jesucristo, en que la fe, la pobreza y la obediencia al Señor se hacen fecundas por la acción del Espíritu» . Así como María recibe por gracia lo que ningún hombre es capaz de merecer; así la Iglesia recibe por gracia una fecundidad que ninguna acción humana es capaz de producir.

Esta desproporción, y no el cálculo, es la fuente de la esperanza de la Iglesia. Es la desproporción del Dios que entrega a su propio Hijo y derrama su Espíritu; es la desproporción de la oración, que en su pobreza alcanza como don lo que no puede exigir ni lograr por la fuerza; es la desproporción de la santida, cuya fecundidad supera todo predicción humana.

Esta misma desproporción se manifiesta en la Eucaristía. En ella Cristo se hace presente por medio de elementos tan sencillos como el pan y el vino. Lo que aporta el hombre es el pan, el vino y las palabras del sacerdote, pero por medio del sacerdote se hace presente la eficaz Palabra de Cristo y la acción de su Espíritu, y así, la Iglesia alcanza el ápice de su fecundidad al hacer presente a Cristo mismo. En la Eucaristía son tan necesarios los pobres elementos que aporta la Iglesia como la acción poderos del Espíritu. Con razón el Concilio afirma: «Ninguna comunidad cristiana se edifica si no tiene como raíz y quicio la celebración de la Sagrada Eucaristía» (PO 6). En definitiva, es la desproporción del amor que se derrama gratuitamente, sin esperar nada a cambio.

P. Samuel Fernández E.
Facultad de Teología UC
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