Compartiendo sus horribles sufrimientos, físicos y espirituales, ofreciendo su dolor y su muerte por la salvación del mundo, acompañaron a Jesucristo junto a la cruz, su madre María, Juan, el discípulo más querido, y otras tres piadosas mujeres. Sufrieron por el desgarrador tormento y por el abandono de los suyos, por el rechazo de su pueblo, por la ingratitud lacerante de quienes lo habían seguido, admirando sus enseñanzas y sus milagros, y por su misma muerte por amor a nosotros.
Como un bálsamo para tantas heridas, quienes estaban junto a él en el Calvario acogieron sus palabras de perdón y el último testamento de su amor, cuando anudó el cariño materno de su propia madre con el amor filial del discípulo amado.
Pero Dios, su Padre, no podía dejar en el sepulcro a su propio Hijo, a Aquel que había enviado a ser nuestro Camino, nuestra Vida, nuestra Esperanza y nuestra Resurrección. ¿Quién podría creer en un camino, una vida y una esperanza que yacen muertas?
Los soldados no podían creer lo que veían. Si bien custodiaban celosamente la roca que cerraba el paso al sepulcro, la lápida había sido removida, el sepulcro estaba abierto y, ante su estupor, se encontraba vacío. Poco después se enteraron: ¡Había resucitado!
Así confirmó Jesucristo nuestro anhelo más profundo. La violencia, la separación, la injusticia, la falsedad, la muerte y el mal no pueden tener la última palabra. No pueden tenerla, y no la tienen. La última palabra no la tiene el odio sino el amor, tampoco la muerte pero sí la vida; no la tiene la enemistad sino la reconciliación, tampoco la mentira pero sí la verdad, no la tiene la violencia sino la paz. Simplemente, porque Dios es bueno y poderoso, porque él es el origen de todo bien y no del mal, porque nos creó para darnos vida en abundancia y mantiene su proyecto de felicidad; porque Cristo, el Buen Pastor, murió y resucitó, está de nuestra parte y nos guía y acompaña con fidelidad, sabiduría y misericordia.
Fue el mensaje vigoroso y cercano del Papa Juan Pablo II cuando recorrió los caminos de nuestra patria hace 20 años. Justamente en estos días lo recodamos a él y su siembra de esperanza.
Los jóvenes le expusieron en el Estadio Nacional los síntomas de debilidad, de enfermedad y aún de muerte espiritual en nuestra sociedad y en el mundo. El día anterior había escuchado males semejantes en La Bandera. Los conocía y compartía el sufrimiento. Veía su causa en la maldad del propio corazón y en la que anida en el alma de muchos otros y en la sociedad. Osó referirse a la ‘comunión en el pecado’, ya que el mal tiene gravísimas implicancias sociales.
A ese mundo juvenil, y a todo Chile que seguía sus pasos día a día, minuto a minuto, el Peregrino de la Paz le habló de Cristo como autor de la vida. Nos narró la resurrección de la hija de Jairo. Su padre se había allegado a Jesús para pedirle por su niña, que estaba muy grave, “en las últimas” (Mc 5, 23). Acongojado le dijo: “Ven, pon las manos sobre ella, para que sane”. ¿En cuántas situaciones podemos dirigirnos a Cristo con las mismas palabras, a causa de circunstancias y problemas que nos llenan de tristeza o preocupación. “¡Pon las manos sobre ellas, para que sane!”.
Relata el Evangelio que “Jesús se fue con él” (Mc 5, 24). Es nuestro deseo. Cuando lo tratamos con fe, con esperanza, al menos con el deseo de creer en él, Jesús se viene con nosotros. Nos escucha siempre, y nos pide que abramos nuestro espíritu y nuestros proyectos a su presencia, a su palabra y a su compañía. Jairo, el jefe de la Sinagoga, se estaba convirtiendo en discípulo de Jesús.
A poco andar, le traen a Jairo la noticia que su hija había fallecido. Le dicen, “¿para qué molestar más al Maestro? Pero las peticiones nuestras, no importunan a Jesús. Espera el salto de la confianza, el que dio María en la hora de la Anunciación, creyendo que para Dios no hay bien alguno que sea imposible.
Llega Jesús a la pieza donde yacía la niña. El Señor de la vida la considera dormida y no muerta. El Papa reflexionaba: Este mundo, el vuestro, no está muerto sino adormecido. Las palabras de Cristo lo llevaban a pensar en la misteriosa presencia del Señor de la Vida en un mundo que, al parecer, sucumbe bajo el impulso desgarrador del odio, la violencia y la injusticia. Él sentía el latido fuerte de la vida, que nos lleva a apostar por la gracia, por el amor y por la vida, contra el pecado y la muerte. Nos proponía descubrir en nuestro interior –en el propio interior, y en lo profundo de cada uno, de los jóvenes en la escuela o en la calle, de los que sufren, también de los encarcelados- la siembra del Señor resucitado, siembra de aspiraciones justas, de coherencia, de amor y de paz, sed de Evangelio y de amistad con Cristo.
Ese Jesús, que le dijo a la joven: “Contigo hablo, ¡levántate!”, causando su resurrección, es el mismo Señor que nos invita a escuchar los latidos de la vida nueva en nuestro interior, de la verdad en nuestra mente, de los proyectos solidarios en nuestro corazón y en nuestras manos, y los latidos de la confianza y de la fidelidad en el hogar. Él mismo nos llama desde los hermanos, esperando nuestra ayuda. Nos dice con bondad y con fuerza: “Contigo hablo, ¡levántate!”. Levántate, y pon tus manos al servicio de los hermanos. Levántate y no destruyas ni la convivencia, ni la colaboración necesaria para construir. Levántate y pon tu confianza en Aquel que hace crecer en ti la esperanza y que te invita a colaborar con él, ayudando a los más abatidos a levantarse, a caminar por las sendas del Señor resucitado. Levántate, sabiendo que es posible pasar del dolor y de la muerte a la vida.
De corazón les deseo una ¡feliz Pascua de Resurrección!
† Francisco Javier Errázuriz Ossa
Cardenal Arzobispo de Santiago