Mensaje de Navidad 2008 del Cardenal Francisco Javier Errázuriz Ossa, Arzobispo de Santiago
Fecha: Miércoles 24 de Diciembre de 2008
Pais: Chile
Ciudad: Santiago
Autor: Cardenal Francisco Javier Errázuriz Ossa
“Oh Dios, que has iluminado esta noche santa con el nacimiento de Cristo, la luz verdadera; concédenos gozar en el cielo del esplendor de su gloria a los que hemos experimentado la claridad de su presencia en la tierra.” (Oración de la misa de medianoche)
El encuentro del cielo con la tierra
La celebración de la Navidad nos evoca el nacimiento del Salvador, cuando el cielo se abrió sobre la tierra, llegando hasta nosotros el mejor regalo del Padre Dios, Jesús, nuestro hermano y Señor, en quien reconocemos el rostro divino del hombre y el rostro humano de Dios. La noticia les fue comunicada a los pastores por el ángel. No lograban salir de su asombro al escuchar la Buena Nueva que tanto esperaban, la gran alegría para todo el pueblo: “Hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor. Y aquí tenéis la señal: encontraréis a un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre.” (Lc 2, 10-14)
El villancico navideño asume el relato del Evangelio: “Gloria cantan los querubes en los montes de Belén, y el eco, de valle en valle, repite una y otra vez: Gloria a Dios en el cielo”. Ese eco resonó hace dos mil años de pueblo en pueblo, y resuena hasta nuestros días encontrando una profunda resonancia en nuestros corazones. La Navidad nos sobrecoge, nos reúne en familia y nos ayuda a vivir momentos de cielo. Y es que, en verdad, nuestros anhelos y nuestra esperanza tienen un norte: nos acercan al cielo, a la plenitud del amor, la felicidad y la paz, junto a quien es el origen de todo bien, la causa de nuestra alegría: nuestro Padre y Señor. La Navidad nos evoca el cielo.
En Belén irrumpió el amor de Dios en nuestra historia. En la gruta, Dios se acercó hasta nosotros como un niño y
pudimos contemplar su rostro verdadero. Con razón escribió san Pablo: “Ha aparecido la bondad de Dios y su amor a los hombres” (Tt 3, 4). Allí resplandeció esa verdad que nos colma de gratitud y alegría: “Tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino tenga vida eterna”(Jn 3, 16). Con admirable sabiduría, los ángeles pidieron a quienes acogerían a Jesús que alejaran de sí todo temor. Cristo llegó a este mundo como aquel que no despierta temor alguno, ya que sus designios son designios de paz y no de aflicción, su luz disipa las tinieblas, y sus enseñanzas no quieren otra cosa que dar plenitud a nuestra vida. Llegó como un niño, cuya sonrisa conquista los corazones y colma de alegría. Ése fue el preludio de su vida y su primera revelación en un ambiente de pobreza, de alegría y de oración. Años más tarde, san Juan resumiría su experiencia espiritual con las palabras más simples y más hermosas: Dios es amor.
Todos recibieron a Jesús con gozo y esperanza: los pastores y los sabios de oriente, José, y sobre todo María. El corazón de la madre que dio a luz a la Luz había sido preparado por el mismo Dios, alejando de él toda sombra de pecado, y toda inclinación al mal. Su espíritu sólo quería acoger la luz y la verdad, el bien que surgía entre los suyos y que provenía del corazón de Dios, sobre todo el Sumo Bien, su Hijo Jesús. Amarlo con todo el corazón y con todas sus fuerzas, adorarlo con espíritu contemplativo, servirlo con la gratitud y la entrega de quien ha recibido el mayor tesoro, y servir así el plan bondadoso de Dios para con su pueblo y para con toda la humanidad, llenaba de dicha y ardor su alma. Desde lo más hondo de su ser seguía brotando el canto de la Visitación: Proclama mi alma la grandeza del Señor, desborda de alegría mi espíritu en Dios mi Salvador, porque ha puesto los ojos en la pequeñez de su sierva, porque su nombre es santo y misericordioso.
En Belén todos compartimos la alegría del encuentro con el Señor. Pero con frecuencia constatamos
una distancia muy grande entre el ambiente de la Navidad y los sentimientos grises de todos los días. ¡Cuántas veces no vivimos con alegría, con esperanza y confianza, y damos un amplio espacio en nuestra alma a la incertidumbre, a la indiferencia, al temor, al rencor y a la desesperanza! ¿Cuántas veces dudamos de nosotros mismos ante las dificultades, por ejemplo en nuestros días, ante la inseguridad de la economía y de la paz familiar y ciudadana? ¿Cuántas veces dudamos de los demás: de sus proyectos, sus propósitos, su sinceridad y su honestidad?
Si las campañas presidenciales y parlamentarias que se asoman no fueran impulsadas con mucha responsabilidad y respeto, contribuirán a aumentar las desconfianzas –en los candidatos, en sus equipos y en Chile mismo-, y a enlodar nuestra convivencia, en lugar de abrir horizontes e invitar a aunar fuerzas para construir nuestra patria como una copia feliz del paraíso, del Edén.
Caemos fácilmente en las vacilaciones y las desconfianzas cuando no construimos nuestra vida sobre el fundamento de la bondad y la providencia de Dios, y cuando nos alejamos de su rostro y sus sentimientos de paz. Con mayor razón, cuando dudamos de su misericordia y su poder porque no entendemos que su respeto a la libertad de los seres humanos es tan grande, que nos permite cometer errores y hacer el mal. ¡Con cuánta paciencia deja que en el camino nos maltratemos –a nosotros mismos y a los demás- con egoísmo, aun con violencia, sin espíritu de solidaridad, sembrando desuniones y enemistades! Olvidamos su respeto a nuestra libertad, y olvidamos el poder de su inconmensurable amor, que nos atrae desde lo más hondo de nuestro ser cuando nos reconocemos pequeños, hijos y pobres, pero muy amados por Él.
En medio de nuestros temores y desconfianzas, de nuestros egoísmos, inseguridades y desconciertos
no aislemos las celebraciones del nacimiento de Jesús como si fueran un hermoso paréntesis dentro de los quehaceres de todo el año. ¿Por qué no acercarnos a la verdad encerrada en las palabras del profeta Isaías, y hacer que la luz de Belén ilumine todos nuestros días, todas nuestras acciones, toda nuestra esperanza? Escuchemos su mensaje: “El pueblo que caminaba en las tinieblas vio una gran luz. Sobre los que habitaban tierras de sombras, ha brillado una luz. Tú has multiplicado la alegría, has acrecentado el gozo” (Is 9, 2).
Tomemos conciencia de que caminamos con frecuencia en las tinieblas y de que habitamos en una tierra amenazada por las sombras. Abramos nuestro espíritu a la luz que nos ilumina desde Belén, desde esa hora de gracia del nacimiento del Señor. Es la luz que nos ayuda a descubrir quiénes somos, cómo podemos acogernos mutuamente, con qué sentimientos y actitudes hemos de ser solidarios, y con qué espíritu podemos hacer de la vida familiar y de nuestra convivencia vecinal y nacional un remanso de benevolencia y de amistad, en que el cielo se acerque a la tierra.
Para ello, tratemos de colaborar con Dios, cuya sabiduría y cuya bondad brilla en Belén. Tratemos de asemejarnos a Él, no infundiendo temor, sino siendo causa de alegría, actuando con benignidad, buscando el bien de los demás, compartiendo nuestros bienes, como Dios lo hace con nosotros, y siendo artífices de la paz. Así todos ganamos – y gana nuestro país - especialmente en tiempos difíciles.
Y sabiendo que la Virgen María acogió a Jesús a nombre de todos nosotros, tratemos de asemejarnos también a ella, recurriendo en la oración a la Fuente de la vida y del amor, buscando a Dios en la Biblia, valorando inmensamente su cercanía y las muestras de su amor, y dejándonos encontrar por Él, que es nuestro mayor tesoro, nuestro gozo y nuestra vida. Así transmitiremos, como ella sabe hacerlo, la bondad de Dios hacia los demás, en especial hacia los pobres y los atribulados. En esta Navidad, sobre todo no olvidemos a quienes más esperan de nosotros: las personas solas y abandonadas, las familias necesitadas, los enfermos y los encarcelados, los que no tienen trabajo, como también los que tienden a desfallecer sin fe ni esperanza. Llevémosles el amor y la esperanza de Belén.
Seguramente muchos de ustedes estarán afligidos este año. Por la incertidumbre económica no habrán podido regalar a sus hijos y familiares los hermosos regalos de otras celebraciones. Sin embargo, también los pastores, cuando llegaron al pesebre iban con las manos probablemente vacías de cosas materiales, pero le trajeron a Jesús los mejores dones que tenían: su gratitud, su asombro y su cariño. Difícilmente podemos dar a nuestros cercanos en esta Navidad regalos mejores que éstos: nuestra admiración por lo que son y por sus valores, nuestra gratitud a Dios por contar con ellos, muestra confianza en los caminos del Señor, y el amor alegre y generoso del corazón con disponibilidad para servir, sin esperar recompensa alguna.
A todos les deseo de corazón una Navidad muy feliz, colmada de la presencia, la paz y la generosidad de Dios.
† Francisco Javier Errázuriz Ossa
Cardenal Arzobispo de Santiago
Santiago, 24 diciembre 2008