Fil 3, 12-21
Salmo 110
Mt 6, 9-13
Queridos hermanos
Nos reunimos en esta Iglesia Catedral para dirigir nuestra oración de acción de gracias “al Señor, Dios eterno”, por todo lo que ha hecho en este año en nuestra patria iluminando el caminar, mostrándose “amigo y defensor de los hombres”, saciando nuestra hambre más profunda, y dándonos renovados horizontes de esperanza, confirmándonos que somos ciudadanos de la tierra pero también que caminamos, con la seguridad de la fe, a ser “ciudadanos del cielo” (fil 3, 21).
El Evangelio nos recuerda que Cristo constituye a su rebaño como un pueblo orante, regalándonos su plegaria, asociándonos como hermanos para que junto a él nos dirijamos a Dios como Padre. Esta oración es inspiradora de la vida cristiana y, de alguna manera, una hoja de ruta.
1. “Padre nuestro” (Mt 6,9). En su primera Encíclica el papa Francisco señaló que la luz de la fe, precisamente por su conexión con el amor, se pone al servicio de la justicia, del derecho y de la paz. En efecto, la fe es un bien común, y como tal no solo luce dentro de los templos ni sirve únicamente para construir una ciudad eterna en el más allá; sino que nos ayuda a edificar nuestras sociedades para que avancen hacia el futuro en comunión y con esperanza (cf. LF 51). La fe de los cristianos, en particular, tiene como consecuencia necesaria la fraternidad, siendo una contribución para la sociedad y un don al servicio del bien común, que nos compromete vivamente a ser protagonistas de nuestro tiempo. Por ello, para nuestros pueblos, la fe en Dios no solo es un dato sociológico, o un aporte más para el tejido social; ella posibilita la fraternidad, cultiva el perdón, desarrolla la misericordia y permite que la reconciliación no sea una quimera. La fe, al mismo tiempo, es naturalmente una experiencia relacional, un aporte insustituible al bien común que nos compromete a todos como hermanos. Como señala el mismo Papa “las manos de la fe se alzan al cielo, pero a la vez edifican, en la caridad, una ciudad construida sobre relaciones que tienen como fundamento el amor de Dios” (LF 51). Por ello, reunirnos en esta Iglesia Catedral para cantar el Te Deum es un acto de fe en el “Padre del cielo” que nos constituye visiblemente en familia y contribuye a la vida republicana ofreciendo este espacio de encuentro.
2. En esta oración de gratitud emergen en nuestra memoria hechos del pasado, hacemos vivos hitos del presente y alimentamos las esperanzas que animan nuestro caminar. La memoria nos recuerda tantas cosas hermosas donde Dios nos ha prodigado grandes bienes como Nación; pero también nos hace presente situaciones dolorosas y traumáticas. En este último contexto recordamos los hechos que precedieron y acompañaron el 11 de septiembre, cuando las pasiones políticas e ideológicas se radicalizaron al punto de dividir al país en facciones irreconciliables, cuando se abandonó el diálogo razonable como último recurso, y que luego decantaron en la sucesiva violencia que signó una época, dejando una sangrienta huella en muchas familias, y el rol en la defensa de los derechos humanos que entre otros, debió asumir la Iglesia Católica. Nada de la violencia e irracionalidad previa, puede explicar los atropellos a la dignidad de las personas cometidos después del 11 de septiembre. En este espacio de oración y fraternidad, somos provocados a revitalizar la misericordia y el perdón que brotan de un corazón creyente. Sin duda, aún debemos seguir haciendo nuevos y genuinos esfuerzos de magnanimidad y generosidad, también de arrepentimiento y de perdón para que la misericordia de Cristo habite en nuestro corazón y nos traiga la definitiva paz.
Pero, estos desgarradores hechos no nos pueden paralizar. Jamás podremos construir un futuro con esperanza si no somos capaces de dar pasos concretos y definitivos pidiendo perdón y regalando el perdón, sanando las heridas, estrechando la mano a nuestro prójimo, más allá de su color político y de su vinculación con los hechos acontecidos. Rezamos en la oración de los cristianos “perdona nuestros pecados como nosotros perdonamos a los que nos ofenden” (Mt 6, 12). El signo elocuente del hombre de fe es la magnanimidad de su perdón. Juan Pablo II, en su visita a Chile, repitió con fuerza que “el amor es más fuerte”. Hoy hago mía esas palabras para exhortarlos a que pongamos todo lo que esté de nuestra parte para que la historia no nos siga dividiendo, para que la misericordia venza al odio y la justicia nos disponga al perdón.
3. Mientras dura nuestra peregrinación hacia el “reino del Padre”, constatamos que los dolores de nuestra historia pasada, han de ser escuela de paz para el presente y fuente de vida nueva para el futuro; también para enfrentar los crecientes nuevos desafíos que se nos presentan como nación. Entre ellos la situación en nuestra Región del sufrido pueblo mapuche y la deuda histórica con él, las acciones de violencia sobre el mundo rural, la situación dolorosa de familias descendientes de los primeros colonos, dedicadas a la agricultura. La pérdida de vidas de comuneros mapuche, agricultores y carabineros, es algo que hiere profundamente nuestra convivencia, conciencia y democracia, y que nadie puede tolerar. La vida no solo es el primer y principal derecho humano, sino también sagrado, y por ello debe ser respetado desde su concepción hasta su muerte natural. Mientras tengamos esta situación de fondo pendiente, no obstante los grandes esfuerzos realizados en la zona por las autoridades y ciudadanía organizada, y que valoramos profundamente, será complejo alcanzar para la Araucanía su pleno desarrollo humano, multicultural y económico. En la raíz de ello, está el Estado de Chile que en su momento no hizo las cosas bien, ni con justicia, tanto con los inmigrantes por él traídos, como con los derechos, cosmovisión y patrimonio del pueblo mapuche. Así, el Estado y sus Instituciones por de pronto, y luego todos cuantos habitamos esta tierra que amamos, debemos colaborar porque acogidas las legítimas demandas y en justicia para todos, podamos gozar de aquella paz que solo Dios puede dar.
4. Ni en esta, ni en ninguna circunstancia, podemos dejarnos guiar por el odio, la soberbia, la intolerancia, la falta de diálogo que provienen del mal espíritu; tampoco por los deseos de ajusticiamiento que provienen del espíritu de la venganza, para justificar la violencia como camino de la justicia. Eso no solo es inaceptable, sino que además impide una auténtica solución de los conflictos. Por ello exclamamos con fuerza: “Líbranos Señor de todo mal” (Mt 6, 13). La convivencia nacional, en efecto, exige corazones generosos que estén dispuestos a hacer el bien, a dialogar, a respetar al que piensa diferente, a sentarse a la mesa y a estrechar la mano de todos. No es posible que un país que se precia de tantos pergaminos y que es percibido, en muchos aspectos, como modelo por las naciones hermanas, no sea capaz de ser familia, de generar espacios de respeto, de encuentro y de fraternidad que le permitan caminar hacia el futuro con esperanza. La oración que hoy dirigimos también empuja nuestra vida para acrecentar una auténtica convivencia fundada en los valores del Evangelio. Chile tiene vocación de fraternidad, de entendimiento, no de enfrentamiento, exclamaba el recordado Pastor Raúl Silva Henríquez.
5. Jesús le pide al Padre: “venga a nosotros tu Reino” (Mt 6, 10) y nos regala su oración invitándonos a construir, ladrillo tras ladrillo, la ciudad de Dios en medio de la cuidad de los hombres. Inmersos en la historia, los cristianos no podemos perder de vista que contribuimos al reino de Dios poniendo al servicio de todos, los criterios del Evangelio. Y esto tiene como correlato que ser ciudadanos de la tierra movidos por los valores del Reino, nos compromete con el respeto al Estado de Derecho, así como con salvaguardar el normal desarrollo institucional del país respetando los marcos jurídicos que garantizan nuestra convivencia y nuestro desarrollo. Este es un punto central de nuestra vida nacional. Entendiendo las legítimas demandas de diversos actores sociales la responsabilidad de los servidores públicos, y también de los líderes o voceros de diversas agrupaciones, les exige discernir con responsabilidad, estar a la altura de las circunstancias, escuchando las demandas ciudadanas pero también haciéndose cargo que están al servicio de una realidad grande como es el bien común de la nación. El respeto al Estado de Derecho no es una opción sino una obligación. La historia nos ha enseñado que su vulneración corroe la vida nacional en sus mismas raíces, engendra odios difíciles de sanar y nos inserta en una espiral de discrecionalidad en el que siempre son dañados los más desposeídos.
6. “Danos hoy el pan de cada día” (Mt 6, 11). Experimentamos un descontento social creciente y paradojal. En efecto, a pesar de que nuestro país sigue desarrollándose a paso veloz y como nunca en su historia, y creando riqueza, esta realidad no beneficia en idéntico crecimiento a importantes sectores de nuestra nación, que se ven perjudicados en su acceso a una educación de calidad, en las prestaciones de salud, en sus bajos sueldos, en fin, en sus condiciones de vida, en que no tienen el ‘Pan de cada día’. Las razones son variadas. Por un lado, resulta evidente que la desigualdad social en Chile es un escándalo que clama al cielo. Pero también hay otro aspecto que contribuye a esto y que refiere al creciente materialismo y codicia que somete a las conciencias a la idea de que la felicidad transita necesariamente por tener más y más bienestar.
Este drama de la post modernidad ha de llevarnos a realizar un adecuado discernimiento acerca de la importancia relativa de los bienes, a crecer en la sobriedad que se manifieste en nuestro estilo de vida y a usar adecuadamente nuestros bienes por el progreso de todos. Dios creó el mundo para que esté al servicio de la entera humanidad. Por eso todo emprendimiento y su posterior ganancia, para que sean moralmente legítimos, han de tener desde el principio y al mismo tiempo una función social.
7. El Padre nuestro es la oración de los hermanos, de la familia grande de los discípulos de Cristo, pero también de la familia nuclear, de la ‘iglesia doméstica’. En efecto, esta última es la institución fundante y articuladora de todo el tejido social. No podemos pretender una nación vigorosa, fraterna y orientada al bien común si no cuidamos, desde todas las perspectivas, a la familia y a su núcleo fundamental cual es el matrimonio indisoluble entre un hombre y una mujer “signo y presencia del amor de Dios” (LF 52). Las dolorosas situaciones de quiebre matrimonial o destrucción de familias, que requieren de nuestra comprensión, acompañamiento y ayuda, no pueden ser argumento para desechar ambas instituciones como modelos y espacios insustituibles de humanidad y de amor, para el presente y futuro de nuestras generaciones. Cada día, diferentes estudios nos señalan que la familia está seriamente amenazada por proyectos de ley, por coyunturas sociales o culturales que confunden los valores perennes sostenidos en la ley natural;. Hoy más que nunca no podemos dejar de proclamar que el bien del hombre y de la familia están entrañablemente unidos, y que el mayor bien social depende de cuánto hagamos para que esta institución este cuidada, y sólidamente fundada. Sin la familia, se nos disuelve la sociedad.
8. Finalmente, en un año electoral, queremos agradecer a todos los candidatos y candidatas, su vocación de servicio público y su anhelo de querer trabajar desde el mundo político por un Chile mejor. Les exhortamos a que la campaña se dé en un contexto de amistad cívica, de respeto por las personas y sus propuestas, en donde las energías se gasten en buscar las mejores respuestas para las necesidades de nuestra Patria y su Pueblo. A no olvidar que una vez elegidos, pasan a estar al servicio de todos los ciudadanos sin excepción, y que todos ellos por lo tanto, han de experimentar que sus autoridades guiarán al País y legislarán pensando en el bien de todos sin exclusiones, respetando así el sentir y anhelos de una sociedad que es cada vez más plural y diversa, y en donde cada uno ha tener los espacios para aportar en ella y desarrollarse integralmente.
9. Pongamos nuestra vida en las manos de Nuestra Señora del Carmen, reina y soberana de Chile. A ella, la fiel protectora a quien los padres de la patria le confiaron el cuidado de esta tierra y de sus habitantes, le pedimos, como ayer en la epopeya de Maipú, que hoy conduzca los corazones de nuestro Chile, para que caminemos con esperanza hacia un futuro esplendor. Y a Jesucristo, Señor y Maestro de la historia, sea el honor y la gloria.